La elección del Papa Francisco (I)

 

A esta altura de las cosas, no podemos ocultar que junto a muchos laicos, religiosos y sacerdotes que conocimos al Card. J. Bergoglio, el momento de su nombramiento como Vicario de Cristo nos sacudió las entrañas no sólo por la sorpresa, sino por los más violentos sentimientos de resistencia. Quienes amamos a Benedicto XVI, no podemos ocultar que esperábamos otro perfil de Pontífice…digamos sinceramente, «a la carta», con nuestra mejor intención y certeza de que lo único que nos movía era el celo por la Iglesia, nuestra Madre y Maestra.

08/04/13 11:38 AM


Que la Luz de Cristo, gozosamente resucitado, disipe las tinieblas de la inteligencia y del corazón (Liturgia de la Vigilia Pascual)

«Si Yo quiero que él se quede hasta que Yo venga, ¿a ti, qué? Tú, Sígueme» (Jn.21, 22)

«Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5)

En este ya luminoso Tiempo Pascual, y a raíz de algunas conversaciones, quisiéramos compartir ciertas impresiones acerca de un clima enrarecido que hoy padecemos, enfrentando a amigos y hasta familias, a causa de posiciones encontradas sobre lo que debería ser, paradójicamente, uno de los fundamentos más firmes de nuestra unidad: el Sumo Pontífice. No parece razonable que éste sea motivo de división entre quienes desean ser más fieles a la Iglesia, y sin embargo, tal parece que estamos dando este plato exquisito al mismísimo Enemigo. No me referiré al Santo Padre, sino a conductas que veo en mis hermanos y en mí misma, y que debemos sopesar mejor, para bien de todos, dentro y fuera de la Iglesia.

A esta altura de las cosas, no podemos ocultar que junto a muchos laicos, religiosos y sacerdotes que conocimos al Card. J. Bergoglio, el momento de su nombramiento como Vicario de Cristo nos sacudió las entrañas no sólo por la sorpresa, sino por los más violentos sentimientos de resistencia. Quienes amamos a Benedicto XVI, no podemos ocultar que esperábamos otro perfil de Pontífice…digamos sinceramente, «a la carta», con nuestra mejor intención y certeza de que lo único que nos movía era el celo por la Iglesia, nuestra Madre y Maestra. A unos más, a otros menos, lo cierto es que nuestro sentimiento y razón se unieron para rebelarse ante lo que creímos casi imposible que sucediera. Pero allí estaba: un Papa electo por quienes debían elegirlo, en un Cónclave legítimo, y a gusto de… el Espíritu Santo.

Y la verdad es que no resulta fácil considerar siquiera la posibilidad de que nuestro parecer no concuerde con el del Espíritu Santo, así que la reacción tal vez más «instintiva» ha sido en muchos corazones, el sospechar que el Espíritu Santo no haya sido suficientemente escuchado o acogido por los Cardenales, o que tal vez haya podido ser fuertemente amordazado, por poderes ocultos y claro –perdonen la ironía– sin querer, considerando que se trataba de una frágil avecilla «enjaulada». El Apocalipsis «sazonado» con las espurias profecías de Malaquías, la de los dos Papas, y cuanto rumor de «coincidencias» haya habido, se agolparon en muchos corazones, y hasta hay quienes ya han comenzado a reunir víveres en un desván, esperando el desenlace de la Historia, más que inminente.

Luego de pedir prudente consejo a varios hombres de Dios, y recuperar la paz frente al Santísimo, hemos escuchado en estos días el reproche de que hemos renunciado a la lógica, o que no somos «realistas», por no haber cedido a la tentación de rasgarnos las vestiduras. Y nosotros respondemos a ello –sin temer el fideísmo–, con que «el justo vive de la Fe» (Rm. 1), y que «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3), porque cuando no encontramos grandes justificaciones humanas, es el momento preciso de responder «Yo sé en Quién tengo puesta mi fe» (2 Tm 1,12).

Y dejemos sólo esbozada una pregunta, para quienes creen en el juicio prudente y reflexivo de S.S. Benedicto XVI: ¿por qué será que él nunca aceptó la renuncia al Card. Bergoglio?... Personalmente, no creemos en las casualidades ni «imprevisiones» de Dios, en el timón de SU Barca.

Quisiéramos entonces, compartir algunas certezas muy íntimas, que nos han permitido recobrar la paz en medio de la tormenta, esperando que puedan servir también a otros. En el Catecismo de la Iglesia Católica (cf. Nº 675-677) leemos que «Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes». Si es ésta la prueba final o no, no podemos saberlo, pero en tanto la fe sea sacudida, es bueno robustecerla con argumentos de fe, precisamente.   

El cáncer del pelagianismo y el desprecio de la Misericordia

Por supuesto que no negamos la Parusía, ni dejamos de esperarla con corazón vigilante, conscientes de que sin duda estamos diez años más cerca que hace diez años…Pero más allá de detalles espectaculares, hay otros quizá mucho más desapercibidos, que son elocuentes si se los quiere reconocer, en medio de la confusión de nuestro juicio, y que nos dan sobrada luz.

También nos hubiese confundido, para ser justos, la elección de San Pedro. Debemos decir con franqueza que nosotros hubiésemos «preferido» a San Juan, que permaneció fiel y firme junto a la Cruz, y no a quien, en esa Hora máxima, se atrevió a negar hasta el conocimiento personal del Salvador…¿Calibramos la gravedad de este gesto? San Juan no contó con el apoyo de Pedro junto a la Cruz, y sin embargo, en la mañana de Pascua no vaciló en detenerse ante la tumba vacía, aunque había llegado antes, para que Pedro, el Papa, ingresara primero a constatar la Resurrección. No imaginamos reproches, ni el texto evangélico los sugiere en absoluto.

Pero «Dios escogió lo necio del mundo, para avergonzar a los sabios; y Dios escogió lo débil del mundo, para avergonzar lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menos preciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, para que ninguna carne se enorgullezca en Su presencia. El que se jacta, que se jacte en el Señor» (1 Cor. 1,26-31), «Para que vuestra fe no esté fundada en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios». Quien descansa en la fe no es por tanto un avestruz o alguien que no reconoce la realidad patente, sino alguien que mira mucho más allá de ella, y por eso ésta no lo puede derrumbar en la esperanza y sobre todo, en la alegría. San Pablo nos exhorta «Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca» (Cor. 2:1-5).

Nuestro Señor ratificó su elección sobre Pedro, sin hacer recriminaciones, luego de la Resurrección, interrogándolo particularmente sobre su adhesión a El y sobre su corazón; El no había estado «distraído» en la elección, y no podemos pensar que haya desoído al Espíritu Santo... Pero en todo este asunto, se van perfilando pronósticos muy negros, y pretensiones de idoneidad que no coinciden plenamente con las exigencias del Evangelio. No satisfechos con la certeza de la infalibilidad pontificia (¿o vamos también a empezar a impugnar el C. Vaticano I?), algunos parecen pedir también impecabilidad.

Hay quienes no terminan de admitir que es en nuestra debilidad donde se manifiesta el poder de Dios, porque el pelagianismo ha hecho verdaderos estragos en la espiritualidad contemporánea (ver al respecto), de uno y otro lado de los fieles que nos creemos fervorosos, especialmente en una devaluación de la eficacia real de la gracia y una sobre-valoración de los medios humanos, o de sus debilidades y fallas. Como en toda herejía, siempre detrás, asomará la soberbia, ya que como enseñaba Sta. Teresa, «La humildad es andar en verdad». Y quien es humilde, es capaz de la misericordia y de la esperanza, pues sabe decir «Todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp.4,13), y no vacila por grandes que se presenten los obstáculos, porque «Dios no se muda».

Palabras prohibidas

Es una pena constatar que, lo mismo que la Pobreza y que la Paz, la Misericordia es de esas palabras que, por haberse producido un abuso de ellas por parte del progresismo modernista –adulterando su significado–, muchos católicos han creído ver en ellas mismas el sello de la «heterodoxia», olvidando que se trata de términos esenciales al mensaje evangélico, cuando no son adulterados. En vez de rectificarlos, muchos han optado por borrarlos del diccionario, recelando de quienes los mencionen o prediquen.

Así, es comprensible que haya pasado desapercibido a muchos el que la elección del Santo Padre haya sido dentro de la hora de la Misericordia –hora argentina-, y que en su escudo episcopal –ahora pontifical- figurase un lema referido a la elección de S. Mateo «Miserando atque eligendo». San Mateo es el único evangelista que narra el caminar de San Pedro sobre las aguas (vv. 28-31). Y también el único que recoge la solemne promesa de Jesús a Pedro (16,17-19), porque si algo debe haber permanecido en el antiguo publicano, es la conciencia de la atención de Cristo a la propia miseria: conocía bien la mirada de Misericordia a la miseria de sus hermanos de adopción (siendo miserables, confía sus verdades y la continuación de su misión a los discípulos, la administración de los sacramentos a los sacerdotes, y el pastoreo de las iglesias particulares a los obispos, sucesores de los apóstoles, y en fin, el gobierno en la tierra a Pedro y sus sucesores), y la alusión del Sumo Pontífice a este pasaje en su escudo, no puede dejarnos indiferentes en un católico discernimiento. ¿Podemos pensar que este tipo de «coincidencias» sea puramente casual, o engaño avieso de las fuerzas ocultas de la masonería romana?...

Fe sin «libre examen»

El Año de la Fe no puede vivirse como una conmemoración festiva de la Iglesia sin correspondencia con el querer eterno de la Providencia Divina, y en nuestro «sentir con la Iglesia», todo lo que sucede en este tiempo, debería referirse de algún modo a este «telón de fondo». Y el Catecismo enseña que «Luminosa por Aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 164.).

Muchos católicos, aferrados –legítimamente– al depósito de la fe, orgullosos y celosos defensores de la ortodoxia frente a tanta falsificación e infidelidad habitual, hemos olvidado quizá que ella es, además de un contenido, una virtud que se ejerce muchas veces en las tinieblas («La fe es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve. Porque por ella alcanzaron buen testimonio los antiguos»; Heb.11,1-2). Y se nos propone antes que nada, el ejemplo de Abraham -por quien sentimos una especial devoción-, y su puesta en marcha con Isaac, «contra toda esperanza» nos sobrecoge, advirtiendo nuestra pusilanimidad manifiesta. ¿Qué «lógica» o «realismo», puede mover a este hombre, a obedecer tan perfectamente para ponerse en marcha, dispuesto a sacrificar al «hijo de la Promesa» –quien también sigue dócilmente a su padre, sin condicionamientos- , sino la Fe pura, esplendorosa, inconmovible, modelo para todas las generaciones? Se pregona a veces un realismo que parecería contrapuesto a los datos de la fe, como si ésta consistiera en un vago idealismo, cuando la más firme realidad está compuesta por lo que ella nos propone, y en cambio lo que nos rodea del mundo, pasará como el polvo. No es falta de realidad, pues, sino un realismo mucho más «resistente» y verdadero, el afirmar con plena certeza que «Dios hace nuevas TODAS las cosas» (Ap. 21,5).

Es paradójico también, que los que no se cansan a veces de enumerar las diversas contaminaciones que ha producido el libre examen entre los católicos, lo fustigan cuando se aplica a las Escrituras, pero se encuentran un día a sí mismos sometiendo al libre examen la Sagrada Tradición o el mismo Magisterio. Y se multiplican profetas que «interpretan» lo que se debe tomar o quitar de la primera, o lo que se debe obedecer o no del segundo. O negando el principio de la «Sola Scriptura», se cae a veces en la «Sola Traditio». En suma: «no obedezcamos; juzguemos». Y así, no tendremos sólo dos Papas, sino cientos… tantos como «especialistas» haya en materia de apariciones marianas, de Liturgia, o de Escatología, claro.

Canonizamos a piacere a algunos hombres justos de la historia, y nos permitimos soslayar la enseñanza de otros tantos santos, porque no concuerdan en tal o cual punto de nuestra mayor sensibilidad, o porque no gusta suficientemente el Papa que lo canonizó, o el período al que perteneció, y el común denominador es siempre el mismo: independencia de juicio, al mejor estilo modernista, aunque abominemos luego de Loisy, y vociferemos a voz en cuello el «omnia instaurare in Christo» de San Pío X. Nos hemos olvidado de que el Padre de la Mentira es también doctor en teología, y que la Única que le aplasta la cabeza, vestida de Sol, Sedes Sapientiae, es la que «guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.»(Lc.2,19).

El lenguaje del tiempo litúrgico

a) mes de San José. A él lo invoca la Iglesia en sus letanías, como «Terror de los demonios» y «Protector de la santa Iglesia». Y si S.S. Francisco inaugura su pontificado nada menos que en su fiesta, ¿podemos acaso desconfiar, y a la vez mantenernos fieles a la fe y a la Tradición? Personalmente, miramos a S. José, y creemos percibir con claridad su mirada admonitoria: «callar y rezar». ¿Le habríamos dicho a S. José que era poco realista o poco razonable al tomar a María Santísima como esposa, no teniendo «evidencia» sensible de que su hijo lo era por obra del Espíritu Santo; o al emprender un viaje interminable e incierto con Ella embarazada, y al aceptar confiado que el Hijo de Dios naciera en un pesebre?...¿O estamos tan «acostumbrados» a los datos ejemplares de la Historia Sagrada, que los miramos como cuadros piadosos, pero que nada dicen ya, porque creemos que no necesitamos conversión?...El guardar las cosas en el corazón, que nos enseña Nuestra Señora, y la obediencia perfecta, confiada y silente de S. José, no admiten, para nosotros, réplica alguna, ante ciertos momentos de la historia.

b) todo esto se produce en medio de la Cuaresma. Una prueba de fe, apuntando al eje de la misma, que es signo de victoria: «nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles» (1 Cor 1,23). Como si fuese poco, en su primera homilía, el Santo Padre dirá que prediquemos a Cristo, y a Cristo crucificado.

En medio del ayuno cuaresmal en que este clima se ha gestado, tal vez hubiera cabido un poco más de ayuno de palabras, mortificando los sentimientos y la razón, reconociendo en todo un guiño de la Providencia.

El temor, mal consejero

«El que pone la mano en el arado y mira hacia atrás no es digno del Reino de los Cielos» (Lc 9, 57-62)

«La Tradición es la transmisión del fuego, no la adoración de las cenizas» (G.Chesterton)

Muchas almas perplejas insisten en el temor a seguir «caminando» (somos Iglesia peregrina y militante). El niño que ya se cree grande, se detiene en seco, de la mano de su Madre, y le pregunta receloso «¿adónde vamos?». Nos olvidamos a veces el requisito de «hacernos como niños» en la fe para ir al Reino, y pretendemos crecer en un sentido que tal vez no es el que quiere el Padre. Si un sentimiento prevalece en muchos fieles, lamentablemente, es el de desconfianza, recelo, prevención ante todo gesto que rompa violentamente con los parámetros que sostenemos como garantías de fidelidad.

¿Podemos imaginarnos sin nuestra familia o casa, por una súbita catástrofe? ¿Y negaremos en ello, la permisión de Dios, para nuestro mayor bien?... ¿Creemos firmemente que «todas las cosas concurren al bien de los que aman a Dios» (Rom.8,28), o tal vez pensamos que sólo se dirigen a nuestro bien las que no nos cuesta asimilar?

Esta fe inconmovible de ningún modo pregona un inmovilismo pasivo, sino al contrario: nos insta a NO paralizarnos, a no ser reticentes a seguir de la mano a nuestra Santa Madre Iglesia, y seguir «caminando, edificando y confesando a Cristo Crucificado» como nos instó providencialmente el Santo Padre en su primera Misa, como programa impecable de profundización de la fe, no sólo doctrinaria sino personalmente, como criterio de vida.

Es comprensible que humanamente, el hombre se halle condicionado fuertemente por la historia y la Tradición, pero en momentos culminantes de la Historia de la Salvación, desde la Creación del hombre hasta el Apocalipsis, no hay nada previsible, y Cristo lo confirma una y otra vez, para quien no está instalado en la voluntad de Dios Providente; ¿fue fácilmente asimilable la Encarnación del Verbo, con todo lo que implica, por más esperado que fuese el Mesías por su pueblo? Los primeros que de buena gana acuden a adorarlo son los pastores y los magos de oriente, no los doctores de la Ley.

¿Es esperable que el Salvador del mundo sufra el escarnio de la Cruz, asimilado injustamente a los malhechores, para salvarnos? ¿No podría Dios haber «ahorrado» tamaña afrenta y desnudez?

¿Es fácilmente comprensible que la luz de la salvación, bendición para el mundo, se derrame sobre la tierra durante los primeros siglos, sobre todo regándola con la sangre de inocentes, lo que es decir, a fuerza de «injusticias»?

Ante el temor de la tormenta, cuando la barca parece sucumbir, los discípulos merecen de Nuestro Señor sólo reproche, «hombres de poca fe» (Mt.8, 26). Con respecto a la Barca que es la Iglesia, también temen aquellos en quienes la fe flaquea a veces, y entonces nos decimos: El ya ha dado hasta la última gota de Sangre por Ella, y nosotros…¿qué hemos hecho para creernos con derecho a «aconsejar» a Cristo sobre cómo cuidar mejor a su Esposa? ¿O creeremos que El puede estar aún «dormido», y entonces «algo» podrá escapar a Su exquisito cuidado? ¿No es un poco insolente esta presunción?

Y sin embargo…

Nos dicen que «no se puede guardar la tierra bajo la alfombra», «los hechos históricos existen», y sobre todo, a muchos laicos y sacerdotes fieles, obedientes a la Iglesia, se les hace muy difícil cauterizar las heridas provocadas por tratos incomprensibles del anterior Cardenal de Buenos Aires. Sobre el cambio producido en su nuevo ministerio petrino se han expresado algunos sintéticamente, como Francisco J. de la Cigoña en su artículo del día de la elección, o más detalladamente, Bruno Moreno. Respecto de éste último, nos detenemos en un punto que a menudo se minimiza o se da por supuesto, sin reparar suficientemente en su inconmensurabilidad:

El Santo Padre es el mayor depositario de toda la tierra de las súplicas de todos los fieles, cada día, permanentemente. Todos los días, a cada hora, millones de Misas suplican al Padre por él, millones de rosarios, de ofrecimientos de sacrificios de consagrados, enfermos y niños, tienen al Sumo Pontífice por beneficiario, y eso es sencillamente sobrecogedor, para quien tiene algo de fe sobrenatural. A ello sumemos la promesa de Cristo a Pedro –y en él a todos sus sucesores– de «yo he orado por ti, para que no falle tu fe» (Lc. 22, 32). Y parece significativo que en seguida, en este mismo pasaje, es cuando el Señor le manda que confirme a sus hermanos en la fe, y a versículo seguido anuncia su triple negación antes de que cante el gallo, como mostrando el fundamento de sostén de nuestra fe, por medio de Pedro, sí, pero por la Oración incesante de Cristo, y no por la virtud personal del Pontífice (Lc.22, 31-34). ¿Qué clase de fe tenemos en el poder inquebrantable de la oración, si dejamos que la duda nos perturbe?

Pero algunos dirán ¿acaso no puede el Sumo Pontífice pecar? Sí, y por eso se confiesa, como cualquier cristiano. Y como tal vez muchos lo olvidan, Dios mismo se encarga hoy de insistirnos sobre la necesidad de sostenerlo con nuestra oración, cuando el Papa Francisco no deja de pedir «recen por mí», recordando la dimensión comunitaria de la fe: «Cada creyente es como un eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.»(Catecismo de la Iglesia Católica nº. 166. y siguientes)

Santa Catalina de Siena, tan citada en sus cartas al Papa –a quien nunca dejó de llamar «el Dulce Cristo en la tierra», independientemente de sus defectos o virtudes-, creemos que debería ser también hoy ampliamente citada por los amigos de la Tradición, cuando en el Diálogo refiere que Nuestro Señor concede más misericordia y gracias a sus sacerdotes y consagrados, en atención a las oraciones, lágrimas y sacrificios de ella. El mismo Dios le revela pecados horrendos de su clero, a fin de moverla a más «obras de amor» e intercesión por ellos, cuando habla de las diferentes clases de lágrimas.

Le dice Ntro. Señor: «Te quiero hablar de la vida pervertida de algunos, para que tú y los otros servidores míos tengan motivo de ofrecerme por ellos humildes y continuas oraciones» y más adelante, dirá «Creciendo el conocimiento de sí misma y el conocimiento de mi bondad, empieza el alma a unirse y a conformar su voluntad con la Mía. Entonces comienza a sentir gozo y compasión: gozo por el amor que me tiene, y compasión para con el prójimo, doliéndose sólo de mis ofensas y del daño del prójimo. El alma ya no piensa en sí misma, sino sólo en darme gloria y alabanza. Con angustioso deseo, se deleita en la santísima cruz, es decir, en irse conformándose con el humilde, paciente e inmaculado Cordero…» (Cf. Ibid, Doctrina de las lágrimas n. 96)

Algo semejante a lo que imaginamos que sucedería con los Pastorcitos de Fátima luego de la vista del Infierno, cuya vista permite la Señora para moverlos a más misericordia y ofrecimientos por todos los pecadores –que es uno de los mayores bienes que pueden seguirse del mal objetivo que supone todo pecado– , y no para suscitar la murmuración.

Continuará, con el favor de Dios.

M. Virginia O. de Gristelli

Buenos Aires, 1 de abril de 2013, Lunes de Pascua.