11.04.13

 

El cristiano no puede vivir su cristianismo solo. Necesita vivirlo con otros bautizados como él, que compartan su fe, en el sentido propio del término. Si el hombre es un ser social, el cristiano lo es con un doble título: en virtud de su creación y en virtud de su bautismo, que lo introdujo en el Cristo vivo, para formar Cuerpo con él.

Hasta el Papa tiene necesidad de hermanos, escribía el patriarca Atenágoras. Y ello para su propio equilibrio y para su plena realización humana y sobrenatural. Esta ley del compartir es vital para todos y en todos los tiempos, pero sobre todo en el nuestro, en el que prácticamente han desaparecido los soportes sociológicos de una sociedad cristiana, en el que todos los valores están puestos en cuestión, en el que la religión va siendo desplazada, cada vez más, hacia el ámbito privado, y aislada de la vida pública (El cristiano en el umbral de los nuevos tiempos, Suenens).

La Exhortación apostólica Christifideles laici, sobre la vocación y misión de los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo deja claramente establecido, siguiendo al Sacrosanto Concilio Vaticano II, que la libertad para que los fieles cristianos laicos se asocien, no proviene de una especie de concesión de la autoridad, ese derecho se deriva del Bautismo, que queda así, reconocido y garantizado.

Empero señala unos criterios para discernir y reconocer todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia (CL, 30), en otros términos, la Santa Sede reconocerá la eclesialidad de movimientos laicales si éstos han sido creadas: 1) con un espíritu que da la primacía a la vocación de cada cristiano a la santidad; 2) con la responsabilidad de confesar la fe católica; 3) viviendo el testi­monio de una comunión firme y convencida: 4) en conformidad y parti­cipación en el fin apostólico de la Iglesia: 5) comprometiéndose en una presencia vivaz en la sociedad humana (CL, 30).

El primado que se da a la vocación de cada cristiano a la santidad manifestada en los frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles para una vida de santificación y plenitud cristianas.

Las asociaciones de fieles laicos tienen especial responsabilidad, como instrumentos de santidad de la Iglesia, buscando la unidad de la fe con la vida. La vitalidad cristiana no se mide ni con números ni con cifras sino en profundidad.

En la Constitución Lumen Gentium, ns. 39-41, dice el Concilio Vaticano II que todos los cristianos estamos llamados a ser santos, y nos ofrece fórmulas claras y hermosas acerca de la santidad:

  • Ser santo es cumplir el primer mandamiento de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, y con todas las fuerzas y amarse mutuamente como Cristo nos amó.
  • Es vivir nuestro bautismo, por el que somos verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santo.
  • Es sabernos lo que somos: con palabras del Apóstol, elegidos de Dios, santos y amados, revestidos de entrañas de misericordia, benignidad, humildad, modestia, paciencia (Col 3, 12) y producir los frutos del Divino Espíritu para nuestra santificación y la de los demás ( 5, 22; Rm 6, 22).

El apostolado –dice el Siervo de Dios Tomás Morales, S.I.- igual que la santidad, no sólo es deber para todos, sino que está al alcance de todos. Es una santidad y un apostolado realista. No el de un ángel impecable, sino el de un hombre lleno de limitaciones que fracasa y triunfa en la derrota volviendo siempre a empezar.

La santidad consiste no en no caer, el apostolado no es no fracasar, sino en no cansarse nunca de estar empezando siempre aunque aparentemente nunca se consiga el objetivo. El santo, el apóstol, es un pecador que sigue esforzándose, que no se acobarda ante las caídas y derrotas. Siempre vuela más alto en aras de la humildad y confianza, sabiendo que los desastres nos ayudan para “que no se gloríe ante Dios ningún mortal (1 Cor, 1, 29) (Forja de hombres).

El bautizado conoce bien la definición de Juan Pablo II:

La santidad no consiste en ser impecables, sino en la lucha por no ceder y por volver a levantarse siempre después de cada caída; no deriva tanto la fuerza de voluntad de hombre, sino del esfuerzo por no obstaculizar nunca la acción de la gracia en la propia alma, sino más bien sus humildes colaboradores (Juan Pablo II, 3-3-1983).

El cristiano que quiere vivir la vida cristiana, pero no quiere en realidad tender a la perfecta santidad, hace de su vida un tormento interminable, pues introduce en ella una contradicción gravísima e insuperable… aquél cristiano que no pretende llegar a la plena santidad, no puede menos de experimentar el cristianismo, en mayor o menor medida, como un problema, como una tristeza, como un peso aplastante (Caminos laicales de perfección, José María Iraburu).

Pero para no asustarse del llamado a ser santos, el Beato J.H. Newman dijo:

Si me pregunta qué se debe hacer para ser perfecto, yo le digo: primero no permanezca en la cama más del tiempo debido; dirija sus primeros pensamientos a Dios; visite el Santísimo Sacramento; rece devotamente en ángelus; coma y beba para la gloria de Dios; rece bien el Santo Rosario; recójase; aleje los malos pensamientos; haga bien su meditación; haga cada noche su examen de conciencia; acuéstese a tiempo y usted será perfecto.

Péguy escribió que hay una sola tragedia en la vida –la tragedia de no ser santos. Teodosia la hermana del Aquinate, preguntó una vez al santo: ¿qué debo hacer para ser santa?, el gran genio apuntó, como siempre al quid, y le dio una respuesta contundente con una sola palabra: desearlo.