La elección del Papa Francisco (y II)

 

Pero en la «era de Internet», donde todo está globalizado y no hay teoría, incidente, noticia o cuento que no sea multiplicado y manipulado irresponsablemente, tarde o temprano, ¿qué actitud debemos mantener?

12/04/13 12:35 AM


Anuncio, denuncia y renuncia

Hemos visto en la Iglesia grandes divisiones en estos tiempos, surgidos de diversos pareceres sobre la denuncia de los errores o pecados de nuestro prójimo, cuando se refiere a la edificación del bien común.

Al respecto, debemos reafirmar que la denuncia de los errores es necesaria, conforme al Evangelio y a la Tradición de la Iglesia, y nos lo recuerda asimismo el Magisterio más reciente. Y con la denuncia del error no se pretende crear división, sino justamente lo contrario: la unión. La verdad es una, los errores son innumerables.

«Y si la fuerza sobre-humana del Espíritu es precisa para afirmar la verdad entre los hombres, todavía esa parresía es más necesaria para denunciar y rechazar el error. La historia de Cristo y de la Iglesia nos asegura que la refutación de los errores presentes es mucho más peligrosa que la afirmación de las verdades que les son contrarias, y por tanto requiere mayor fuerza espiritual. Los mártires, en efecto, sufren persecución y muerte no tanto por afirmar las verdades divinas, sino por decir a los hombres que sus pensamientos son falsos y que sus caminos llevan a perdición.

Jesús no afirma solo la primacía de lo interior –«el Reino de Dios está dentro del hombre»–, sino que denuncia el exterior perverso de la religiosidad rabínica –«sepulcros blanqueados», «coláis un mosquito y os tragáis un camello»–. Y por eso a Cristo no lo matan tanto por las verdades que predica, sino por los pecados y mentiras que denuncia. Pero solo haciendo al mismo tiempo lo uno y lo otro alcanza Jesús a cumplir la misión para la que vino al mundo: «dar testimonio de la verdad», y solo así consigue salvar a los hombres de la mentira en la que están cautivos» (J. M. Iraburu: El martirio de Cristo y de los cristianos, cap.8, Fundación Gratis Date, Pamplona 2003. Puede verse también en www.gratisdate.org).

Por otra parte, no puede negarse que en la Historia de la Iglesia todas las denuncias eficaces deben ser realizadas bajo ciertas y precisas condiciones. En S. Juan Bautista, arquetipo de profeta, vemos emparentada íntimamente la denuncia con el martirio, y su sostén en el ayuno y la oración. No parecerá idóneo, por eso, un supuesto profeta con una pobre vida espiritual, aunque fuese un «especialista»; o que se limita a señalar con el dedo los errores de la Iglesia sin ofrecer sincera y profunda penitencia por ello, en una habitual vida sacramental. La denuncia apostólica debe brotar de la Caridad, y si en ésta no resplandece la Cruz de Cristo, no puede ser creíble, y su fruto será recogido más por los demonios que por los ángeles.

Por otro lado, fuera de actitudes pusilánimes que huyan de la Cruz de Cristo, también es necesario tener muy en cuenta algunos criterios que ofrece el Catecismo para el anuncio de la verdad:

2488 El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar [discernir] si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.

2489 La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cf. Si 27, 16; Pr 25, 9-10).

Esto nos pone sobre aviso acerca de la oportunidad o no de ciertas comunicaciones, sopesando prudentemente el auditorio al que irán dirigidas, o aquel al que podrían escandalizar, con un conocimiento razonable de estas circunstancias, aunque no se pueda tener completa certeza de ello.

En lo que atañe al Sumo Pontífice, es innegable que el «analfabetismo religioso» que denunciara tan oportunamente Benedicto XVI al inicio del Año de la Fe, es un hecho que ha de hacernos reconocer que algunas observaciones que en cierto grupo puede ser bien comprendido y calibrado, en un espectro mayor de público puede tener consecuencias nefastas, e incluso poner en peligro su salud espiritual, si se trata de personas débiles en la fe, y de cuya salud no podemos desentendernos livianamente, mirando hacia otro lado.

Pero en la «era de Internet», donde todo está globalizado y no hay teoría, incidente, noticia o cuento que no sea multiplicado y manipulado irresponsablemente, tarde o temprano, ¿qué actitud debemos mantener? Aquí pensamos que se impone la ponderación prudente y la súplica insistente del don de Consejo, más que nunca, en tiempos de profunda confusión para tantas almas. Lejos de esto estará el «comentario» irresponsable, irreflexivo, anónimo, de tantísimos sitios y redes sociales, en que horroriza ver la cosecha abundante que el Enemigo recoge gracias a la irresponsabilidad de los «comentadores compulsivos». Y si hemos de dar cuenta de toda palabra inútil en el Juicio, ¿qué se nos pedirá por tantas palabras que son piedra de tropiezo para los débiles, recordando que el pecado de escándalo está contemplado por el 5º mandamiento?

Nos preguntamos entonces, ¿y al cristiano sencillo «de a pie», qué papel le corresponderá, si a veces no tiene suficientes elementos para denunciar con prudente discernimiento, a saber: que le conste lo denunciado, y sepa ante quién y cómo hacerlo? Pensamos que en ese caso, deberá ser siempre fiel en el anuncio –oportuna e inoportunamente–. Y que cuando no haya ocasión de una denuncia eficaz –que presumiblemente pueda tener algún fruto edificante–, no debería descartar que sea el momento de la renuncia: callar, orar y ofrecer. Esto siempre, siempre, tendrá fruto, apoyando incluso con ello eficazmente a quienes denuncien, y en modo alguno debería tomarse como una claudicación.

Lo que no puede admitirse es el alimentar el morbo, la duda y crítica sistemática, disolvente, desesperanzadora, por el solo hábito de señalar los errores de la Jerarquía, de los pastores, de los sacerdotes. El daño que estas personas hacen a las almas es incalculable, porque da la sensación de que la salvación del mundo y de la Iglesia –nuevamente el cáncer pelagiano– depende de las fuerzas, talentos y organizaciones humanas, y claro: es imposible, y así sobreviene un desánimo y esterilidad apostólica intolerable. Parecería que la Providencia obrara como una rueda de auxilio «extra», que milagrosamente aparece en situaciones límites, y no como lo que es: una fuerza motora personal, amorosa y constante, a través de todo momento de la historia, a través de las luces y también de las sombras.

Sobre el debido respeto a los sacerdotes, aún a los más extraviados, dice claramente el Señor a Sta. Catalina en la obra ya referida:

«Si me preguntas por qué te aseguro que es más grave la culpa de los que persiguen a la Iglesia que todas las demás y por qué no quiero que por los defectos de los ministros disminuya la reverencia a ellos, te respondo: Quiero que se les tenga en la debida reverencia. No por ellos mismos sino por Mí, por la autoridad que les he dado. Por esto, esta reverencia no debe disminuir jamás aunque en ellos disminuya la virtud. Los he puesto y os los he dado para que sean ángeles en la tierra y sol, como queda dicho. Si no lo son, debéis rogarme por ellos, pero no juzgarlos. El juicio dejádmelo a mí. Yo, por vuestras oraciones, usaré con ellos de misericordia, si se disponen rectamente. Si no enmiendan su vida, su misma dignidad les servirá de ruina. Yo, Juez supremo, les haré sentir mi reprensión, y, si en el momento de la muerte no se enmiendan ni se acogen a la abundancia de mi misericordia, serán enviados al fuego eterno. La reverencia no debéis tenerla por ellos mismos sino por la autoridad que yo les he dado, y no deben ser ofendidos, porque así me ofenden a Mí y no propiamente a ellos. Yo he prohibido que mis «cristos» sean tocados. Por eso nadie se disculpe diciendo «yo no hago injuria ni soy rebelde contra la Iglesia, sino contra los defectos de los malos pastores». Ese tal, miente y no comprende, cegado por el amor propio. A mí me da injuria, y son para Mí los escarnios, oprobios y vituperios. Considero hecho a Mí lo que sea hecho a ellos. (…) Si de veras le hubieran guardado reverencia por mi causa, no se la perderían por ninguno de sus defectos, porque las faltas no aminoran la eficacia de los sacramentos, y si decrece la reverencia, me ofenden. (Puede consultarse El Diálogo, con introducción, traducción y notas de Angel Morta; Lima, 2002. Cf. El Cuerpo Místico de la Iglesia, n.116).

«…A cualquier lado que mires, no verás más que pecados; en los seglares y en los religiosos, en los clérigos y prelados, en pequeños y grandes, jóvenes y viejos. (…) Espiritualmente administran los sacramentos de la Santa Iglesia, cuyos efectos no se pueden quitar no aminorar por los pecados de esos ministros. Estos ministros no son dignos de ser llamados así sino demonios hechos carne. Producen confusión y aflicción en los espíritus que les ven vivir desordenadamente. Son también causa de penas y confusión de conciencia en los que muchas veces se apartan del estado de gracia y de la verdad. Pero quienes les siguen no están exentos de culpa, pues nadie es forzado a pecar por los demonios visibles ni por los invisibles. No hay que mirar a su vida ni imitar lo que hacen como os advirtió mi Verdad en el Evangelio (Mt.23,3). Debéis hacer lo que os digan, es decir seguir la doctrina que os dan en el cuerpo místico de la Iglesia. (…) No penséis en las aflicciones que merecen ni les castiguéis por vosotros mismos, porque me ofenderíais. Dejad para ellos la mala vida y recibid vosotros la enseñanza. Dejadme a mí el castigo, porque yo soy el dulce Dios eterno, que premio todo bien y castigo toda culpa.(Op. Cit. Cf. Los malos ministros n.121).

No siempre tendremos todas las certezas, ni todas las respuestas al alcance de la mano. No siempre tendremos todas las garantías de comprensión de las actitudes o medidas disciplinares que el Santo Padre tome, pero sí tendremos siempre el timón de nuestra propia libertad para obedecer fielmente, dando gloria a Dios con ello, y edificando a nuestro prójimo anclados en la certeza de la palabra de Cristo, que «no puede» ser infiel, justamente porque no puede desdecirse a Sí mismo: Dios es fiel siempre.

Nos viene a la memoria el ejemplo de Sta. Juana de Arco: ella asume la soledad, la incomprensión, el juicio y la hoguera misma, por permanecer fiel y defender a un rey humano –el Delfín de Francia–, un verdadero cínico y traidor, pero a quien Dios mismo había revelado que era rey legítimo. Bien: en nuestro caso se trata de la adhesión al Vicario de Cristo, sobre cuyas posibles acciones no podemos hacer presunciones sin peligro de juicio temerario. Respecto de él, –no dudamos– Dios nos juzgará más severamente por la buena o mala voluntad para juzgar sus obras, dichos e intenciones.

Transcribimos a continuación otro pasaje del Diálogo de Sta. Catalina –cuya lectura recomendamos vivísimamente en nuestra época, antes que tanta pseudo-revelación que anda dando vueltas por Internet o librerías sensacionalistas– acerca de las murmuraciones sobre los malos pastores (imagínese el lector cómo se juzgará la murmuración contra los buenos o contra el Romano Pontífice), que personalmente, no hemos podido quitar de la memoria una vez leído:

«Cuando yo os di mi Verdad, es decir, el Verbo de mi unigénito Hijo, sufriendo pasión y muerte, destruyó vuestra muerte y os bañó en su propia sangre, y así su sangre y su muerte, en virtud de mi naturaleza divina unida a la humana, abrió la puerta de la vida eterna. ¿A quién dejó las llaves de esta sangre? Al glorioso apóstol Pedro y a todos los que le sucedieron y le sucederán hasta el día del juicio; ellos tienen y tendrán la misma autoridad que tuvo Pedro. Ningún pecado en que puedan caer disminuye esta autoridad ni quita nada a la perfección de la Sangre ni a ningún otro sacramento.

«Así, pues, el Cristo en la tierra tiene las llaves de la Sangre para darte a entender cómo los seglares deben respetar a mis ministros, buenos o malos, y cómo me hiere toda falta de reverencia contra ellos.

«El Cuerpo místico de la santa Iglesia es como una bodega en la que está guardada la sangre de mi unigénito Hijo, por la que tienen valor todos los sacramentos y vida todas las virtudes. A la puerta de esta bodega está Cristo en la tierra, al que le he confiado administrar la Sangre y al que toca poner ministros que le ayuden a dispersarla a todos los cristianos. El que es aceptado y ungido por El, éste es elegido por ministro mío, y no ningún otro. De él procede todo el orden sacerdotal, y Él los coloca a todos en su puesto para que administren esta gloriosa sangre. Y como Él los ha puesto como coadjutores suyos, así le pertenece corregirlos de sus defectos, y así quiero que sea, pues por la excelencia y autoridad que yo le he dado los he sacado de la servidumbre y de la sujeción de señores temporales». (Op. Cit., Cf. Cuerpo Místico de la Iglesia, n.115).

Dirá luego la Santa Doctora en una de sus cartas:

«¡Oh dulce Verbo, Hijo de Dios!, tú has dejado esta sangre en el cuerpo de la santa Iglesia; y quieres que nos sea administrada por las manos de tu Vicario.... Por esto es necio el que se aparta u obra en contra de este vicario, que tiene las llaves de la sangre de Cristo crucificado. Aunque fuese un demonio encarnado, jamás puedo levantarme contra él, sino humillarme y pedir la Sangre por misericordia.» (El Diálogo, Carta 28).

Ante lo expuesto, en fin, cabe sin duda un instante de perplejidad, en que nos preguntamos ¿qué debemos hacer, entonces con nuestras dudas o prevenciones? Una de las respuestas más claras la hallamos en la «regla de oro» que es el Principio y Fundamento de los Ejercicios Espirituales (EE.EE.) de S. Ignacio, el «tanto cuanto»:

«El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden» (Cf. EE.EE. n.1)

Teniendo en cuenta que el fin de la Iglesia es a) la gloria de Dios y b) la santificación de las almas, nos tendremos que preguntar entonces, si cuando nos referimos a tal o cual defecto, pecado, gesto equívoco o debilidad de tal o cual pastor –sea éste el Santo Padre o un obispo X– estamos contribuyendo a acercarnos a Dios realmente, y a que se acerquen otras almas, o si halagando nuestra vanidad y juicio propio, estamos parados en el lugar del fariseo de la parábola. Porque convengamos en que el demonio –que anda «como león rugiente, buscando a quién devorar», y más cuanto más se aproxime el tiempo final de su derrota– tentará siempre por el lado más flaco:

S. Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n. 327: Regla 14 del discernimiento de espíritus: «Asimismo se ha como un caudillo, para vencer y robar lo que desea; porque así como un capitán y caudillo del campo, asentando su real y mirando las fuerzas o disposición de un castillo, le combate por la parte más flaca, de la misma manera el enemigo de natura humana, rodeando, mira en torno todas nuestras virtudes teologales, cardinales y morales, y por donde nos halla más flacos y más necesitados para nuestra salud eterna, por allí nos bate y procura tomarnos.

Y como dice S. Ignacio, tener presente que él actúa «como vano enamorado, en querer ser secreto y no descubierto». Por lo tanto, la confianza despreocupada, apoyada sólo en nuestras buenas intenciones y razón puede en ocasiones no ser suficiente si se juega mucho bien o mal al prójimo, y se hará más necesario sopesar la reacción, consultando con uno o varios consejeros espirituales idóneos.

A propósito de esto, traemos aquí otro valioso párrafo del Diálogo de Sta. Catalina de Siena sobre unos avisos para la corrección fraterna –y no se puede acusar a la santa Doctora de pusilánime en esta materia–:

«Quiero también que principalmente practiques tres cosas para que el demonio no fomente en tu alma, bajo el pretexto de la caridad del prójimo, la presunción. Con ésta vendrías a caer en los falsos juicios, pareciéndote juzgar rectamente, y juzgarías mal siguiendo tu modo de ver. De esta forma, el demonio, bajo apariencia de verdad, te conduciría a la mentira; y te tentaría para que te constituyeses en juez de las intenciones de los demás, que sólo a mí toca juzgar. La primera, nunca juzgues sin mesura. Guárdate en principio de reprender personalmente a aquel en quien crees ver un defecto. Si tienes que hacerlo, hazlo hablando en general, reprendiendo los vicios de quienes te viniesen a visitar y sembrando la virtud con benignidad, uniendo la severidad cuando consideres que es necesario.

«Salvo expresa manifestación mía, no digas nada en particular, sino atente a la parte más segura para escapar del engaño y malicia del demonio. Porque lo que él pretende con este anzuelo del buen deseo es inducirte a que juzgues muchas veces de lo que en realidad no hay en el prójimo. Y con esto le serías motivo de escándalo muchas veces.

«Por tanto, que tu boca guarde silencio o exhorte en general a la virtud despreciando el vicio. Y si crees ver algún pecado en otra persona, repréndete a ti misma juntamente con ella, procediendo siempre con verdadera humildad. Si ciertamente tal vicio está en esa persona, ella se sentirá tan dulcemente aludida que se verá obligada a corregirse; entonces ella te contará a ti lo que tú querías expresarle. De esta manera estarás segura; habrás cortado el camino al demonio, y así no te podrá engañar ni impedir la perfección de tu alma. No debes fiarte de todo lo que ves. Vuelve las espaldas y no quieras ver. Permanece sólo en el conocimiento de ti misma y de la magnificencia de mi bondad; así obran los que han llegado al último estado.

«Y, puesto que te dije no te era lícito reprender más que de un modo general, según el modo indicado, no quisiera, con todo, que, si vieras claramente un defecto, que no dejes de hacérselo notar. Puedes ciertamente. Más todavía: si se obstina en no corregirse, lo puedes manifestar a dos o tres. Y, si esto no aprovecha, darlo a conocer a la santa Iglesia (cf. Mt 18,15-17). Pero no te es lícito juzgar por la simple apariencia o según tu apreciación personal. Ésta es para ti la regla más segura, a fin de que el demonio no pueda engañarte bajo capa de caridad con el prójimo». (Op. Cit. cf. La doctrina de la Verdad, n.102).

El espíritu de penitencia y la Comunión de los santos

Ahora bien: pensamos que se impone actualmente un «sentido práctico». Suponiendo in extremis –en una hipótesis falsa– que todos los prelados que nos rodeen están perdidos, de modo escandaloso y público, y que creamos que ya «no hay vuelta atrás» y que es inminente la llegada de Nuestro Señor, ¿no sería más sensato –si somos tan ortodoxos, fieles devotos y piadosos observantes– empezar a suplicar todo lo posible, no ahorrando sacrificios a fin de interceder para el rescate del mayor número de almas posibles, de pastores y fieles, instando a penitencia y conversión, en vez de estar dando cuenta de todos y cada uno de sus yerros y equívocos? No sea que el Señor llegue como ladrón, y nos encuentre como a las Vírgenes Necias…(Mt 25, 1-13) Lo único que será imprescindible, entonces, es que nuestras propias lámparas estén encendidas.

Finalmente, concediendo hipotéticamente a los vigías de calamidades que sean reales todas las sombras que vislumbran y desean anunciar, ¿cómo lograremos la conversión que esperamos de todos los malos cristianos que nos rodean, ya que teóricamente éste debe ser el primer móvil?... Y aquí cabe insistir en un dato central de nuestra fe y obrar, que a veces se soslaya teórica o prácticamente: en la Comunión de los Santos, TODOS somos responsables por todos. «Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Co 12, 26-27). El individualismo, nutrido esencialmente de liberalismo ha hecho estragos en el alma de los cristianos, también de los más fieles católicos, haciéndoles creer que esa responsabilidad y comunicación de bienes sólo atañe a rezar unos por otros, o incluso a reparar los pecados del prójimo, pero sin agregar «tomándolos como propios». Seguimos mirando «por la ventana», escandalizándonos como una vecina chismosa, las traiciones a la doctrina, las miserias de adulterio, pedofilia, homosexualidad o cobardía de pastores, el aborto, infidelidad y hasta satanismo de muchos bautizados, como si todos esos pecados sólo fuesen «suyos», y no tomándolos realmente sobre nuestros hombros como el Cirineo –¡como Cristo, Único realmente ajeno a todo pecado, junto a su Madre!–, pidiendo y haciendo personal penitencia por ellos, porque en la Iglesia formamos UN SOLO CUERPO. A veces parece que se quisiera que se ampute cuanto antes el miembro enfermo, antes que correr a cuanta «terapia» haya para rescatarlo, teniendo en cuenta que «ese solo» que miramos –sea quien fuere– mereció hasta la última gota de Sangre de Cristo.

Ahora bien, ¿cuánto más deberíamos sentir y expiar las faltas de quienes son puestos por Dios para pastorear a su Iglesia, teniendo con ellos la más exquisita caridad y respeto, delicadeza y celo, para que sean lo que queremos y necesitamos que sean?

No habrá conversión de la Iglesia, de sus pastores, de sus miembros, si primeramente no hay conciencia de la justicia de los males que padecemos. No estamos realmente convencidos de nuestra propia miseria (tomando el término como un todo: como «cuerpo», los pecados del prójimo son los míos) y por eso no nos atrevemos a decir de corazón: «Eres justo, Señor, en cuanto has hecho con nosotros, porque hemos pecado y cometido iniquidad en todo, apartándonos de tus preceptos» (Dn.3,26-29).

«Es la soberbia la causa principal de todos estos males de la Iglesia: es ella la que produce rebeldías doctrinales y disciplinares, la que se avergüenza de la Cruz de Cristo, y lleva a gozar del mundo lo más posible, despreciando la Voluntad divina y olvidándose de los pobres...Ella, la soberbia, ciega a la Esposa y le impide volverse a su Señor humildemente, solicitando su ayuda desde lo más hondo de su miseria: «desde lo más profundo a ti grito, Señor» (Sal 129,1)». (Cf. Iraburu, JM.: Oraciones de la Iglesia en tiempos de aflicción, Fundación Gratis Date, Pamplona, 2001, Introducción. Puede verse también en www.gratisdate.org)

Perdone el lector la ironía, pero a veces resulta abrumador vivir rodeado de católicos tan perfectos e impecables, y comprobar sin embargo que no se producen los frutos de santificación del ambiente que cabría esperar como consecuencia. ¿O será que la sal habrá perdido su sabor, aunque siga teniendo el rótulo en el frasco?...

La súplica ejemplar del pueblo de Israel, lamentablemente ha dejado de ser para muchos, el modelo de «actitud» que debe tener el nuevo pueblo de Dios, que es la Iglesia. El reconocer y denunciar los males no basta para convertirnos de ellos; se hace necesario primero sentir la completa justicia de los males que padecemos por nuestros pecados, e incluso su efecto benéfico para nuestra purificación medicinal, conversión y santificación. (Sugiero leer meditadamente las notas que el p. Iraburu, en la obra que acabo de citar, señala como características de la oración bíblica, cap. 2).

Estamos convencidos de que si, como Iglesia, hiciéramos nuestros aquellos clamores con dicho espíritu, podríamos superar sus miserias, por grandes que sean, por el auxilio de Dios. Pero sin espíritu suplicante, nos iremos hundiendo en una debilidad creciente hasta el abismo. Muchos que se glorían del espíritu de Lepanto, no se terminan de convencer en la vida diaria, aquí y ahora, de que aquella victoria fue ganada fundamentalmente por el rezo del Rosario, como lo reconoció después el Papa. Y no recuerdan tampoco aquel episodio de los panes y peces (Mt 14,17), que potenciado por la oración y la gracia de Cristo, sigue estando vigente, con una potencia salvífica desbordante –sobra alimento en los canastos– (14,20). «Un corazón contrito y humillado Tu no lo desprecias» (Sal.50).

Es el Año de la Fe

No, no «nos vamos por las ramas» insistiendo en esto. Si mi pie tropieza, todo el cuerpo se tambalea, pero mi mano puede frenar el golpe en la cabeza. Así también, como asumimos las culpas comunes, debemos recuperar y reforzar nuestra fe firme en que, dentro de la Comunión de los Santos, como dice el Catecismo, por la comunión en la caridad, «ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo» (Rm 14, 7) y así «el menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos.» (nº 853). Citamos más extensamente:

(947) «Como todos los creyentes forman un solo cuerpo, el bien de los unos se comunica a los otros [...] Es, pues, necesario creer [...] que existe una comunión de bienes en la Iglesia. Pero el miembro más importante es Cristo, ya que Él es la cabeza [...] Así, el bien de Cristo es comunicado [...] a todos los miembros» (Santo Tomás de Aquino, In Symbolum Apostolorum scilicet «Credo in Deum» expositio, 13). «Como esta Iglesia está gobernada por un solo y mismo Espíritu, todos los bienes que ella ha recibido forman necesariamente un fondo común» (Catecismo Romano, 1, 10, 24). (948) La expresión «comunión de los santos» tiene, pues, dos significados estrechamente relacionados: «comunión en las cosas santas [sancta]» y «comunión entre las personas santas [sancti]».

Habida cuenta y conciencia de este insondable misterio, lo verdaderamente necesario para la propagación de la verdad y de las reformas que se necesiten en la Iglesia es asociar íntimamente cada obra a nuestra propia santificación, ya que «cuanto más limpia esté la fuente, más pura será el agua que transmita», pero al contrario, aunque el agua sea purísima, si la fuente está llena de impurezas, es inevitable que el agua se contamine también, y sea vehículo transmisor de enfermedades. La prueba son tantas desviaciones históricas de la Verdad, que en su origen comenzaron pregonando algo indudable, pero sin el espíritu conforme a la Verdad Crucificada –lejos sobre todo de la obediencia–, y terminaron luego en rotundas fracturas.

Vigilemos, pues, sin cansarnos, por nuestro propio ojo, antes de señalar inmediatamente lo que vemos, porque el enemigo no sabe de cansancio. Al respecto, la insistencia del Santo Padre a rezar por él, y su profunda devoción mariana, es providencial, como dijimos, y debe alentar una esperanza «contra toda esperanza», a la luz de las palabras de Nuestro Señor: «si Satanás expulsa a Satanás, lucha contra sí mismo; entonces, ¿cómo podrá subsistir su reino?» (Mt 12, 26).

El amor afectivo y efectivo

Unas palabras finalmente, para otra inquietud que hay también en muchos corazones, y es la referida no sólo al respeto sino al amor debido al Vicario de Cristo en la tierra. Santos como Sta. Catalina de Siena, S. Francisco de Asís, S. Ignacio, Don Bosco, Don Orione, S. Pío X , San Pío de Pietralcina,, S. Francisco de Sales, y muchos otros, encomian siempre el amor al Sumo Pontífice como un signo no menor de adhesión a la Iglesia de Cristo. Ante la dificultad de quienes no «sienten» un afecto sensible hacia tal o cual Papa (sea quien sea éste), debemos distinguir entre el amor afectivo (sensible) y el efectivo (de obras y palabras, de respeto y sumisión debida).

Y en segundo lugar, tomando como modelo el espíritu de consagración a María de S. Luis M. de Montfort, en que se ofrecen al Padre los dones que Ella tiene como propios (su amor perfecto, obediencia, pureza, etc.), así podemos ofrecer al Papa el amor sencillo, puro, y hasta sinceramente afectivo, no sólo de María Santísima, sino de tantos hermanos nuestros que lo reconocen como su Pastor. Ello constituirá sin duda un acto de fe, y desapego de la propia sensualidad y limitaciones, siendo fuente de paz y más ferviente oración por este pontificado, para bien de toda la Iglesia.

Hacemos nuestra, para terminar, la Súplica que Santa Catalina pronunciara en Roma el 18 de enero de 1379, en la Cátedra de San Pedro:

«Oh, Trinidad eterna e infinita! No tardes más, sino que por medio de los méritos del capitán de tu navecilla, San Pedro, a tu esposa, que espera ayuda, socórrela con el fuego de la caridad y la profundidad de la eterna sabiduría. No desprecies los deseos de tus servidores, sino más bien, guía la nave, ¡oh Hacedor de Paz! Oriéntalos hacia ti, para que apartados del camino de las tinieblas, aparezca la aurora de la luz de los que están plantados en tu Iglesia con puro deseo de la salvación de las almas.

«Sea bendito el lazo que Tú, oh Padre benignísimo, nos has dado para que pudiésemos atar las manos de tu justicia, esto es, la humilde y fiel oración junto con los ardientes deseos de tus servidores, por cuya mediación prometes tener misericordia del mundo. Aniquila, pues, nuestros pecados, oh Dios verdadero, y limpia nuestras almas con la Sangre de tu Hijo para que muertos a nosotros mismos, viviendo en El le demos a cambio de su Pasión, un rostro refulgente y un ánimo íntegro.

«Escúchanos también a nosotros que rogamos por el guardián de esta cátedra tuya, cuya fiesta celebramos hoy, por tu Vicario, para que le hagas tal como quieres que sea el sucesor de tu «viejecillo», Pedro y le des lo que necesita para el gobierno de tu Iglesia. Te ruego que no tardes en cumplir tus promesas, oh, Dios mío, para nuestra salvación, para la de los demás, y para la unidad de la Iglesia, en la que se encuentra la salud de las almas. Amén» (Op. Cit., Oraciones, 6).

Quiera Dios que todas las perturbaciones y sufrimientos que se han producido en algunos cristianos al inicio de este Pontificado vengan a ser fuente de mayor gozo y compromiso, haciéndonos a todos más responsables de la santificación y edificación mutua en la verdad y caridad, inseparablemente unidas, en un espíritu de Fe.

 

M. Virginia O. de Gristelli

Buenos Aires, 1 de abril de 2013, Lunes de Pascua.

La elección del Papa Francisco (I)