20.04.13

 

Existen varios tipos de errores en la medicina. El error en el diagnóstico de una enfermedad suele acarrear la imposibilidad de que se logre dar con el tratamiento adecuado para tratarla. Puede también que se acierte en el diagnóstico y se yerre en el tratamiento. El resultado es el mismo en ambos casos: el paciente enferma más e incluso puede morir.

Ahora bien, lo que apenas se da en la actividad médica es el hecho de que se dé un diagnóstico acertado, se conozca el tratamiento que debe prescribirse y se opte por no hacer nada. En ese caso, solo cabe acusar al médico de ser un delincuente malvado y perverso.

Si pasamos de la salud física a la espiritual, las cosas no cambian. La actual crisis de la Iglesia -falta de vocaciones, falta de práctica sacramental de los bautizados, etc- tiene unas causas muy claras para todos aquellos que tengan un poco de discernimiento. En todo caso, corresponde a los médicos del alma dar el diagnóstico y el tratamiento adecuado. Y esos médicos del alma son nuestros pastores.

Podría hablar de la situación en otras naciones, pero me fijaré en España. El 30 de marzo del 2006, la Conferencia Episcopal Española publicó el documento “Teología y secularización en España a los cuarenta años de la clausura del Concilio Vaticano II”. Si quieren ustedes conocer un diagnóstico veraz -incluso “optimista"- sobre la enfermedad que más afecta a la Iglesia de este país, lean con detenimiento ese texto.

Ahora bien, ¿qué se espera de un médico de almas? ¿el mero diagnóstico de la enfermedad o que ponga los medios eficaces para atajarla? ¿alguien se imagina a un oncólogo diciéndole a un paciente que tiene cáncer y mandándole a casa sin ofrecerle el tratamiento para intentar curarle?

A veces ocurren cosas que superan ya todo límite razonable y que hacen palidecer la fe de muchos fieles. Por ejemplo, a una diócesis arrasada por la secularización, en la que las vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa brillan por su ausencia, se envía un nuevo obispo que tiene intención de hacer las cosas bien para ver si, a medio-largo plazo, se puede recuperar el tono espiritual de dicha iglesia local. Como suele ocurrir en el ámbito físico, los tratamientos fuertes suelen tener secuelas incómodas para el enfermo. En el caso de una diócesis moribunda, el obispo se encontrará con la resistencia de aquellos que quieren que todo siga igual, que llevan tanto tiempo viviendo en la bazofia espiritual, respirando el humo de Satanás introducido en su iglesia, que son incapaces de disfrutar de una bocanada de aire limpio. Aun así, si el obispo es fiel a Dios, no cejará en su empeño de sanar al pueblo que se le ha encomendado.

Pues bien, de repente, y sin saber muy bien por qué -o sabiéndolo demasiado- alguien toma la decisión de llevarse a ese obispo a otro lugar y manda a otro pastor que representa exactamente la vuelta a la situación previa. Es como si a un enfermo de cáncer que empieza a ver como su tumor se va reduciendo, de repente le inyectan en vena células cancerígenas. ¿Qué o quién puede salvar a ese enfermo? ¿Y qué debemos pensar de los responsables de dicha acción?

Un enfermo puede recaer por diversas razones. Pero cuando el responsable de la recaída es el médico, no cabe hacer otra cosa que retirar al enfermo de las manos de ese galeno irresponsable y lanzar un claro aviso al órgano superior encargado de decidir quién puede ser médico.

Existe una tentación muy atrayente para los médicos necios. Se trata de recomendar al enfermo que vaya a la peluquería y al esteticista para que le peine y le maquille de tal manera que pueda aparecer ante el mundo como una persona sana. Pero la enfermedad sigue por dentro. Por más jornadas festivas a las que asista, su muerte es segura.

El optimismo pelagiano se lleva mal con los verdaderos profetas de nuestro tiempo. Finalmente, los pocos que advierten de que si las cosas no cambian, la situación puede convertirse en irreparable, son vistos como pájaros de mal agüero, como profetas de calamidades y como enemigos de la comunión eclesial. Como si la comunión de los moribundos espirituales sirviera de algo. La paz de los cementerios es silenciosa, tranquila, apacible. Pero en los cementerios solo hay muerte. En muchas de nuestras iglesias también habrá solo muerte si los médicos no pasan de dar el diagnóstico adecuado a dar el tratamiento adecuado. A ellos pedirá cuentas Dios.

Recemos intensamente por nuestros pastores. Que sientan nuestro apoyo y nuestro cariño filial. Todos tenemos parte de responsabilidad. Y no vale la excusa de que otros la tienen más que nosotros.

Luis Fernando Pérez