25.04.13

 

Tanto la exhortación apostólica Christifideles laici, como la encíclica Redemptoris Missio reafirman que los carismas, en cuanto don del Espíritu Santo a la Iglesia para hacerla cada vez más idónea para realizar su misión  en el mundo, tienen que ser acogidos con gratitud, acompañados y favoreciendo su desarrollo.

Por esta razón el discernimiento y el reconocimiento tienen que realizarse a la luz de los claros criterios de eclesialidad enumerados en la CL (30). En el anterior comentario se ha explanado el primero de los dichos criterios, hoy veamos el segundo.

La responsabilidad de confesar la fe católica, acogiendo y proclamando la verdad sobre Cristo, sobre la Iglesia y sobre el hombre, en la obediencia al Magisterio de la Iglesia, que la interpreta auténticamente. Por esta razón, casa asociación de fieles laicos debe ser un lugar en el que se anuncia y se propone la fe, y en el que se educa para practicarla en todo su contenido.

Cuando los movimientos eclesiales se integran con humildad en la vida de las Iglesia locales y son acogidos cordialmente por obispos y sacerdotes en las estructuras diocesanas y parroquiales, los movimientos representan un verdadero don de Dios para la nueva evangelización y para la actividad misionera propiamente dicha (RM, 72).

La vitalidad cristiana no se mide con números ni con cifras sino en profundidad.

Caminar, construir y confesar la fe ha dicho Su Santidad Francisco. En un momento tan crítico de la Iglesia, perseguida y cambiada por la acción de tantas sectas cristianas o no, es necesario en cada bautizado, una verdadera Confesión de la Fe.

En el Antiguo Testamento se halla una confesión de la fe, iluminadora y ejemplar, de labios del pagano sirio: Naamán, que había sido curado de la lepra por intervención de Eliseo el profeta. Afirma Naamán: ahora sé que no hay en el mundo otro Dios que el de Israel (cf. 2 Reyes, 5).

Ese Dios que gobierna la complicada máquina del mundo y de sus astros. El Dios que cura instantáneamente la miseria de la lepra, el Dios que defiende a los que le sirven, el Dios que interviene en la vida diaria de toda persona. Ese Dios se hace hombre y es Jesús enviado como Mesías para iluminar y salvar a toda la humanidad.

Es el mismo que sirve de protagonista a los evangelios que nos hablan de su nacimiento, de su carácter, de su actividad, de su particular doctrina, de sus promesas, de sus denuncias, de sus amenazas.

Jesús reúne a sus apóstoles para conocer la opinión que el pueblo tiene de Él, unos le tienen por Juan el Bautista, otros por uno de los profetas, una vez conocida la confusa opinión popular, Jesús se dirige a sus apóstoles para preguntarles: ¿Y ustedes quién dicen que soy yo? Y Pedro responde sin vacilación: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.

Todo esto revela que no es fácil aceptar a Jesús en toda la dimensión. El apóstol Tomás no creerá en la Resurrección de Jesús mediante el testimonio de sus compañeros y dirá: No creeré sino cuando vea la marca de los clavos en sus manos, meta mis dedos en el lugar de los clavos y palpe la herida del costado.

No es fácil aceptar a Jesús en toda su dimensión, de ahí la utilidad de una confesión frecuente de fe, practicada en secreto con nosotros mismos para fortalecer nuestro conocimiento y enriquecer nuestra visión de la grandeza de Cristo.

El Credo es una síntesis de las principales verdades de la Fe Católica. En los primeros siglos de Cristianismo se lo llamaba Símbolo apostólico. San Ambrosio de Milán en su tratado sobre el Símbolo apostólico explica que se lo llama de esa manera por ser una especie de contrato que los fieles verifican y renuevan con Dios cada domingo.

La fórmula del Credo se ha desarrollado a lo largo de los siglos en diversos Concilios para salir a la defensa de las sectas y herejías que no admitían el contenido sustancial de la Iglesia. El Símbolo sólo podía ser conocido únicamente por quienes recibían el Bautismo, y debía ser aprendido de memoria para de esta forma retenerlo en el alma.

En la liturgia dominical que congrega a los fieles cristianos, se recita el Símbolo de la Fe, pero hay que tener mucho cuidado de que su recitación no sea una fórmula rutinaria, sino el reconocimiento y la afirmación de cada uno de los dogmas.

Aprendido de memoria, a ejemplo de los primeros cristianos, para esculpirlo en el alma, paladeando su contenido, al mismo tiempo que es una confesión de fe, que alegra a Dios y fortalece nuestros conocimientos, el Credo, es vivir en la vida cristiana de cada día la esencia más consoladora de unas ideas y unas promesas que sembró Jesús en todas las personas de buena voluntad.

Quienes mejor han confesado la Fe, han sido los mártires:

La experiencia de los mártires y de los testigos de la fe no es característica sólo de la Iglesia de los primeros tiempos, sino que marca también todas las épocas de su historia. En el siglo XX, toda vez más que en el primer período del cristianismo, son muchos los que dieron testimonio de su fe con sufrimientos a menudo heroicos. Cuántos cristianos, en todos los continentes, a lo largo del siglo XX, pagaron su amor a Cristo también derramando su sangre. Sufrieron formas de persecución antiguas y recientes, experimentaron el odio y la exclusión, la violencia y el asesinato (Juan Pablo Magno, 7-V-2000).

La Confesión de Fe no es solamente la repetición devota y consciente del Credo. La Confesión de Fe supone un testimonio firme: A todo aquel que me confiese delante de los hombres, yo también lo confesaré delante de mi Padre que está en los cielos (Mateo 10, 32).

El mundo necesita que cada uno de los bautizados le ofrezcamos el testimonio de una fe generosa y heroica, sin cálculos humanos, sin instalaciones, de tal forma que si los movimientos y asociaciones seglares están guiados por el Espíritu Santo, y son fieles al carisma de cada uno de ellos, la Nueva evangelización será una realidad.