26.04.13

 

Muy cercanas las fechas de primeras comuniones en la parroquia. Aunque, como es natural, los niños tienen sus catequistas, estos días de forma especial charlamos con ellos mi compañero y un servidor.

Ayer andaba yo con un grupo de doce chavales. Charlando sobre la bondad de Cristo, el amor de Cristo que se les va a dar en la Eucaristía. Les decía que de forma especial, en estos días hasta la primera comunión, necesitan intensificar más las buenas obras, la oración, la asistencia a misa, especialmente la dominical.

Te das cuenta de que cada niño es diferente. Todos escuchan, aunque no todos atienden de la misma forma. Frente a mí un pequeñajo de ojos vivos, brillantes, que notas que se bebe tus palabras y las acoge con todo el corazón. Hasta que de sus ojitos se escaparon unas lágrimas apenas.

¿Qué ocurre? Es que yo no puedo venir a misa casi nunca. ¿Y eso? Mis padres no pueden traerme porque los domingos tienen michas cosas que hacer y como soy pequeño no me dejan venir solo. Me gusta venir, y cuando alguna vez me han traído lo paso bien, pero es que no pueden.

Se me partía el corazón. Porque hay niños que te dicen que no vienen a misa, o solo algunas veces, o cuando pueden ¡ay, Señor! y se quedan tan tranquilos. A este pobre se le escapaban las lágrimas.

Hijos de padres modernos, respetuosos y liberales. Padres que han decidido que sea su hijo, en alarde de madurez, quien decida el día de mañana su opción religiosa, pero eso sí, arrancando de su vida cualquier posibilidad de que lo haga libremente. Lo bautizaron, ellos sabrán sus razones, viene a catequesis una hora por semana y celebrará su primera comunión. Pero el niño, con sus nueve años llenos de ilusiones, apenas conoce lo que es la comunidad reunida para celebrar la eucaristía, el valor de la misa más que de forma teórica, la alegría de ver cómo un domingo cualquiera la gente va apareciendo por todas las calles para celebrar juntos el día del Señor.

Yo tuve mucha suerte. Mis padres, creyentes, practicantes y comprometidos con la parroquia. Servidor, monaguillo desde los seis añitos. Y, sobre todo, el privilegio de vivir en un pueblo donde no necesitabas a nadie para ir a la escuela o a misa. La calle era tuya. Es más, no recuerdo que nadie me llevara al colegio.

Niños de ciudad. En libertad vigilada. Dependientes de mamá o papá hasta para las cosas más simples. Niños que estudian en mejores colegios que una escuela de pueblo con cincuenta o sesenta compañeros y de edades muy diversas. Niños con informática, inglés, deporte, breakers dentales y kumon los martes. Pero niños que jamás pudieron ir a la escuela solos, correr por los prados, hacerse un trineo, revolotear por la iglesia, enfadar al sacristán, beberse el vino de misa o montar en la burra del tío Pedro.

Mi amigo, niño de hoy, es completamente dependiente. Ni a misa puede ir solo. Hará su primera comunión y vaya usted a saber. Es verdad que en el pueblo también pasaban estas cosas, pero al menos lo religioso se hacía presente en mil formas: la fiesta, una procesión, Navidad, semana santa, una boda, o el entierro del abuelo. Quizá se faltaba a misa, pero no se perdía el sentido de lo religioso.

Estos niños de ciudad… que parece que tiene todo y yo los veo como sin nada…