IGLESIA EN ESPAÑA

Las vocaciones nativas fortalecen la esperanza de que Dios continúa llamando en los lugares más insospechados


 

Por D. Anastasio Gil García
Director Nacional de OMP

La celebración de la Jornada anual de Vocaciones Nativas, promovida por el Secretariado de la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol –una de las Obras Misionales Pontificias–, es una ocasión para volver la mirada, con admiración y agradecimiento, a las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que Dios hace brotar en los territorios de misión. Esta iniciativa de Juana Bigard, que surgió en el año 1889, ha suscitado en la Iglesia universal el compromiso de ayudar a seminaristas y novicios, tanto en su formación, como mediante el equipamiento de seminarios y noviciados. Así lo manifestaba el beato Juan Pablo II con ocasión del centenario de esta Obra: “¡Qué bellas páginas de la historia de la Iglesia han escrito en los diversos continentes los socios de la Obra de San Pedro Apóstol! ¡Cuántos sacerdotes, religiosos y religiosas han tenido, gracias a esta Obra, la alegría de seguir su vocación!”.

La contemplación de esta floración de vocaciones para hacer presente el Reino de Dios es claramente motivo de esperanza. Así lo reconoció el Concilio Vaticano II: “La Iglesia agradece con inmenso gozo el don inestimable de la vocación sacerdotal que Dios ha concedido a tantos jóvenes entre los pueblos convertidos recientemente a Cristo. Porque la Iglesia echa raíces cada vez más firmes en cada grupo humano cuando las varias comunidades de fieles tienen de entre sus miembros los propios ministros de la salvación en el Orden de los obispos, de los presbíteros y de los diáconos, al servicio de los hermanos” (Ad gentes, 16). Este es el fundamento seguro de toda esperanza: “Dios no nos deja nunca solos y es fiel a la palabra dada” (Benedicto XVI, Mensaje para la L Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, 2013), y alcanza siempre a aquellos que se dejan encontrar.

Juana Bigard y su madre, Estefanía

El “ayúdanos” que Pablo escuchó del macedonio (cf. Hch 16,9-10) viene a ser un símbolo de cómo el mundo, muchas veces de manera inconsciente, ansía que alguien le lleve una respuesta a sus necesidades y, sobre todo, al más profundo de sus anhelos: poder vivir conforme a la dignidad de hijos de Dios. Millones de personas esperan el Evangelio, y la Iglesia debe “dar el salto” para ofrecérselo, por medio de palabras y de gestos de caridad concreta que lo hagan visible. “Doquier nos apremia la urgente necesidad de procurar la salvación de las almas en la mejor forma posible; doquier surge la llamada «ayúdanos», que llega a nuestros oídos”, escribía el beato Juan XXIII en su encíclica misionera Princeps Pastorum (n. 3). Y también el decreto Ad gentes señalaba que hay que facilitar el que “todos y cada uno de los fieles conozcan plenamente la situación actual de la Iglesia en el mundo y escuchen la voz de las multitudes que claman: «Ayúdanos»” (n. 36).

La Obra de San Pedro Apóstol nació ante las necesidades de ayuda para el clero indígena planteadas por el obispo francés de Nagasaki, Mons. Jules-Alphonse Cousin, de la Sociedad de Misiones Extranjeras. Él se encontró en su diócesis de Japón con cristianos que, por miedo a las persecuciones, evitaban los auxilios espirituales de los misioneros extranjeros, pero que podían ser fácilmente atendidos por sacerdotes del país. Juana Bigard y su madre, Estefanía, en contacto epistolar con el obispo, se movilizaron poniendo en marcha en 1889 esta Obra de apoyo a las vocaciones nativas. Ellas, como Pablo, respondieron con generosidad y presteza al grito “¡ayúdanos!” que seguía resonando en el corazón de los evangelizadores, como sucede permanentemente en la historia personal y silenciosa de cada uno de los misioneros y misioneras que, dejándolo todo, pasa a la otra orilla.

Como señaló Juan Pablo II, Juana y Estefanía “comprendieron la llamada de Dios para consagrar sus recursos, sus energías y toda su vida a la promoción del Evangelio por medio de la formación de los sacerdotes, así como de hombres y mujeres consagrados, y supieron forjar con entusiasmo y tenacidad un instrumento apto para la realización de este noble propósito”.

En particular, Juana Bigard, que se había ofrecido a la voluntad de Dios, conoció, andando el tiempo, el misterio de la cruz que había presentido: “Sufriré mucho –escribía en 1903–, pero si a este precio la pequeña semilla de mostaza debe germinar y crecer, yo sería culpable si lo rechazara”. “Desde luego –añade Juan Pablo II–, su generoso sacrificio ha sido fecundo. La Obra de San Pedro Apóstol le debe mucho, pues ella pudo desempeñar su papel y favorecer realmente el crecimiento del número de las vocaciones en las Iglesias jóvenes”.

“Vocaciones nativas, señal de esperanza”

Este es el lema que la Dirección Nacional de Obras Misionales Pontificias propone a la Iglesia en España para vivir esta Jornada en el último domingo de abril, como establece la Conferencia Episcopal Española. El lema se inspira en el Mensaje de Benedicto XVI para la L Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que gira en torno al tema “Las vocaciones, signo de la esperanza fundada sobre la fe”. La celebración, por tanto, está en continuidad con la oración perseverante por las vocaciones vivida el domingo anterior. A su vez, la contemplación de tantas vocaciones en los territorios de misión es argumento para fortalecer la esperanza de que Dios continúa llamando en los lugares más insospechados. Desde esta visión, se ha de vencer la tentación del desaliento, para dar paso a la oración de gratitud.

Asomarse a los territorios de misión y contemplar la floración de estas vocaciones es, sí, un motivo de agradecimiento y esperanza. Dios sigue suscitando vocaciones en su Pueblo. Importa menos que estas broten de un sitio o de otro; lo que realmente vale es que Dios no ha abandonado a su Iglesia y mantiene las promesas de su alianza.

En efecto, en estos ámbitos geográficos donde es más visible que “la misión está aún en sus comienzos”, hay muchas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Este hecho se transforma en “señal de esperanza”. En la Biblia se recurre muchas veces al uso de una “señal”. Así, el ángel da a los pastores la señal para descubrir al Mesías, al Salvador, al Señor (cf. Lc 2,10); los fariseos piden a Jesús una señal que justifique la razón de sus milagros (cf. Mt 12,38ss); Tomás pone como condición para creer en el Resucitado ver la señal de los clavos (cf. Jn 20,25); Pablo certifica su comunión con la Iglesia al comprobar que Pedro, Juan y Santiago “nos dieron la mano en señal de comunión a Bernabé y a mí” (Gál 2,9); y, finalmente, el Apocalipsis presenta a la “mujer vestida del sol” como una señal del triunfo final (Ap 12,1). Ciertamente, la verificación de tantas vocaciones es una señal, como la que vieron los Magos o los pastores. Es preciso seguirla para encontrarse con el Señor.

Vocaciones necesitadas de ayuda

El proceso de discernimiento y formación de estas posibles vocaciones al sacerdocio o a la vida consagrada es largo y muy laborioso. Los obispos han de contar con personas preparadas y capacitadas para el acompañamiento de estos jóvenes. Sin duda, este es el principal reto de una Iglesia particular: tener los recursos humanos necesarios para la formación de quienes más tarde han de ser los principales colaboradores del pastor de la diócesis. Es verdad que algunos de ellos tienen la posibilidad de vivir esta formación en otros países con mayores recursos espirituales y académicos, pero en su mayoría han de permanecer en el país de origen, y es bueno que su formación se fragüe en estos ámbitos donde van a trabajar.

A esta escasez de medios humanos se suma la carencia de recursos económicos para el sostenimiento de estos jóvenes y el mantenimiento de los edificios donde reciben la formación. Juan Pablo II, en la carta que escribió con motivo del primer centenario de esta Obra Pontificia, decía: “El crecimiento del clero autóctono podría detenerse a causa de la insuficiencia de los recursos disponibles. Según el testimonio de numerosos obispos de los países de misión, más de una diócesis hoy día correría el peligro de ver reducida su esperanza de contar con un clero autóctono, si no gozara de la ayuda aportada por la Obra de San Pedro Apóstol. No cerremos nuestro corazón: ¡lo que hemos recibido de su bondad, démoslo también nosotros con alegría!”.

En nombre de tantas vocaciones que, con nuestra ayuda, pueden culminar sus procesos de formación y discernimiento vocacional, Obras Misionales Pontificias quiere hacer llegar su gratitud a los miles de cristianos anónimos que aportan su donativos para estos seminarios y noviciados. Uno de los medios que proponemos, a modo orientativo, son las “Becas” que una persona física o jurídica puede pagar para ayudar a estos seminaristas o novicios. Sirva como indicador del fruto de estas limosnas el testimonio de quien ahora es vicario general de la Archidiócesis de Lagos (Nigeria), Mons. Bernard Ayo Okodua: “Si no hubiera existido la Obra Pontificia de San Pedro Apóstol, no habría sido sacerdote. Gracias a ella, el seminario pudo financiar mis estudios”.