11.05.13

Serie P. José Rivera - De la muerte y de la vida

A las 12:58 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie P. José Rivera

Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Todos tenemos que caminar hacia el definitivo Reino de Dios sabiendo que existe y que el Creador nos espera.

Y, ahora, el artículo de hoy.
Serie P. José Rivera
Presentación

P. Ribera

“Sacerdote diocesano, formador de sacerdotes, como director espiritual en los Seminarios de El Salvador e Hispanoamericano (OCSHA) de Salamanca (1957-1963), de Toledo (1965-1970), de Palencia (1970-1975) y de nuevo en Toledo (1975-1991, muerte). Profesor de Gracia-Virtudes y Teología Espiritual en Palencia y en Toledo.”

Lo aquí traído es, digamos, el inicio de la biografía del P. José Rivera, Siervo de Dios, en cuanto formador, a cuya memoria y recuerdo se empieza a escribir esta serie sobre sus escritos.

Nace don José Rivera en Toledo un 17 de diciembre de 1925. Fue el menor de cuatro hermanos uno de los cuales, Antonio, fue conocido como el “Ángel del Alcázar” al morir con fama de santidad el 20 de noviembre de 1936 en plena Guerra Civil española en aquel enclave acosado por el ejército rojo.

El P. José Rivera Ramírez subió a la Casa del Padre un 25 de marzo de 1991 y sus restos permanecen en la Iglesia de San Bartolomé de Toledo donde recibe a muchos devotos que lo visitan para pedir gracias y favores a través de su intercesión.

El arzobispo de Toledo, Francisco Álvarez Martínez, inició el proceso de canonización el 21 de noviembre de 1998. Terminó la fase diocesana el 21 de octubre de 2000, habiéndose entregado en la Congregación para la Causas de los Santos la Positio sobre su vida, virtudes y fama de santidad.

Pero, mucho antes, a José Rivera le tenía reservada Dios una labor muy importante a realizar en su viña. Tras su ingreso en el Seminario de Comillas (Santander), fue ordenado sacerdote en su ciudad natal un 4 de abril de 1953 y, desde ese momento bien podemos decir que no cejó en cumplir la misión citada arriba y que consistió, por ejemplo, en ser sacerdote formador de sacerdotes (como arriba se ha traído de su Biografía), como maestro de vida espiritual dedicándose a la dirección espiritual de muchas personas sin poner traba por causa de clase, condición o estado. Así, dirigió muchas tandas de ejercicios espirituales y, por ejemplo, junto al P. Iraburu escribió el libro, publicado por la Fundación Gratis Date, titulado “Síntesis de espiritualidad católica”, verdadera obra en la que podemos adentrarnos en todo aquello que un católico ha de conocer y tener en cuenta para su vida de hijo de Dios.

Pero, seguramente, lo que más acredita la fama de santidad del P. José Rivera es ser considerado como “Padre de los pobres” por su especial dedicación a los más desfavorecidos de la sociedad. Así, por ejemplo, el 18 de junio de 1987 escribía acerca de la necesidad de “acelerar el proceso de amor a los pobres” que entendía se derivaba de la lectura de la Encíclica Redemptoris Mater, del beato Juan Pablo II (25.03.1987).

En el camino de su vida por este mundo han quedado, para siempre, escritos referidos, por ejemplo, al “Espíritu Santo”, a la “Caridad”, a la “Semana Santa”, a la “Vida Seglar”, a “Jesucristo”, meditaciones acerca de profetas del Antiguo Testamento como Ezequiel o Jeremías o sobre el Evangelio de San Marcos o los Hechos de los Apóstoles o, por finalizar de una forma aún más gozosa, sus poesías, de las cuales o, por finalizar de una forma aún más gozosa, sus poesías.

A ellos dedicamos las páginas que Dios nos dé a bien escribir haciendo uso de las publicaciones que la Fundación “José Rivera” ha hecho de las obras del que fuera sacerdote toledano.

Serie P. José Rivera
De la vida y de la muerte

Introducción

“Ya estoy desarraigado. Y en medio de la gente,
Que en necio torbellino se angustia y se fatiga
En el gesto excesivo o en la mínima intriga
Yo camino ligero, ya casi todo ausente.
Y cuando cese un día, definitivamente,
El mandato divino que a la tierra me liga,
No arrullará mi muerte ninguna voz amiga,
No cerrarán mis ojos, no besarán mi frente.
Solitario camino, ágil, libre, jocundo,
Abiertos a mis ojos senderos de otro mundo,
Cubriendo mi vereda del Señor al Señor.
Y cuando solitario mi hombre carnal sucumba
Acaso ni siquiera me den los hombres tumba,
¡Mas gozará mi espíritu la Verdad del Amor!”

Este poema, que viene en la Introducción de este libro del P. José Rivera, muestra, a la perfección, la situación en la que, entonces, se encontraba el sacerdote toledano. Por eso, en la misma se dice que “Don José marchó a la Casa del Padre en 1991… pero hacía ya mucho tiempo que vivía como entre los dos mundos…”. Y por eso, justamente, el contenido de este volumen va referido, precisamente, a cuestiones relacionadas con la vida y con la muerte.

En sus páginas se recogen textos referidos, por ejemplo, a la santificación, al hecho incontrovertible de que somos cuerpo y alma, de cómo vivir la propia muerte y del triunfo que, sobre la muerte, obtuvo Cristo. También se habla del purgatorio y del infierno y, claro está, de la vida eterna. Y, muy relacionado con todo esto, de los ángeles y del paganismo que, lógicamente, se opone con fuerza a lo que el P. José Rivera aquí propone.

Vemos, pues, que la riqueza espiritual de las páginas que componen “De la muerte y la vida” es importante y no podemos desdeñar o hacer de menos a ninguna de ellas.

El P. José Rivera, nos dicen, “ha experimentado en su andadura terrena que no estaba solo: Dios, los ángeles, los santos de toda época, las gentes que trató y que iban marchando… Todo le hablaba de la muerte y de la Vida” (1) pues no puede haber soledad en quien se sabe hijo de Dios y considera que el paso por este mundo es uno que lo es de peregrinaje y se ha de tener en cuenta tanto a la propia vida como a la que es compañera de este caminar y que es la muerte.

Por otra parte, es bien cierto que, como cristianos debemos ser santos. También es cierto que esto es muy difícil porque, en demasiadas ocasiones nos tira hacia el suelo la mundanidad que nos rodea y eso impide que realicemos, en nosotros, el ideal de comportamiento de los hijos de Dios. Sin embargo, “La conciencia de la muerte me sirve, ante todo: para casos extremos: evitar posibles peligros de pecado o de establecimiento en lo mediocre. Y sobre todo, para urgirme a crecer raudamente, pues no es ni siquiera exageración, decir que no puede ya estar lejos… Posibilidad pavorosa: morir sin alcanzar la perfección. Mas ¿por qué tal pavor no me acucia continuamente? Y la personalidad de quien sea… sus peligros parejos a los míos… Implorar la conciencia y el sentimiento de urgencia, que no se me oscurezcan jamás…” (2)

Es, pues, la realidad misma de tener que enfrentarse al tribunal de Dios, la muerte que sabemos cierta, la que ha de prepararnos (estar siempre preparados par tal momento es lo que Cristo mismo recomendó en más de una ocasión) para tal momento. Y, a ser posible, no pecar; y a ser posible, tratar de alcanzar el estado de perfección que es, debería ser al menos, el principal objetivo de todo hijo de Dios.

El caso es que, gracias a Dios (y nunca mejor dicho) tenemos la eternidad al alcance de nuestro espíritu. Por eso dice el P. José Rivera que, en un modo más que cierto, somos eternos. Por eso a él mismo le ha influido mucho “la conciencia escatológica: insistir mucho más en ella: cada salmo, cada frase de la Escritura, cada matiz de la realidad creada, natural o sobrenatural, como revelación divina, me remite a lo eterno: eterno es lo anterior-concomitante y venidero, sin fin, para el hombre. Es actuación continua de la esperanza y desvalorización de lo temporal supravalorado. Y sin esfuerzo, y por lo general con agrado” (3).

Es muy importante esto que escribe el P. José Rivera. Nos hace darnos cuenta de que existe, de que ha de existir sin remedio alguno, una especie de fosa de separación entre lo que supone la vida eterna y el mundo en el que vivimos, nos movemos y existimos. Por eso, tener lo que llama “conciencia escatológica” (saber que hay más allá) supone mantener la esperanza en el porvenir espiritual del hombre y, sobre todo, más que nada, hacer de menos lo que es mundo, lo que es temporal, lo que corroe la polilla.

A este respecto, recoge este libro lo que escribió el P. José Rivera, en su diario, el día 31 de mayo de 1968 al traer a colación un texto de Miguel de Unamuno en el que se contrapone aquello que queremos decir con aquello que, al final, decimos (“Terrible es la palabra/poder de mal agüero./Muere en ella la idea cuando nace,/enterrada en su cuerpo./Como muere al dar fruto/del todo nuestro anhelo”) un texto que, aunque sea extenso, aquí vale mucho la pena traerlo y, aún más, saborearlo. Dice esto:

“Esta es la angustia auténticamente humana. Que nuestra perfección consiste -se amasa en- en la realización de una imperfección. Que siendo corpóreos, no podemos, en modo alguno, prescindir de nuestras cualidades físicas; y que, sin embargo, éstas merman nuestra perfección meramente espiritual. Que tenemos la irreprimible tendencia a la expresión, y que ésta es constitutivamente deficiente, por ser material. La escena con X.X., en esta misma alcoba, hace pocos días. Nuestra idea no da fruto, si no se manifiesta -aunque sólo sea a nosotros mismos- de alguna manera. Y esta manifestación la disminuye, la enerva, la impurifica. El cuerpo es, indiscutiblemente, un instrumento, pero instrumento limitante. Y hay dos maneras de enfrentarse con esta realidad ineludible; dos modos parigualmente nacidos de la soberbia: la soberbia de quien desea suprimir su condición carnal, actuando como si fuera puro espíritu. La soberbia de quien se gloría de su condición carnal, tomándola por una perfección en sí. Como ya he apuntado muchas veces, la corriente actual brota de este segundo estilo de soberbia. Inexcusablemente para la angustia. La repugnancia natural a toda reflexión sobre nuestras fronteras, nuestros acotamientos. Quiéralo o no, el hombre se halla confinado en su propio cuerpo, y esto es lo que genera la peculiar e inexorable angustia humana. El pensamiento, ya de suyo limitado, no sólo se mueve dentro de lindes irremovibles, sino que al conocer las cosas superiores, las empequeñece. Hay pensamiento prócer, que al tocar los objetos materiales los sublima, y aun ese al expresarse ha de amojonarse, encajarse en la estrechez de la materia. La única actitud válida es la que presta la humildad: reconocimiento de nuestra poquedad, reconocimiento gozoso, porque tal poquedad nos posibilita, sin embargo, la unión con Dios; y humildad esperanzada -¡las virtudes crecen conexas!- porque el hombre espera recibir de Dios (y lo que más le place es que lo recibe de Dios) la espiritualización de su cuerpo: la gloria incluso corporal, participación de la gloria que el hombre-Cristo recibió, y recibe continua, eternamente ya, del Padre.¡¡ Entonces el cuerpo no será cárcel, será instrumento, pero no confinante. Y vive en la alegría de que, en sus dimensiones fundamentales y más encumbradas, la propiedad de la expresión no guarda proporciones con la comunicación. No le importa ya al hombre no saber expresarse para sí mismo, porque sabe -saborea- que Dios le comprende; no le duele no poder expresar a los demás con justeza, lo que piensa o siente, porque sabe -saborea- que hay un fruto que es independiente del acierto en la expresión”. (4)

Por eso, bien podemos decir que vivimos muriendo porque, en efecto, cada paso que damos en la vida que nos ha donado Dios supone uno que nos encamina hacia la muerte. Y esto porque “Ciertamente el hombre vive humanamente -y como cristiano, como único hombre posible en verdad- cristianamente, en la medida que vive su proyecto vital. Esto es vivir con sentido, sola manera de vivir en realidad, y consiguientemente, de vivir la relativa bienaventuranza posible en este mundo. Ahora, el sentido de la vida lo confiere ese postrero acto vital, impar e insustituible, que me construye - por la gracia que lleva consigo- en persona cristiana eterna. Importa pues, esencialmente, esta presencia de la muerte en el hombre viviente peregrino. No sólo ya presencia del cielo, sino presencia del acto vital, en que consiste la muerte” (5).

No sabemos, pues, destinados a morir. Eso, sin embargo, no puede, sino, hacernos mejor el camino hacia el definitivo Reino de Dios porque, en definitiva, vamos al encuentro con el Señor. Entonces… abnegación, sacrificio que hacemos por motivos religiosos que nos impele a caminar entregando lo que somos. Por eso, “la abnegación, unida a la Cruz en general, tomará ciertas matizaciones parcialmente nuevas: La identificación con Cristo víctima, integra necesariamente la orientación a la muerte: sin embargo, Cristo no murió sino una vez; pero todos los actos de su vida terrena fueron hechos desde esta orientación, y por eso tienen valor redentor. Igualmente yo no he de morir sino una vez; pero mis actos deben ser realizados todos en esta línea misma, en la cual la muerte no sería sino fruto espontáneo, consecuente con todo lo anterior. Debo manifestar más -sobre todo manifestarme más- la actitud de dar la vida; dejarme destruir cualquier manifestación vital posible, en cuanto mía por elección, preferencia, gusto, razón… Gozarme en ser destruido en estas posesiones; privado de ellas…” (6).

Morimos porque es exactamente necesario para alcanzar la vida eterna. Lo es, al menos, desde que, con el Pecado Original, entró la muerte en el mundo. Sin embargo, Dios no podía quedarse de brazos cruzados ante tal realidad y, como quiere a sus hijos con Él, procuró que se “salvase” el obstáculo que podría parecer imposible de salvar si se tratase de fuerzas exclusivamente humanas. Así, cuando Cristo, en su Pasión, fue cumpliendo la voluntad de Dios, procuró, para nosotros, la salvación eterna. Por eso, el P. José Rivera manifiesta que “Que el triunfo de Cristo se realice ya en la condenación, en la Pasión, en la cruz, en la muerte, no me ofrece duda ninguna. Estoy cierto de ello. Sorprendió a algunos en una tanda del verano pasado -¡y eran curas!- la negación de todo ello como fracaso, porque, dije: quien cumple su deseo no fracasa. Y la cruz era el deseo, el objetivo de Cristo en esta vida. Hubiera sido fracaso una acogida por motivos falsos -un desprecio que no le mira como importante para ser sacrificado-“(7).

En realidad, Dios quiere que “todos se salven” porque ama a cada una de las criaturas que, formando parte de la especie humana, ha creado. Sin embargo, no es poco cierto que el infierno existe por mucho que, modernamente, se pretenda ocultar bajo el auspicio de un “Dios bueno” que no puede condenar a nadie. Al parecer, los teóricos de tales razones no se han dado cuenta de que es el hombre quien se condena a sí mismo.

Por eso el P. Rivera, en un crudo pero exacto análisis a tal respecto, dice que “El enigma para los modernos es la prosperidad de los malvados, y la realidad del infierno. Por una parte, no se puede negar que muchos, alejados de Dios, viven y mueren en ‘relativa’ felicidad. Por otra parte, no se quiere admitir que puedan sufrir eternamente. La imaginación no alcanza para influir en la conducta, participando de los pesares ajenos; la caridad no llega tampoco a tanto. A lo más algunos se apuntan a la revolución, teórica o práctica, y de hecho tropiezan con nuevas maldades… Todos quisieran tener buen pasar en la tierra, una idea satisfactoria en la mente: en cuanto a la justicia y en cuanto a la sensibilidad: nadie se condena… pero se realiza una justicia comprensible para nosotros…No hay humildad para reconocer que no comprendemos… porque somos impotentes para ello. Y nadie quiere asumir la realidad del amor divino, dando la vida por la felicidad de los «otros». El santo: acepta la realidad (no la mera posibilidad, como nunca realizable de hecho) de la condenación. Y participa de los males terrenos de quienes sufren por la iniquidad ajena, para salvar a las víctimas y a los verdugos del eterno castigo… Humildad de juicio -humildad en este mundo para compartir el envilecimiento de la humanidad… La salida de la mayoría es no pensar en el tema: o se niega el infierno- y se satisface teorizando acerca de soluciones actuales, intramundanas, que no le acarrean dolores ahora… O se retrae de pensar nada y se acomoda al cumplimiento mediocre de unas leyes religiosas que le garanticen la salvación. Recibir la palabra divina, con humildad y esperanza, respetando el enorme misterio de la condenación realmente posible, y sometiéndose al sufrimiento humano, participado voluntariamente…” (8).

En realidad, además de la existencia del Purgatorio, pues “No podré ver a Dios sin un corazón limpio, que es lo mismo que totalmente espiritualizado. Sólo el Espíritu me puede capacitar para entrar en contacto inmediato con el Padre; por ello, sólo totalmente espiritualizado puedo ‘entrar en el cielo’. Es decir: gozar de la conciencia plena de mi vivir en el seno del Padre, con Cristo, en Cristo…” (9) y “La conciencia de la realidad ineludible de la purificación: si no me encuentra el Señor puro, tiene que purificarme después. Y tal purificación por ‘satispasión’, no alcanza gracias para nadie” (10), lo bien cierto es que “La posibilidad de condenarse, es una idea, frecuentemente escamoteada, a los fieles, y que sin embargo, presta a la vida y a las acciones humanas, un dramatismo que el ser humano precisa, para sentirse tal como es. También aquí, casi todos andan dislocados y por tanto doloridos. El dolor no es más que el anticipo de la condenación, y en la tierra puede transmutarse, milagrosamente, en salvación eterna. Esta es la grandeza que les hurtamos. Y por eso, concedemos una importancia decisiva a los salarios y las promociones humanas, que sólo puede entenderse, a la luz de la doctrina sobre el amor de Dios a los hombres, y la repulsa de éstos: el pecado y el infierno consecuente (con consecuencia ontológica)” (11).

Por otra parte, todo lo hasta aquí dicho y traído tiene relación directa con lo que es la vida eterna. A este respecto, el P. José Rivera, que se sabe destinado a la eternidad porque tal es la voluntad de Dios para sus hijos y él procuró cumplirla en la medida de sus posibilidades, piensa quesi yo contemplara -con el sentido más alto que tiene espiritualmente la palabra en los mejores espirituales; con el sentido humano hondo que tiene en los mejores poetas, como un Rilke- esta verdad, esta donación de eternidad, me sentiría, hasta sensiblemente, tan atraído por su aliciente, que todo lo demás se me tornaría inasequible. No podría, literalmente, detenerme en nada, pues es cierto que tengo sed de eternidad; que lo pasajero, lo perecedero, me ofrece tal amargura, que no puedo acercarme siquiera a ello. Con tal que lo observe como perecedero, claro. Y por otra parte, que toda unión humana, a la que ciertamente me siento tan llamado, toda amistad, no tiene sentido sino ahí, en una vida eterna” (12).

Y sobre todo esto, la existencia de los ángeles pende como una espada de Damocles sobre los que no creen en su existencia porque “El que no cree se preocupa mucho más de ellos, que cuantos confiesan su existencia. Calidad superior de la existencia angélica: realidad. Comparación con nuestra vida. El ha visto, que el conocimiento del hombre acerca de sí mismo lucra no pocos logros, con el confrontamiento con los ángeles. El estudio de estos seres realísimos debería constituir también faena predilecta y perseverante para mí. El ángel como puente entre la realidad visible y la invisible. Hay aquí toda una visión muy honda de la realidad. En efecto, los ángeles viven conexos con el mundo de los muertos y con el de los vivos -llámase muerto y vivo a unos o a otros, a los que están todavía en el cuerpo, o a los que ya lo han abandonado-. Están fronterizos entre lo terreno y lo celeste. Y su mero contacto es ya iluminador. El ángel irradia efluvios cósmicos. Y todo esto no es más que la expresión poética de la realidad revelada. Debe de ser
caudalosísimo el amor del Padre a los ángeles. Otra empresa gustosísima: repasar el tratado de Santo Tomás y seguir en la Biblia las manifestaciones angélicas. Me parece que, si algo quieren decir es, al menos, que Dios actúa en todo, mal que le pese a González Ruiz. El ángel de Tobías, los ángeles de Elías.”
(13).

Ángeles que gozan de la vida eterna que nosotros, simples mortales con demasiadas alabanzas hacia el mundo, tan sólo imaginamos posible porque creemos en Dios y sabemos que nunca nos dejará solos ante el terrible paso de este mundo al otro, de la muerte a la vida.

NOTAS

(1) De la vida y la muerte (VM) – Introducción, p. 3.
(2) VM. Santificación, p. 14.
(3) VM. Somos eternos, p. 19.
(4) VM. En cuerpo y alma, p. 22.
(5) VM. Vivir muriendo, p. 28.
(6) VM. La abnegación, p. 41.
(7) VM. Triunfo sobre la muerte, pp. 51-52.
(8) VM. Que todos se salven, p. 58.
(9) VM. El Purgatorio, p. 60.
(10) VM. El Purgatorio, p. 61.
(11) VM. El infierno, p. 63.
(12) VM. La vida eterna, pp 80-81.
(13) VM. Los ángeles, p. 83.

Eleuterio Fernández Guzmán