3.06.13

Serie oraciones Consagración al Sagrado Corazón de Jesús

A las 12:32 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie oraciones

Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Dirigirse a Dios es un privilegio que sólo tienen aquellos que creen en el Todopoderoso. Debemos hacer, por tanto, uso de tal instrumento espiritual siempre que seamos capaces de darnos cuenta de lo que supone.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones –Consagración al Sagrado Corazón de Jesús

Sagrado Corazón de Jesús

 

Me entrego, y al Sagrado Corazón de Nuestro Señor
Jesucristo consagro sin reservas, mi persona, mi vida,
mis obras, mis dolores y sufrimientos. Me comprometo a
no usar parte alguna de mi ser sino es para honrar, amar
y glorificar al Sagrado Corazón. Este es mi propósito
inmutable: ser enteramente suyo y hacer todas las cosas
por su amor. Al mismo tiempo renuncio de todo corazón a
todo aquello que le desagrade.

Sagrado Corazón de Jesús, quiero tenerte como único objeto
de mi amor. Se pues, mi protector en esta vida y garantía
de la vida eterna. Se fortaleza en mi debilidad e inconstancia.
Se propiciación y desagravio por todos los pecados de mi vida.
Corazón lleno de bondad, se para mí el refugio en la hora de
mi muerte y mi intercesor ante Dios Padre. Desvía de mí el
castigo de Su justa ira. Corazón de amor, en Ti pongo toda
mi confianza. De mi maldad todo lo temo. Pero de tu Amor todo
lo espero. Erradica de mí, Señor, todo lo que te disguste o
me pueda apartar de Ti. Que tu amor se imprima tan profundamente
en mi corazón que jamás te olvide yo y que jamás me separe
de Ti.

Señor y Salvador mío, te ruego, por el amor que me tienes, que mi nombre esté profundamente grabado en tu sagrado Corazón; que mi felicidad y mi gloria sean vivir y morir en tu servicio.

Amén.

Esta oración, mediante la cual nos podemos consagrar al Sagrado Corazón de Jesús, la escribió, en su día, Santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), y supone, toda ella, un ejemplo de por dónde debemos caminar y hacia dónde debemos ir.

Lo que decimos a Cristo, hermano nuestro pero, sobre todo, Dios mismo, es que queremos entregarnos a su Corazón de una forma plena. No con medias tintas ni con reservas propias del egoísmo humano. Al contrario es la verdad. Por eso decimos, le decimos en esta Consagración, que le entregamos todo lo que somos: la vida, con lo bueno que en ella hay y, claro, con lo malo que nos pasa en el camino en el que vamos hacia el definitivo Reino de Dios. Así, nuestros sufrimientos, nuestras tribulaciones y todo aquello que entendemos nos hace daño… eso también se lo entregamos al Corazón de Cristo, para que nos purifique y nos limpie de todo mal que nos aqueja.

Nos comprometemos, también a muchas otras cosas. Así, por ejemplo, a honrar y amar al Sagrado Corazón de Jesús. Esto ha de suponer, sin duda alguna, a defenderlo en cuanto apreciemos que es zaherido de cualquier forma. Y, por supuesto, sabemos que es excelente glorificarlo porque la gloria es de Dios y de Dios es toda la gloria.

Pero no sólo le prometemos, por así decirlo, lo que vamos a hacer tras la Consagración. Seguros como estamos de la bondad y misericordia de Cristo (siendo Dios es lógico esperar esto) le pedimos que nos proteja, que nos dé fortaleza en las debilidades, que sea nuestro refugio en el momento, terrible para un ser humano mundano pero gozoso para un creyente en Dios Todopoderoso y en la vida eterna, de la muerte. También en este momento, sobre todo en tal momento, le pedimos su protección y que sea nuestro intercesor ante su Padre y nuestro Padre Dios.

Vemos, por tanto, que la Consagración al Sagrado Corazón de Jesús de Santa Margarita María de Alacoque, no deja de referirse a ningún punto de los que cualquier católico considera muy importante pues todo lo entregamos, prometemos entregar, al Hijo de Dios en su Corazón y todo lo esperamos de Él, como persona de la Santísima Trinidad.

Y una petición suprema que engloba a todas las demás: que se nos dé de tal forma que nuestro corazón quede impregnado del suyo que, por eso mismo, nunca más nos separemos de Quien, en vida, la dio por nosotros y Quien, siendo Dios, nos la entrega para siempre, siempre, siempre en su eternidad.

Por cierto, también podemos decir repetidas veces estas dos jaculatorias referidas, precisamente, al Sagrado Corazón de Jesús y que, seguramente, están implícitas en la de Santa Margarita María de Alacoque:

“Jesús Manso y Humilde de Corazón, haz nuestro corazón semejante al Tuyo".

“Sagrado Corazón de Jesús, en vos confío".

Y es que toda oración a Cristo y a su Sagrado Corazón nunca ha estado ni estará de más.

Eleuterio Fernández Guzmán