12.06.13

 

El genial Groucho Marx tiene algunas frases realmente antológicas. Entre ellas destaca “estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros“. En España tenemos políticos, sobre todo en la derecha, que son la encarnación perfecta de dichas palabras, pero hoy me voy a referir a Michelle Bachelet, la más que probable candidata de la izquierda chilena a las próximas elecciones presidenciales de noviembre.

Doña Miguelina acaba de asegurar que eso del matrimonio homosexual no lo veía claro hace unos años, pero ahora está totalmente a favor. Dice la mujer: “He cambiado de opinión, las sociedades evolucionan“. Y ciertamente tiene razón. Las sociedades evolucionan. Otra cosa es que lo hagan para bien o para mal. La Alemania de la década de los años 20 del siglo pasado no era la misma que la de dos décadas después. Había evolucionado. Y la Rusia del año 2013 no es precisamente la misma que la de hace 30 años.

El problema es cuando la evolución va encaminada a desnaturalizar algo tan fundamental como la institución familiar. Convendrán ustedes conmigo en que no es igual creer o no creer que el matrimonio es lo que siempre ha sido en todas las civilizaciones habidas desde los albores de la humanidad hasta ahora. A saber, la unión entre un hombre y una mujer. Se ha dado la variante de la poligamia, consistente en que un hombre tenía varias esposas, pero en todo caso no se alteraba la condición sexual de los contrayentes. Uno de sexo masculino y otro del sexo femenino. Llamar matrimonio a lo que jamás ha sido matrimonio es dar un giro radical a la concepción sobre una de las instituciones básicas, por no decir la más fundamental, de la sociedad.

La homosexualidad -hablo no solo de tendencia sino de práctica- ha existido también desde siempre, y sobre la misma se han producido diferentes actitudes que van desde la aceptación -en la Antigua Grecia estaba relacionada con la pederastia- hasta la persecución abierta. Pero ni siquiera en la Grecia de Heródoto, Platón, Jenofonte, Ateneo y Safo se daba la idea de que la unión entre personas del mismo sexo podía ser considerada como matrimonial.

En el último cuarto de siglo hemos asistido en el Occidente apóstata y neo-pagano a un avance de las tesis a favor de las uniones homosexuales. En muchos países se ha producido el reconocimiento legal de las mismas vía los términos “uniones civiles” o “uniones de hecho". Dichas uniones tenían derechos parecidos al del matrimonio, pero sin llegar a su plena equiparación. Poco a poco se fue añadiendo un reconocimiento que, de hecho, equiparaba a esas uniones con las matrimoniales, sin ponerle el nombre de matrimonio o dejando a parte la cuestión de la adopción. Y finalmente, hoy vemos que el matrimonio homosexual se abre paso en muchas naciones. Pasa algo parecido con el aborto y la eutanasia. La evolución es la misma. Primero se permite el aborto en casos excepcionales. Luego por razones que son una excusa para permitir el aborto libre y finalmente se llama derecho a la intención de la madre de matar al hijo que lleva en su seno. Y aunque la introducción de la eutanasia va un poco más despacio, acabará por imponerse en casi todos los países con democracias liberales.

No siempre es fácil discernir si las sociedades han ido por delante de las leyes de ingeniería social o si estas han ido conformando la conciencia de la mayoría de los ciudadanos. Pero yo pienso que la ley ha llevado la delantera casi siempre. No en vano San Pablo dijo que la ley tiene un valor pedagógico. Cuando es la ley de Dios, el efecto suele ser positivo. Cuando va en contra de la ley divina o la ley natural, ocurre lo contrario. Por ejemplo, cuando en España se legalizó el divorcio, los primeros años estuvieron muy lejos de suponer el boom se separaciones que se esperaba. Los matrimonios estaban acostumbrados a no romperse aunque la situación sentimental de los cónyuges no fuera la ideal. Hoy en este país es más fácil romper un matrimonio que darse de baja de una compañía telefónica. Lo único que ha hecho que no sigan aumentando los divorcios es la crisis económica, que hace que muchos prefieran seguir casados a tener que afrontar los gastos de una separación. Pero la idea de que uno se casa para toda la vida está solo presente en ese sector de la sociedad que sigue siendo católica practicante -no confundir con todos los que se casan por la Iglesia-.

Con el aborto pasó lo mismo. No hay más que consultar las cifras oficiales para entender que cuanto más se ha facilitado la muerte del no nacido, más abortos hemos tenido. Algunas gráficas demuestran que fue precisamente durante los años en que el señor Aznar estuvo al frente del gobierno cuando más crecieron los abortos en este país. Señal de lo que representa la derecha parlamentaria española para la cultura de la muerte: es una de sus principales aliadas. El PSOE dio un paso más al frente considerando que el aborto es un derecho de la mujer y quizás, solo quizás, el actual gobierno va a volver a la situación previa. Pero esa reforma prometida no va a cambiar la realidad. Las mujeres españolas seguirán abortando igual o más.

Volvamos a Chile. Es un país donde, afortunadamente, la legislación abortista es absolutamente restrictiva. Y, hasta ahora, se han librado de la plaga del gaymonio. Pero si Bachelet gana las próximas elecciones de noviembre, eso va a cambiar. Ella es claramente pro-abortista desde hace tiempo y ahora es una entusiasta más de legalizar el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero para que Bachelet llegue a presidir de nuevo Chile, necesita probablemente los votos de millones de chilenos que son católicos o evangélicos practicantes. El porcentaje de católicos en el país anda cerca del 60%. El de evangélicos supera el 15% -quizás el 18-. Mientras entre los primeros el 15% va a misa semanalmente, entre los segundos el porcentaje de los que acuden al culto semanal se acerca, sin llegar, al 50%. Estaríamos hablando, redondeando, de un 20% de posibles votantes cristianos, aunque seguramente habría que aumentar la cifra si incluyéramos a aquellos que sin ser muy practicantes, sí están cerca de una cosmovisión cristiana de la sociedad.

¿Puede un 20 o 25% determinar el resultado de una votación presidencial? Sin lugar a dudas. Pero para ello, esos cristianos tendrían que estar concienciados de que uno de los factores fundamentales a la hora de depositar el voto es la defensa de los principios no negociables -derecho a la vida, matrimonio, educación- indicados por Benedicto XVI y que valen no solo para católicos sino también para los protestantes evangélicos. Mientras tal cosa no ocurra, el factor cristiano en el voto chileno será tan importante como en España. O sea, nada.

Corresponde a los obispos chilenos advertir de lo que se le puede venir encima a su país. Y supongo que lo mismo se puede decir de los pastores protestantes, pero es más fácil que me lean los católicos que los evangélicos. Aun así, nadie olvide que el voto de un obispo vale exactamente lo mismo que el de un chaval de 18 años que acaba de ser confirmado. Por tanto, aunque los obispos tienen su cuota de responsabilidad a la hora de orientar las conciencias de cara al voto, son los fieles los últimos y principales responsables de depositar la papeleta en la urna. Si Chile tiene abortos legales y matrimonios homosexuales dentro de unos años, habrá sido en gran parte por culpa de los cristianos de ese país.

Luis Fernando Pérez Bustamante