27.06.13

 

He leído la Declaración de los tres obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X con ocasión del XXV aniversario de las consagraciones episcopales celebradas (ilegítimamente) por Mons. Lefebvre en 1988.

Al parecer, los tres obispos siguen en el mismo lugar que hace 25 años: en una situación paradójica en la que la voluntad de unión con la Sede de Pedro y con la Iglesia romana se conjuga con la descalificación de la interpretación auténtica (con autoridad) que, a lo largo de estos años, esa misma Sede de Pedro ha ido dando sobre las enseñanzas de un Concilio también auténtico (es decir, de un Concilio que ha enseñado con la autoridad recibida de Cristo por el Papa y los obispos).

No parecen convencidos estos tres obispos de la autoridad del Concilio. Según ellos, los errores que, a su parecer, están demoliendo la Iglesia no residen en una incorrecta hermenéutica de los textos conciliares, sino en los textos mismos. Se distancian así de la enseñanza de Benedicto XVI, que ha insistido en la importancia de volver a los textos y de interpretarlos en conformidad con una «“hermenéutica de la reforma”, de la renovación en la continuidad del único sujeto-Iglesia, que el Señor nos ha dado; es un sujeto que crece en el tiempo y se desarrolla, permaneciendo siempre, no obstante, el mismo y único sujeto del Pueblo de Dios en camino».

La identidad del sujeto-Iglesia es de primordial importancia. Porque es justamente la identidad de este sujeto lo que garantiza que la Tradición no sea un mero recuerdo privado, o una interpretación de un grupo aislado, sino verdaderamente la “Traditio Iesu”. En última instancia, si hay conflicto acerca de cómo interpretar la Escritura o de cómo interpretar la Tradición, corresponde a la Iglesia – y, en la Iglesia, a los obispos en comunión con el Papa, y al Papa mismo – decidir con la autoridad recibida de Cristo.

No es válido argumentar que el Concilio Vaticano II es solamente un concilio “pastoral”. El Concilio Vaticano II no ha querido meramente orientar la práctica de la vida eclesial, sino que también ha querido enseñar. Y enseñar con autoridad; con la autoridad propia del magisterio ordinario. No por no definir un dogma, que ciertamente no lo ha definido, pueden ser desechadas todas las enseñanzas conciliares.

Desfigurar el valor magisterial del Concilio Vaticano II es un error de bulto. A la hora de interpretar la enseñanza de la Iglesia, del magisterio auténtico de la Iglesia, sobre la libertad religiosa, sobre el ecumenismo, sobre la colegialidad episcopal o sobre la Misa no es de recibo desconocer, o marginar como irrelevante, lo que el propio Concilio, y el magisterio que le ha seguido, han ido precisando.

No parece un camino de ejemplar obediencia ni de modélica unión a la Sede de Pedro el que se empecine en determinar, unilateralmente, al margen de los legítimos pastores de la Iglesia, lo que corresponde o no a la Tradición católica.

Tampoco lo es empeñarse en ejercer un episcopado (recibido ilegímamente) de un modo que, de seguir así, contribuirá más bien a la confusión de las almas que a su salvación. No es la Iglesia quien ha de revisar su doctrina; son los obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X quienes han de pensar, muy a fondo, qué tipo de autoridad les asiste.

Guillermo Juan Morado.