29.06.13

 

Hoy he podido seguir una parte de la misa celebrada por el Papa en el Vaticano con motivo de la solemnidad de San Pedro y San Pablo. Me ha llamado la atención que el Credo ha sido cantado de principio a fin por el coro o schola, concretamente según la magnífica versión polifónica que elaboró Giovanni Pierluigi da Palestrina dentro de su Missa Papae Marcelli. Esto me ha traído al pensamiento el cambio que respecto a la tradición de siempre se ha ido introducido sutil pero radicalmente en la liturgia a lo largo de las últimas décadas: la oposición entre el canto popular y el canto del coro o schola a cuenta de la expresión actuosa participatio que aparece repetidamente en la constitución Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II.

Realmente, para alguien acostumbrado a los usos litúrgicos actuales, resultaba novedoso ver al Papa Francisco junto a todos los demás participantes en la celebración recogidos en profundo silencio, sumándose desde lo hondo del corazón a la grandiosa proclamación polifónica del Símbolo niceno-constantinopolitano. ¿Acaso no puede ser calificado esto como actuosa participatio, como una participación consciente, activa y fructuosa?

Seamos claros: según los tópicos vigentes, no. La opinión predominante respecto al papel de la música y el canto en las celebraciones puede resumirse así: el que no canta no participa. Para apoyar tal sofisma se suele traer a colación una frase atribuida a San Agustín: el que canta ora dos veces”. Pero la versión original del famoso adagio es bis orat qui bene cantat, es decir: el que reza dos veces no es “el que canta”, sino el que canta “bien”. Ya se ve que el sentido cambia totalmente. 

Pero hay más: la famosa frase no aparece en las obras conservadas de San Agustín. El pasaje más próximo que suele citarse pertenece al comentario al salmo 72. Como explica muy bien Fr. John Zuhlsdorf (aquí pueden ver su explicación completa, en inglés), el sentido original de la idea agustiniana remite en último término a que tanto la expresión “cantar” como “cantar bien” se refieren más a un acto del corazón que de la laringe. Y este el quid de la cuestión.

En contra de lo que suele creerse, el canto popular no parece haber estado presente en la liturgia cristiana primitiva, al menos en Occidente. San Agustín relata como una novedad debida a circunstancias especiales la incorporación parcial de esta práctica en tiempos de San Ambrosio. El canto litúrgico venía siendo algo similar a la proclamación de la Sagrada Escritura (si no la misma cosa, muchas veces). Por eso corría a cargo de un cantor, es decir, de una persona especialmente capacitada y encargada de cantar, mientras los demás escuchaban en silencio con una participación a la que nadie podría negar la calificación de actuosa

El problema llegó con la separación entre clero celebrante y pueblo asistente que fue acentuándose conforme pasaban los siglos. La lengua latina dejaba de ser usada y comprendida por la mayor parte de los fieles, y se llegó a una desconexión casi total en la que el pueblo permanecía mudo e incapaz de comprender la mayoría de las cosas que sucedían en el altar. La parte musical de la liturgia llegó a repartirse entre celebrante y coro dejando al pueblo en completo silencio. 

Para mejorar este estado de cosas surgió hacia comienzos del siglo XX, dentro del movimiento de restauración de la música litúrgica, un gran deseo de que el pueblo participase cantando en las celebraciones. Este es el origen del canto popular litúrgico de la época moderna, con la difusión de la Misa de Angelis, etc. En este sentido puede decirse que el impulso del Vaticano II a favor del canto popular es la continuación natural del motu proprio Tra le sollecitudini promulgado por San Pío X en 1903 y que catalizó aquel movimiento litúrgico-musical. 

Ahora bien, en el postconcilio se produjo una notable desviación. La introducción del canto popular litúrgico a comienzos del s. XX respetaba toda la riqueza litúrgica. Era norma intocable que ni el canto popular ni el canto del coro podían modificar ni una coma de los textos litúrgicos: ni de los fijos, ni de los propios de cada día cuyo texto era cambiante. Estos últimos (introito, gradual, ofertorio, comunión, etc.) eran cantados por el coro o por algún cantor o pequeño grupo de cantores capaz de ello. En el caso de las misas rezadas, a falta de cantores sonaba la música del órgano mientras los fieles podían leer el texto en su misal. Así, el canto popular en la Misa se centraba en los textos comunes, fáciles de conocer y recordar: Kyries, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus Dei, etc. 

Pero en los años posteriores al Vaticano II fue apareciendo en materia de música litúrgica una normativa bastante ambigua que, unida a los fuertes vientos que soplaban por entonces -de clara tendencia protestante-, propició en la práctica no sólo la omisión de los textos variables del Propio de la Misa, sino también la frecuente alteración de los textos fijos u Ordinario de la Misa. 

Siguiendo esa idea errónea de que la buena participación litúrgica ha de ser  siempre y necesariamente gutural y audible, y ante la imposibilidad obvia que siempre se ha dado, se da y se dará de que todo el mundo pueda cantar en todos los momentos todos los textos propios, se favoreció una copiosa producción de cantos-comodín “de entrada”, “de ofertorio”, “de comunión”, etc., que en la práctica vinieron a arrumbar toda la riqueza de las antífonas del Propio de la Misa. La deformación llegó al extremo de que, en total y abierta oposición a lo establecido por las indicaciones litúrgicas, se suele dar preferencia al canto popular en las partes de la Misa con textos propios y cambiantes (entrada, ofertorio y comunión) sobre las de texto fijo (Ordinario de la Misa), más fáciles de asignar al pueblo sin traicionar la riqueza de los textos .

Ahora bien, el canto que verdaderamente sube a Dios no es el de la garganta sino el del corazón. Y es muy posible que tantos cantos populares con textos anodinos, tópicos, vagos, antropocéntricos, deudores de las modas propias de determinadas circunstancias históricas y sociales, cuando no de dudosa doctrina, no supongan ni fomenten una participación demasiado “actuosa”, “consciente” y “fructuosa”, por muy sonora y audible que pueda llegar a ser (que no suele serlo, dada la cada vez menor afición a cantar que se detecta en la sociedad en general y en las personas que acuden a las celebraciones).

Por el contrario, una participación muchísimo mejor, más activa, consciente y fructuosa puede consistir en sumarse silenciosamente, desde el corazón, al canto de un coro que proclame bien musicalizados los textos recios y sustanciosos que la liturgia tiene dispuestos para cada momento. O que, cuando no hay nadie que los pueda cantar, se fomente y facilite su meditación pausada mientras la música del órgano, libre de texto alternativo que estorbe al entendimiento, viene en auxilio del alma para ello. En este sentido me llama la atención que algunos sacerdotes, puestos a elegir un organista para su parroquia, prefieren al que no sabe apenas tocar pero sí entonar al micrófono las canciones habituales, frente al que quizá no tiene tanta habilidad con su voz pero sí podría aportar un buen hacer musical a la celebración. Esto no hace sino ahondar en el error que vengo tratando en estas líneas.

En fin, el comienzo de este artículo era ciertamente provocador, puesto que el Credo (“yo creo”) es una de las partes de la Misa en las que más sentido tiene la participación  clara y audible de todos con el canto. Sin embargo, el modo en que se ha proclamado la fe hoy, solemnidad de San Pedro, a quien se prometió que su fe no desfallecería pese a ser cribada como trigo, y que recibió el encargo de confirmar en la fe a sus hermanos, sobre su tumba y bajo la presidencia de su sucesor, puede despejar no poco la reflexión sobre la verdadera dimensión musical de la sciens, actuosa et fructuosa participatio.