4.07.13

«¡La Iglesia a sus sacristías!»

A las 8:00 AM, por Germán
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«La corrupción no es un acto, sino un estado personal y social en el que uno se acostumbra a vivir». Estas palabras tan vigentes en la sociedad actual las escribió el propio Papa Francisco cuando todavía era arzobispo de Buenos Aires.

Y recientemente el Santo Padre reflexionó así:

«Judas empezó, de pecador avaro terminó en la corrupción. El camino de la autonomía es un camino peligroso: los corruptos son grandes desmemoriados, han olvidado este amor, con el cual el Señor ha plantado la viña, ¡los ha hecho a ellos!».

Los corruptos, dijo el Papa,

«¡han cortado la relación con este amor! Y ellos se convierten en adoradores de sí mismos. ¡Cuánto daño han causado los corruptos en las comunidades cristianas! Que el Señor nos libre de resbalar en este camino de la corrupción».

Lo mismo podríamos afirmar de muchos de nuestros países, la corrupción está generalizada, el vicio acampa por nuestras ciudades, la institución familiar se descompone rápidamente, la niñez es carne de prostitución, los negocios fraudulentos forman el tejido económico, la justicia ejercida en los tribunales deja todo que desear, nuestra sociedad está moralmente enferma.

¿Y que la Iglesia se meta en sus sacristías? Eso es lo que anhelan los corruptos.

A los obispos colombianos, les dijo Juan Pablo II:

«Si los países se hallan en descomposición, allá debe presentar la Iglesia los verdaderos remedios ofrecidos por Jesús, la Iglesia ha de estar presente en un periodo en que decaen y mueren viejas formas, según las cuales el hombre había hecho sus opciones y organizado su estilo de vida, y ha de inspirar las corrientes culturales que están por nacer en este camino (…). No podemos llegar tarde con el anuncio liberador de Jesucristo a una sociedad que se debate en un momento dramático y apasionante entre profundas necesidades y enormes esperanzas. Se trata de una coyuntura socio-cultural que se presenta como una ocasión privilegiada para seguir encarnando los valores cristianos en la vida de un pueblo, e impregnar todos los ambientes con el anuncio de una salvación integral. Ningún aspecto, situación o realidad humana puede permanecer fuera de la misión evangelizadora».

Quien examine la actuación pública de la Iglesia, observará que está activamente presente en las reuniones de las Naciones Unidas, en las asambleas mundiales sobre la mujer, sobre el obrero o sobre el inmigrante, ofreciendo su clara opinión.

Ya en 1891 que León XIII en su encíclica Rerum Novaron, expuso la sociología más avanzada, produciendo una inquietud punzante en los propietarios y latifundistas que abusaban del obrero, señalando las líneas maestras de un arreglo de la detonante cuestión obrera equivocadamente señalada como lucha de clases.

Los Papas siguientes han revelado las injusticias sociales, con toda clase de pelos y signos y han pretendido señalar claras soluciones en las encíclicas que denuncian los abusos que emanan de todas partes, de los empresarios, de los políticos, de los obreros y de los vagos, hasta la mágica encíclica de Juan Pablo II sobre el valor y la calidad del trabajo humano del 14 de septiembre de 1981, que nos regala esta breve y sustanciosa afirmación:

«El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales, vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo» (Gaudium et spes, 35).

La Iglesia en todo momento debe ser el Buen Pastor para todos: empresarios, políticos, obreros, hombres y mujeres, ricos y pobres.