7.07.13

 

Una periodista y un portero de fútbol españoles están esperando su primer hijo. Bonita noticia, sin duda. Un nuevo ser está ya en este mundo, esperando a crecer cómodamente en el seno de su madre hasta que llegue el día en que pueda ver la luz. El caso es que tanto su madre como su padre llevan viviendo unos cuantos años juntos pero han decidido que eso de casarse no va, al menos por ahora, con ellos.

Según se puede leer en un periódico de difusión nacional en España, la periodista llevaba un tiempo comentando a su círculo más cercano que no le parecía mal la idea de ser madre sin estar casada: “Esta de moda en la sociedad de hoy en día tener hijos sin que las parejas estén previamente casadas“, afirma.

Y ciertamente, en esta sociedad paganizada y apóstata, que ha renunciado mayoritariamente a las raíces cristianas de sus antepasados -y no me refiero a los de hace varias generaciones sino incluso a los que todavía viven-, lo de tener hijos sin casarse es “lo más normal del mundo“.

Algunos, mayormente católicos, pensamos que es cosa buena que los niños nazcan en familias asentadas, con unos padres unidos con la sana intención de no separarse hasta que la muerte les separe. Lo creemos no solo porque nuestro Señor Jesucristo reveló que esa, y no otra, es la voluntad de Dios. Pero además lo creemos porque nos parece lo mejor precisamente para esos pequeños, que son siempre las únicas víctimas realmente inocentes en caso de separación de sus progenitores. Con esto no digo que dichos progenitores, sea uno o el otro, no lleguen a ser víctimas igual de inocentes. Al fin y al cabo, la ley de divorcio en España no es otra cosa que una ley de repudio, en la cual uno de los cónyuges puede decidir dejar al otro simplemente porque le da la gana.

La ley mosaica permitía al marido repudiar a la mujer y casarse con otra. En tiempos de Cristo, había dos escuelas farisaicas de interpretación de dicha ley. Una permitía a los hombres dejar a sus esposas por algo tan simple como el no estar de acuerdo con la forma que tenían de cocinar. La otra era más restrictiva, pero finalmente se dejaba siempre la decisión en manos del “cabeza” de familia. Lo que hizo Jesucristo no fue dar a la mujer la potestad de hacer lo mismo sino quitar al hombre esa posibilidad. A los apóstoles les dijo que el divorcio se había permitido “por la dureza de vuestros corazones", pero “en el principio no era así".

Sin embargo, el verdadero drama espiritual no consiste en que los que no conocen los caminos del Señor opten por vivir así. El problema está cuando quienes son católicos viven como si no lo fueran y siguen ese camino de perdición, una de cuyas características es vivir en fornicación -manteniendo relaciones sexuales fuera del matrimonio- o en adulterio -casándose, divorciándose y volviéndose a casar-.

Enseña el apóstol San Pablo:

Fortificad, pues, vuestros miembros terrenos, la fornicación, la impureza, la liviandad, la concupiscencia y la avaricia, que es una especie de idolatría, por las cuales viene la cólera de Dios, y en las que también vosotros anduvisteis un tiempo, cuando vivíais en ellos. ero ahora deponed también todas estas cosas…
Col 3,5-8a

Y luego añade:

Vosotros, pues, como elegidos de Dios, santos amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros.
Col 3,12-12

Es prácticamente imposible que en la vida de un matrimonio no haya ocasiones en que el hombre y la mujer tengan que soportarse y perdonarse mutuamente. Salvo en los casos en que su grado de santidad ha alcanzado un grado superior a lo habitual, siempre habrá momentos en que uno le falle al otro y viceversa. Y no hablo solo de infidelidad sexual -que también se puede dar- sino de faltar al cónyuge en cosas tan tangibles como el cariño, la preocupación por su bien, la falta de apoyo cuando le hace falta, el comportamiento irritable, etc.

Los impíos difícilmente soportan las crisis matrimoniales. Y los cristianos solo pueden superarlas por la gracia de Dios. Los primeros muchas veces ni lo intentan. Los segundos están llamados a mantenerse unidos a pesar de que la crisis perdure en el tiempo. Y si son capaces de perseverar en la fidelidad, el mismo Señor que les mantiene unidos les dará la oportunidad de volver quererse como en el principio de su relación o incluso más.

Los padres católicos deben inculcar en sus hijos la necesidad de seguir su ejemplo cuando crezcan y quieran formar una familia. San Pablo nos pide que nos unamos en yugo desigual con los incrédulos (2ª Cor 6,14). En el caso de un joven cristiano, es preferible esperar a ennoviarse con otro cristiano que hacerlo con aquellos que no ven el matrimonio bajo la luz del evangelio. No es imposible que el matrimonio entre un creyente y un incrédulo tenga “éxito". Pero sin duda es más difícil y, dada la imposibilidad de volverse a casar, puede convertirse en motivo de fracaso existencial para el creyente. O, lo que es peor, causa de vivir en pecado mortal.

Por último, sería deseable que a los que no creen en el evangelio -incluso aunque estén bautizados- se les recomiende vivamente no acudir a la Iglesia para casarse. Más que nada porque difícilmente puede haber sacramento del matrimonio si los contrayentes no se unen conforme a la voluntad de Dios. Además la Iglesia no está para proporcionar una ceremonia vistosa, sino para ser testigo y canal de la gracia que Dios da a quienes quieren vivir siguiendo sus mandatos.

Luis Fernando Pérez Bustamante