20.07.13

 

Tengo la impresión de que es un sacramento medio en desuso. Rarísima vez me llaman para administrar la unción a un enfermo. No digamos eso de las urgencias nocturnas. Nada. Pienso que parte, sobre todo en grandes ciudades, se debe a que la gran mayoría de las defunciones se producen en centros hospitalarios y son los capellanes de hospital los que atienden a los enfermos en esos momentos. Pero también influye el rechazo de la familia para que el enfermo “no se asuste”. Seguimos con la idea de que si un enfermo grave ve a un sacerdote se llevará el susto de su vida.

Mi experiencia de años es otra. Vamos a ello.

Ante todo recordar lo que es este sacramento: “sacramento que alivia el alma y el cuerpo del cristiano gravemente enfermo” y sus efectos: “aumenta la gracia santificante; perdona los pecados veniales y aun los mortales, si el enfermo está arrepentido y no ha podido confesarse; le da fuerzas para resistir las tentaciones y soportar los sufrimientos de la enfermedad; y le concede la salud del cuerpo si le conviene”.

Privar a un enfermo de este sacramento es privarle del alivio de Dios y de su gracia para poder vivir su enfermedad con serenidad y confianza. Es privarle además de una fuerza especial para recobrar la salud. Todos los sacerdotes conocemos ejemplos de enfermos que tras recibir la unción mejoraron y hasta curaron.

No conozco un solo enfermo que ante la presencia del sacerdote no haya sentido alivio y gratitud. Incluso los que aparentemente uno hubiera supuesto más reacios, alejados de la Iglesia, indiferentes. Todo lo contrario. Es ver al sacerdote y sentir conformidad, paz de espíritu, serenidad en el dolor, aceptación de la voluntad de Dios. Incluso recuerdo un enfermo que al ver aparecer al sacerdote dijo a su familia: “menos mal, creía que nadie me lo iba a traer”.

Nos pensamos que el enfermo es tonto y no es consciente de su situación. Lo que suele darse en la familia es un disimulo mutuo con la pretensión de no hacerse daño. La familia te dice que está muy grave, pero que él no lo sabe, y el enfermo reconoce que ha llegado al final pero prefiere callar para que no sufran sus parientes. El caso es que estamos privando a una persona, al final de sus días, de los auxilios que la iglesia le ofrece en nombre de Cristo para enfrentarse al trance final. Y el caso es que lo hacemos pensando que es un bien y sustentados con esa creencia de que Dios siempre salva, aunque hay que reconocer que en ocasiones se lo ponemos difícil.

Hace poco hablaba con un sacerdote muy amigo sobre esto. Le dije: mira, si me pongo enfermo, tengo dicho que te avisen. A mí no me dejes sin la unción y los demás sacramentos, ni se te ocurra, que yo no me asustaré de nada.

Avisen al sacerdote si hay un enfermo, más si la situación es delicada. No tengan miedo, que no pasa nada. Al revés, el enfermo lo agradece, se verá confortado por el Señor, afrontará el final como buen cristiano y ustedes quedarán tranquilos de haber hecho lo que tenían que hacer.

ANÉCDOTA FINAL:
Pequeño pueblo de la Castilla profunda. Avisado por la familia, llega a casa el sacerdote dispuesto a administrar los sacramentos a un enfermo. Llega como se hacía hace muchos años: revestido de sobrepelliz, estola y capa pluvial, y acompañado por un monaguillo que va tocando la campanilla. Me contaba el mismo sacerdote que al llegar a la habitación del enfermo este abre un ojo, ve la escena y exclama:
- María, trae el jarro, vamos a echar la última que aquí se ha “jodío” un hombre.

Como me lo contó el sacerdote, lo cuento.