23.07.13

A vueltas con la música marchosa

A las 8:01 PM, por Raúl del Toro
Categorías : General

 

Estos días, con ocasión de la JMJ que se va a celebrar en Río de Janeiro, el tema de la música relacionada con las celebraciones de la Iglesia está de actualidad. Es conocida la gran afición de los brasileños por el baile, así como los intentos de evangelización que se están dando en Iberoamérica y en otros lugares tomando pie en este aspecto. Suele afirmarse muy apresuradamente que el supuesto éxito “evangelizador” que diversas corrientes protestantes están teniendo en Iberoamérica tiene que ver con que utilizan música marchosa. En consecuencia, desde ciertos sectores de la Iglesia Católica se viene proponiendo seguir la misma estrategia. 

Ante todo, me parece imprescindible distinguir dos ámbitos: por una parte el de la música de la liturgia, y por otro el de la música empleada en otro tipo de actividades. 

Sobre el estilo de música empleado en este segundo grupo de actividades extralitúrgicas poco hay que decir. A menos que nos introdujéramos en la reflexión sobre los derroteros culturales, estéticos y musicales en que se ha acabado metiendo la cultura de masas del Occidente rico y obsesionado freudianamente con rechazar su origen cristiano. Pero esta es otra cuestión.

A mi juicio la cuestión más importante está en la música empleada en la liturgia, denominada tradicionalmente Música sacra o música sagrada. 

Deseo centrarme ahora en el estilo de la música. La cuestión es muy amplia, y lógicamente no hay  posibilidad de trazar aquí siquiera un bosquejo panorámico. Así que dejaremos fuera aspectos como el de la calidad técnica/artística debida, las implicaciones “antropológicas” que un estilo u otro tienen en “la parte humana” de la oración, etc.

Yo quisiera llamar la atención sobre la tradición. Quizá para los grupos pentecostales citados esta palabra no tenga demasiado valor, pero para la Iglesia sí lo tiene, y mucho: remite al modo en que la acción del Espíritu Santo, prometida a la Iglesia por Jesucristo, se ha ido materializando en la realidad concreta a través de los siglos, dando lugar a un crecimiento orgánico, armónico y sin más contradicciones que los errores y rectificaciones propios de los hombres.

A continuación voy a mostrar a los lectores una selección de textos magisteriales relativos a la música litúrgica desde el siglo IV hasta la segunda mitad del siglo XX. En ellos vamos a ver cómo la enseñanza ha sido siempre la misma: la música empleada en el culto debe ser estar libre de cualquier característica que vaya en menoscabo de la sacralidad de la liturgia, y por ello la exigencia concreta siempre ha sido rechazar las características de estilo que en cada momento han supuesto una  evocación obvia a lo profano.

San Jerónimo (s. IV-V), en sus Comentarios a la Epístola a los Efesios ya establece una clara distinción entre el ámbito sacro y el profano. Al comentar la expresión paulina cantad y tocad con toda el alma para el Señor (Ef. 5, 19) avisa reciamente:

Que oigan esto los jóvenes, los que tienen en la iglesia la función de cantar: que no se debe cantar con la voz, sino con el corazón; ni suavizar la garganta y la boca con dulces medicinas como se hace en los teatros, de modo que en la iglesia se escuchen melodías y cantos  teatrales (…) (libro III, capítulo 5)

La sesión 22 del Concilio de Trento (1562), en su Decreto sobre lo que se ha de observar y evitar en la celebración de la Santa Misa establece:

Aparten también de sus iglesias aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el canto se mezclan cosas impuras y lascivas. 

Este mandato se tradujo en el abandono de la costumbre que habían adoptado los compositores de incluir melodías populares profanas en las composiciones polifónicas religiosas. También se rechazó que en el órgano sonaran ecos de las danzas populares por aquel entonces (pavanas, gallardas, etc.)

Benedicto XIVAnnus qui hunc (1749):

La tercera cosa sobre la cual Nos debemos advertir es que el “canto musical" (llamado así para diferenciarlo del gregoriano), que actualmente se ha introducido en las iglesias y que, comúnmente, es acompañado por las armonías del órgano y de otros instrumentos, debe ser realizado de modo que no resulte profano, mundano ni teatral. (Nº 3)

San Pío X, Tra le sollecitudini (1903):

(La música sacra) debe ser santa y, por lo tanto, excluir todo lo profano, y no sólo en sí misma, sino en el modo con que la interpreten los mismos cantantes. (Nº 2)

El canto gregoriano fue tenido siempre como acabado modelo de música religiosa, pudiendo formularse con toda razón esta ley general: una composición religiosa será más sagrada y litúrgica cuanto más se acerque en aire, inspiración y sabor a la melodía gregoriana, y será tanto menos digna del templo cuanto diste más de este modelo soberano. (Nº 3)

Como la música moderna es principalmente profana, deberá cuidarse con mayor esmero que las composiciones musicales de estilo moderno que se admitan en las iglesias no contengan cosa ninguna profana ni ofrezcan reminiscencias de motivos teatrales, y no estén compuestas tampoco en su forma externa imitando la factura de las composiciones profanas. (Nº 5)

Pío XI, Divini Cultus (1928):

(…) No podemos dejar de lamentarnos de que, así como acontecía en otros tiempos con géneros de música que la Iglesia con razón reprobó, así también hoy se intente con modernísimas formas volver a introducir en el templo el espíritu de disipación y de mundanidad. Si tales formas comenzasen nuevamente a infiltrarse, la Iglesia no tardaría un punto en condenarlas. (Nº 19). 

Pío XII, Mediator Dei (1947):

En todas las cosas de la liturgia deben resplandecer, sobre todo, esos tres ornamentos de que nos habla nuestro predecesor Pío X, a saber: la santidad, que libra de toda influencia profana; la nobleza de las imágenes y de las formas, a la que sirven todas las artes verdaderas y mejores; y, por último, la universalidad, la cual, conservando las legítimas costumbres y los legítimos usos regionales, expresa la católica unidad de la Iglesia. (nº 231)

No obstante, no se puede afirmar que la música y el canto modernos deban ser excluidos por completo del culto católico. Antes bien, si no tiene nada de profano o de inconveniente, para la santidad del lugar y de la acción sagrada, ni derivan de una vana búsqueda de efectos extraordinarios e insólitos, es necesario, ciertamente, abrirles la puerta de nuestras Iglesias (…) (Nº 237)

Pío XII, Musicae Sacrae (1955):

El progreso de este arte musical, a la par que demuestra claramente cuánto se ha preocupado la Iglesia de hacer cada vez más espléndido y grato al pueblo cristiano el culto divino, explica también, por otra parte, cómo en más de una ocasión la Iglesia misma ha tenido que impedir se pasaran los justos límites y que, al compás del verdadero progreso, se infiltrase en la música sagrada, depravándola, lo que era profano y ajeno al culto divino. (Nº 3)

La música debe ser santa. Que nada admita —ni permita ni insinúe en las melodías con que es presentada— que sepa a profano. (Nº 13)

Entre los instrumentos a los que se les da entrada en las iglesias ocupa con razón el primer puesto el órgano, que tan particularmente se acomoda a los cánticos y ritos sagrados (…). Pero, además del órgano, hay otros instrumentos que pueden ayudar eficazmente a conseguir el elevado fin de la música sagrada, con tal que nada tengan de profano, estridente o estrepitoso que desdiga de la función sagrada o de la seriedad del lugar. (Nº 18)

Pío XII reconoce que las indicaciones de este documento no podrán ser aplicadas exactamente en aquellos lugares donde el catolicismo apenas tiene implantación. Por eso propone que 

dichos pueblos puedan oponer a sus cánticos religiosos, no raras veces admirados aun por las naciones civilizadas, otros semejantes himnos sagrados cristianos (Nº 21) 

Es decir, no acepta que se renuncie a la sacralidad de la música como “estrategia” evangelizadora, sino que pretende que se conecte con lo que ya hay de sagrado en los pueblos evangelizados. En ningún caso adoptar el estilo musical profano como medio “pedagógico”.

Esta ha sido la enseñanza continua de la Iglesia a propósito de la música litúrgica. Y es desde esta perspectiva desde donde hay que leer y entender lo que afirmó el Concilio Vaticano II en 1963, sólo ocho años después de la Musicae Sacrae de Pío XII. De hecho, las indicaciones que la Sacrosanctum Concilium establece a propósito de la música sacra son introducidas con estas palabras:

Por tanto, el sacrosanto Concilio, manteniendo las normas y preceptos de la tradición y disciplinas eclesiásticas y atendiendo a la finalidad de la música sacra, que es gloria de Dios y la santificación de los fieles, establece lo siguiente (…) (Sacrosanctum Concilium 112).

¿Cuáles son esas “normas y preceptos de la tradición"? Lo hemos visto claramente. Desde el principio, de modo constante e ininterrumpido, la enseñanza de la Iglesia ha sido siempre la misma: la música en el culto debe estar desprovista en su estilo de cualquier elemento que recuerde el mundo profano. 

Hay que aclarar que esto no supone ningún menosprecio de la música profana. Las sinfonías de Haydn, Mozart o Beethoven, los lieder de Schubert o las piezas para piano de Chopin son música profana, y nadie en su sano juicio y con un mínimo de sensibilidad musical se atrevería a negarles su categoría de frutos exquisitos del espíritu humano. Pero su sitio, claramente, no son las celebraciones litúrgicas, y nadie pretende que lo sean. 

Pues bien, la música marchosa que pretende reivindicarse para la “nueva liturgia” católica que “puede solucionar” definitivamente los problemas de comunicación de la Iglesia con el mundo moderno es una copia exacta del estilo que a día de hoy se escucha en bares, discotecas, programas de televisión, etc. ¿Hay algo que evoque más genuinamente lo profano de nuestro tiempo? ¿Alguien encuentra la manera de congeniar esta música con la doctrina católica de siempre sobre la sacralidad de la liturgia y el estilo musical debido en ella?

Me consta que son muchísimas las personas, aun sin formación musical, que de modo puramente instintivo sienten un íntimo rechazo a que lo sagrado de la liturgia quede desvanecido por el retumbar de melodías y ritmos que para cualquier persona, al menos en Occidente, evocan realidades muy distintas de lo que en ella está ocurriendo. 

Por el contrario, tengo la impresión de que aquellos que defienden la mundanización del estilo musical litúrgico lo hacen principalmente como un medio -ellos creen que eficaz- para un fin posterior: que asista más gente, que la gente “no se aburra”, etc. Lo cual supone un planteamiento más que discutible: convertir en mero instrumento terrenal algo tan inmenso e inabarcable como la asociación asombrosa y asombrada de los hombres a la liturgia que se celebra en el cielo. Y esta es la razón última de que la Iglesia haya luchado siempre por preservar lo sagrado en su música. 

Por lo tanto, el problema de que a alguien le aburra el gregoriano o cualquier otro tipo de buena música sacra en la liturgia no es la música en sí misma, sino su posible incomprensión, o defectuosa comprensión, de qué es en realidad la celebración litúrgica, de qué está ocurriendo realmente en ella y a través de ella.

En fin, hace poco más de un siglo San Pío X lo explicaba con unas palabras que no han perdido actualidad:

Y en verdad, sea por la naturaleza de este arte, de suyo fluctuante y variable, o por la sucesiva alteración del gusto y las costumbres en el transcurso del tiempo, o por la influencia que ejerce el arte profano y teatral en el sagrado, o por el placer que directamente produce la música y que no siempre puede contenerse fácilmente dentro de los justos límites, o, en último término, por los muchos prejuicios que en esta materia insensiblemente penetran y luego tenazmente arraigan hasta en el ánimo de personas autorizadas y pías; el hecho es que se observa una tendencia pertinaz a apartarla de la recta norma, señalada por el fin con que el arte fue admitido al servicio del culto y expresada con bastante claridad en los cánones eclesiásticos, los decretos de los concilios generales y provinciales y las repetidas resoluciones de las Sagradas Congregaciones romanas y de los sumos pontífices, nuestros predecesores. (Tra le sollecitudini, 1903)