25.07.13

Dolor, sólo dolor

A las 11:31 AM, por Luis Fernando
Categorías : Actualidad

 

Cada vez que hay un accidente o un atentado que causa un número considerable de víctimas, todo el mundo se conmueve. A pesar de que todos los días muere mucha gente en la carretera o en incidentes laborales o caseros, la acumulación de fallecidos en un solo suceso eleva a la enésima potencia la repercusión mediática y social.

Aun así, salvo aquellos que se dedican a atender a las víctimas, casi todo el mundo contempla lo ocurrido desde su pantalla de televisión o de ordenador. Por desgracia, yo he tenido oportunidad de saber lo que se siente desde la condición de víctima, ya que mi padre iba en el avión que arrasó la ladera del monte Oíz (Vizcaya), el 19 de febrero de 1985. Me acuerdo que tenía la sensación de estar en medio de una película de terror, como si la realidad no fuera la que era.

En el caso de mi padre, no había posibilidad alguna de que alguien hubiera sobrevivido, así que asumí pronto que no volvería a verle. Tras la confusión inicial, llega el dolor. Un dolor que no tiene explicación, que te llega sin que nadie te haya preparado para afrontarlo. En los primeros días, estás tan rodeado de gente que intenta ayudarte, que no te da apenas tiempo a enfrentarte a lo que ha sucedido. Pero pronto llega el silencio. Y entonces quedas tú y la pena. Tú y el dolor. Tú y la cruz. Si tienes la suerte de tener fe, puedes agarrarte a ella, pero ni siquiera la fe te evita la sensación de que tu vida se ha partido en dos y ya nunca será igual.

A quienes hemos pasado por estas circunstancias nos resulta fácil ponernos en el lugar de quienes ayer han perdido un ser querido en el tren que estaba a punto de llegar a Santiago de Compostela procedente de Madrid. Sabemos que ahora viven en una especie de nube, en una pesadilla de la que querrían despertar. Toda muestra de cariño es poca. Toda palabra de consuelo parece irse por el sumidero del alma. Y sin embargo, es necesario que les rodeemos, que les hagamos ver que no están solos, que sus lágrimas son nuestras lágrimas, que su pena es nuestra pena.

Como cristianos sabemos que esta vida no es el final. Es imprescindible que pidamos al Señor por las almas de todos los fallecidos. Sólo Él sabe cuántos estaban en gracia en el momento de su muerte. Pero podemos rogarle que concediera un último instante de lucidez a quienes estaban alejados de la fe para que pudieran arrepentirse y así ser salvos. Dios toma en cuenta con anticipación las oraciones que sabe que le vamos a hacer. No dejemos, pues, de rezar por los que ya han dejado esta vida. Y, por supuesto, debemos rogarle para que se haga presente en aquellos que lloran a sus seres queridos. La Iglesia es hoy la mensajera del consuelo del Señor para ellos.

Acabo con dos últimas reflexiones. Entiendo que los medios de comunicación han de hacer su trabajo. Pero deben saber que la proliferación de las imágenes de estos accidentes no ayuda precisamente a las familias que los sufren. Deberían autolimitarse lo más posible. Ya sabemos todos que los vagones de los trenes han quedado muy mal. Pero no tenemos necesidad alguna de ver los muertos tirados por el suelo.

Y por último, destacar la avalancha de fraternidad del pueblo gallego, que ayer se volcó en masa para ir a donar sangre para los heridos. A veces parece que es necesario que ocurran desgracias para constatar que la luz de Cristo ilumina el corazón de las personas y estas responden con un sí a la llamada del samaritano que está tirado en la cuneta esperando que alguien le eche una mano. Es decir, incluso en medio de la muerte, la vida resplandece. En medio del dolor, el amor triunfa. En medio de la desgracia, surge la esperanza que nos hace pensar que no todo está perdido en esta sociedad.

Luis Fernando Pérez Bustamante