2.08.13

 

Si hay un término que este Papa está usando continuamente es el de “periferias existenciales”. En la última vigilia de Pentecostés, lo explicó así: “Una Iglesia cerrada es una Iglesia enferma. La Iglesia debe salir de sí misma. ¿Adónde? Hacia las periferias existenciales, cualesquiera que sean, pero salir“.

Ese “cualesquiera que sean” no aclara mucho a qué se refiere el Papa al hablar de dichas periferias, pero si vemos lo que él mismo ha hecho en los pocos meses que dura su pontificado, nos podemos hacer una idea de qué es lo que quiere. Desde que accedió a la Cátedra de Pedro le hemos visto acercarse a los presos, a los enfermos, a los inmigrantes (su viaje a Lampedusa es ya un icono), a los jóvenes, etc.

Ahora bien, lo que dice el Santo Padre no es una novedad. Desde que Cristo mandó a los apóstoles a predicar el evangelio y hacer discípulos en todas las naciones, es evidente que la Iglesia está llamada a salir de sí misma y recorrer el mundo entero. La Iglesia es Madre que cuida los hijos que Dios la ha encomendado pero no puede conformarse con atender a sus fieles. Ha de salir al encuentro de los que viven fuera de sus atrios. ¿Nos imaginamos lo que habría ocurrido si esa primera iglesia en Jerusalén se hubiera quedado “en casa"?

Por otra parte, la Iglesia que sale fuera de sí misma para llevar a Cristo, se suele encontrar con el propio Cristo en esas periferias. En el evangelio de Mateo el Señor nos dice “tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; peregriné, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme” (Mat. 25,35-36). La Iglesia que no se queda en casa, acaba siendo tanto evangelizadora como evangelizada. Tenemos a Cristo con nosotros, pero, permítaseme la expresión, hay “mucho Cristo” ahí fuera esperando que vayamos a encontrarnos con él.

Salir a las periferias no significa descuidar lo que tenemos en casa. Francisco ha insistido mucho en la necesidad de llevar una vida sacramental adecuada. Es más, difícilmente podremos hacer bien la labor apostólica fuera si no aprendemos a vivir la fe dentro. La labor apostólica de la Iglesia puede tener elementos parecidos al del asistencialismo propio de las ONGs, pero va mucho más allá. Nosotros no solo llevamos el pan nuestro de cada día, que alimenta el cuerpo, sino el pan que descendió del cielo, que no es otro que el cuerpo y la sangre de Cristo, que nos dan la vida eterna. Los pobres necesitan el evangelio tanto o más que la solución a su pobreza. Como dice el libro de Santiago, la fe sin obras está muerta, pero como también dice el libro de Hebreos sin fe es imposible agradar a Dios, que es galardonador de los que le buscan.

Dada la secularización de la sociedad en la que vivimos, el mero hecho de salir de nuestras parroquias, como pide el Papa, ya sirve para encontrarnos en esas periferias existenciales. La parroquia no puede convertirse en una mera posada a la que acudir para alimentarse o descansar, o en el hospital al que vamos cuando necesitamos sanar el alma. La parroquia ha de ser una comunidad viva, que ilumine todo lo que la rodea, que sale a pescar peces en las aguas que la rodean. Los peces no saltan del agua a la barca. Hay que tender las redes. La barca de Pedro no es una embarcación de recreo sino una nave de pescadores de hombres. Eso ha de ser cada parroquia.

Alguno dirá: “es que no sabemos cómo se hace porque llevamos muchas décadas, o incluso toda la vida, sin hacerlo". Pues bien, los apóstoles no tenían un manual sobre como evangelizar y sin embargo, evangelizaron. Tuvieron mucho éxito por la sencilla razón de que contaban con la asistencia del Espíritu Santo, que es el único que nos da la capacidad para obrar conforme a la voluntad de Dios. Hoy contamos también con su asistencia, así que no tenemos excusa. El “no sabemos” ha de cambiarse por el “contigo, Señor, podemos”. Y además, veinte siglos de historia nos preceden con claros ejemplos de hombres y mujeres que han entregado sus vidas a la tarea de evangelizar de palabra y de obra. Sigamos sus pasos.

Luis Fernando Pérez Bustamante