13.08.13

El falso mártir

A las 8:00 AM, por Germán
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Existe una afición muy extendida y que quizás tenga relación con todas las personas, y es el echar la culpa de sus males a los demás.

Recuerdo el chiste:

“Se encuentran dos amigos, uno soltero y otro recién casado. El soltero afirma:

-       De soltero siempre anda uno sucio y roto.

-       También de casado, responde el amigo. Mírame a mí, que estoy tan sucio y roto como tú, y eso que estoy casado.

-       Es verdad, pero al menos tú tienes desde ahora a quién echar la culpa: a tu mujer”.

Eso es todo: tener un macho cabrío sobre el que depositar las propias faltas. No querer admitir que es uno mismo, con su pereza y su torpeza, el principal artífice de sus propias miserias y calamidades.

Jesús ha sido tajante: cada uno recibirá el premio de todas sus buenas acciones o el castigo de todas sus malas acciones. Cada uno dará cuenta de todas las suyas, pero sólo de las suyas. Allá sí que nadie tendrá que hallar el macho cabrío que cargue con sus culpas, porque Dios le pondrá ante los ojos toda su culpabilidad.

 “Tenemos la costumbre de echar la culpa a los demás de nuestras reacciones emocionales. He oído muchas veces esta queja: “Este hijo me saca de quicio”. No, el que abre la puerta es usted, aunque su hijo es el que la golpea. Su hijo puede que se porte mal, pero usted es la que se pone brava. Las acciones pueden ser de su vecino o de su jefe, pero los sentimientos son suyos” (Jesús Arina, Psy. D., Apuntes de vida y fe).

Se acaban la paz y la armonía de las familias muchas veces, por echar la culpa a los demás, a las circunstancias externas, dificultades del ambiente, la carencia de recursos y medios, y hasta a las incompatibilidades de carácter.

Así pasan muchos la vida, gloriándose de sus buenas obras como si fueran de su exclusiva realización, y echando a los demás las causas de sus fracasos. Una ceguera que impide que el individuo se conozca como es, con sus buenas y con sus malas inclinaciones; un sujeto que vive triunfal porque verificó algo bueno y atribuye a la malicia de los demás todo su mal ejecutar.

¿Cómo va a mejorar este individuo doblemente ciego?

Quien trate con asiduidad a los adictos e incluso a los mendigos, observará que la mayoría de ellos culpa a la sociedad, a su familia, a sus amigos, a algún profesor, de la miserable situación en que se halla. Huye de atribuirse a sí mismo, siquiera parte de su fracaso. Y, al no querer admitir su propia intervención en su pavorosa situación, sigue lo mismo o peor, porque no quiere ni puede desear un cambio que podía partir de su voluntad, de su esfuerzo.

En el fondo hay un auto-resentimiento desviado hacia su esposa, su jefe, su hijo, y al sentirse rechazados por Dios, su familia o los amigos, desarrolla unaautocompasión, “pobrecito yo”. Es tan fácil caer en el pobre de mí, nadie tiene mis problemas, nadie sufre como yo. Es que, cuando una persona se centra sólo en sí misma, sólo puede ver su propia condición, y la autocompasión entonces, se convierte en una barrera para la gracia. La autocompasión, se convierte en una carga cuando la persona cae en el hábito de comparar su condición con la de los demás. Si en lugar de ello, se concretara a concentrarse en lo que debe hacer en la vida, la autocompasión acabará por desaparecer.

Muchos dejan de asistir a la Misa por el mal ejemplo de tal o cual persona y acaban por creer que Dios es algo superfluo en su existencia. Echar la culpa a los demás de los errores propios no los soluciona.

El orgullo tiene mucho que ver con esa forma de ser. Es el orgullo el que nos dice que somos mucho mejores de lo que podemos en realidad y se niega a aceptar que podamos tener defectos. Es el orgullo lo que nos impide enfrentarnos a la realidad de nuestras debilidades, flaquezas e infidelidades.

En lugar de culpar a los demás buscando chivos expiatorios, de auto-compadecerse, o auto-justificarse, sería muy conveniente que aprendiéramos a calibrar lo que de bueno debemos a los demás. Sobre todo, a Cristo.

¡Si tomásemos a Jesús como modelo de vida! “Tener a Jesús como modelo, tener a Cristo por ejemplo, a Jesús por compañero, a Cristo por testigo. Jesús tu amigo, Jesús tu médico, tu padre, tu esposo. Por eso cargó con su cruz incomparablemente más pesada que la tuya para ser tu fortaleza, para ser tu aliento, para ser tu alivio. Con Cristo, ¿quién teme? Con Cristo ¿quién no se alienta? Con Cristo, ¿quién no confía? ¿No es Él, el que dice que conoce a cada una de sus ovejas y nadie podrá arrancarlas de sus manos?”

Aprendamos lo mucho que debemos a Dios y a los hombres. Y no seamos de aquellos que atribuimos a los demás nuestras propias debilidades y las consecuencias de nuestros exclusivos vicios.