19.08.13

Serie oraciones -invocaciones La atracción del Señor

A las 12:02 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Serie oraciones-invocaciones

Panecillos de meditación

Llama el Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, “panecillos de meditación” (En “Las golondrinas nunca saben la hora”) a los pequeños momentos que nos pueden servir para ahondar en determinada realidad. Un, a modo, de alimento espiritual del que podemos servirnos.

Panecillo de hoy:

Dirigirse a Dios es un privilegio que sólo tienen aquellos que creen en el Todopoderoso. Debemos hacer, por tanto, uso de tal instrumento espiritual siempre que seamos capaces de darnos cuenta de lo que supone.

Y, ahora, el artículo de hoy.

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – La atracción del Señor

Jesucristo

“Atráeme, Señor,
para que me libere de lo que me esclaviza.
Atráeme, Señor,
y pueda vivir más contigo.
Atráeme, Señor,
y que escuche tu voz con más nitidez.
Atráeme, Señor,
para sumergirme en la Pascua.
Atráeme, Señor,
y comparta yo contigo tu hora.
Atráeme, Señor,
así descubra la grandeza de tu obra.
Atráeme, Señor,
y que seas Tú, mi imán y mi fuerza.
Atráeme,
Señor, y que vuelva de aquello que me debilita.
Atráeme, Señor,
y sienta el calor de tu Palabra.
Atráeme, Señor,
y comprenda la necesidad de ser salvado.
Atráeme, Señor,
y sácame del lodo que me arrastra.
Atráeme, Señor,
y empújame para subir contigo a Jerusalén.
Atráeme, Señor,
y así no quede perdido.
Atráeme, Señor,
quiero algo de tu vida.
Atráeme, Señor,
necesito más fe y mayor esperanza.
Atráeme, Señor,
y hazme descubrir el rostro de Dios.
Atráeme, Señor,
y si me escapo –no lo dudes– soy recuperable:
Torpe para las cosas del Padre
rápido para las que el mundo me ofrece.
Frágil para retenerte como al mejor amigo,
confiado con aquellos que no lo son tanto.
Y, si ves que me resisto, Señor –que te cuesta atraerme–
no me pierdas de vista, aunque me vaya lejos,
pues, por muy remotamente que yo me encuentre,
sigo creyendo que tu ojo lo alcanza todo
y todo lo invade.
Amén. ”

Querer estar cerca de Jesucristo, Hijo de Dios, Dios mismo y hermano nuestro, ha de suponer el anhelo mejor y más importante de un hijo de Dios pues, de tal manera, se acerca a los campos gozosos donde el Creador mora y espera nuestra asistencia.

Esta oración muestra una fe inquebrantable. Querer que Cristo nos atraiga es mantener la esperanza en la salvación eterna que nos ganó con su muerte en la cruz y es tener muy presente que ser perdonados por parte de Dios sólo es entendible según el sacrificio que hizo el Creador de su hijo engendrado y no creado.

Es bien cierto que podemos pedir a Cristo muchas cosas. Unas serán muy importantes y otras no lo serán tanto. En realidad, sólo nos conviene pedirle aquello que contribuya a nuestra salvación y a ganar, de forma efectiva, la vida eterna.

Así, le pedimos, que nos ayude a evitar aquello en lo que caemos y nos vuelve acérrimos seguidores del mundo y no de Dios mismo.

Le decimos, también, que queremos compartir su cruz y que, cual Cirineos, podamos acompañarle en su camino hacia el Calvario que es, en nuestro caso, las tribulaciones que nos aquejan o los males que no podemos evitar o debemos, por eso mismo, soportar. Así, al menos, estaremos a su lado en tal momento de su existencia y Él, en la nuestra. Jesús a nuestro lado y nosotros al suyo.

En realidad, muy bien sabemos que, como dice san Pablo en un momento determinado, hago lo que no debo hacer y a pesar de que sé que no debo hacerlo. Por eso le pedimos a Cristo que nos atraiga hacia sí para no caer en lo que el mundo nos propone y nos haga más cercanos a Dios y a sus propuestas siempre buenas para nosotros y nuestra existencia.

Y perseverancia. No podemos creer que Jesús se olvida de nosotros. Por eso le pedimos, también que, a pesar de nuestras caídas en las tentaciones que nos presenta el Maligno y a pesar de los pecados en los que, así, caigamos, no cese de atraernos hacia sí. Que lo haga porque somos hermanos suyos y porque, al fin y al cabo, Dios nos quiere junto a sí para siempre, siempre, siempre.

Sabemos, los hijos de Dios y hermanos de Jesús, que el Creador y, por tanto, Jesucristo mismo, todo lo ven y todo lo tienen en cuenta. Por eso, en un alarde de voluntad deseada (aunque, muchas veces, huída de nuestro corazón y de nosotros mismos) le pedimos al Emmanuel que no nos deje, que no nos abandone, que sea, como sabemos que es, fiel a la promesa de estar con nosotros hasta el fin del mundo o, en fin, hasta que vuelva en su Parusía.

Y entonces, como manifestación de fe, decimos Amén que es, más que nunca, un deseo, una voluntad, un querer estar, para siempre, cerca de Cristo que es lo mismo que estarlo de Dios.

Y es que, al fin y al cabo, no nos hemos perdido para siempre.

Eleuterio Fernández Guzmán