22.09.13

 

El final del evangelio de hoy es de los que puede llevar a la demagogia y ponerse en plan cantamañanas: “no podéis servir a Dios y al dinero”. Qué gran tentación la de volver a repetir esa barbaridad de que el dinero es malo, nefasto, una desgracia y volver a lo de los pajaritos del campo, que se alimentan solo de lo que Dios les da (por eso tienen las patitas tan gordas, decía un paisano socarrón).

Yo he dicho esta mañana a mis fieles en la homilía que de dónde han sacado que el dinero sea cosa mala. Todo lo contrario: un signo de la bendición de Dios según se lee frecuentemente en la Escritura. Otra cosa es que tenga su peligro.

Más aún. Seamos serios. ¿No estamos a favor de la dignidad de las personas y de que todos tengan los medios necesarios para vivir decentemente? Pues casa, educación, sanidad, ocio… si no es con dinero, ya me dirán cómo. Y hasta las cosas de la fe. Un local para reunirnos, las formas y el vino, unas velas… ¿son gratis? Pues eso. Necesitamos dinero, y bendito sea Dios si nos concede bienes materiales.

Eso sí, les he dicho que sobre el dinero hay que tener claros tres criterios:

1. El dinero es siempre un medio, nunca un fin en sí mismo. El único fin que debe importarnos es poder vivir en esta vida con dignidad y en fraternidad y llegar un día al cielo. Los bienes materiales han de servir para ayudarnos a alcanzar esos fines, si no, serán una desgracia. Aquel que hace del dinero un fin en sí mismo pierde la vida, porque de todos es sabido que por dinero se miente, se roba, se mata, se difama… Siempre un medio.

2. El dinero ha de ser conseguido siempre por medios lícitos: trabajo, donaciones, herencia o que toque la lotería. Tendríamos que ser mucho más escrupulosos en lo que hace referencia al séptimo mandamiento: pago de impuestos, manejo de dinero negro, IVA, sacar cosas del trabajo para uso particular, comisiones ilícitas, malversación de caudales públicos. La primera lectura es durísima: vender al pobre por un par de sandalias. En estos momentos de crisis es de especial obligación ser extremadamente honrados. Unos políticos corruptos no justifican ni autorizan nada. Aunque todos sean injustos y ladrones, cada uno honrado. Al menos habrá un sinvergüenza menos en el mundo.

3. Sobre los bienes de cada uno pesa una hipoteca social. Algo que repitió constantemente el beato Juan Pablo II. Lo que Dios nos da es para nosotros y para el prójimo. Y si uno recibe más, mayor obligación de hacer que sus bienes repercutan en bien de los demás. Limosna, por supuesto, pero mucho más. Es comprender que no podemos tener el dinero escondido en el colchón o en una caja de seguridad en un paraíso fiscal.

He acabado la homilía diciendo que si Dios les ha concedido bienes que le den muchas gracias, que no se aten a ellos hasta hacerlos objeto de adoración, que no olviden que son administradores también de los que menos tienen y sobre todo que recuerden siempre que el fin de la vida no es acumular tesoros, sino vivir de tal forma que un día lleguemos al cielo.