29.09.13

 

Una de las cosas más gratas que he vivido con mis compañeros curas es la fraternidad y el apoyo mutuo en todo momento y especialmente cuando ha surgido algún problema.

Sé lo que es ser acusado de adúltero en un pueblo y al día siguiente tener a media docena de compañeros paseando por el pueblo y comiendo conmigo. Más aún: gente hubo en mi pueblo que, ante estas acusaciones, y jugándose su negocio, echaron de su bar a personas por hablar mal del párroco. Simplemente dijeron que no lo consentían. Eso es dar la cara y jugársela por alguien.

Los curas podemos hablar cosas, discutir, reconvenir a un compañero si hace falta, pero no acepto, y mis compañeros jamás han aceptado, que nos venga alguien a poner verde a un hermano sacerdote. Una cosa es aceptar y acoger una queja propia o del otro que puede ser merecida, y presentada con respeto, y otra la ofensa. Más aún, cuando se ha producido algún hecho, aunque fuera aislado, de ataques inmerecidos al compañero, hemos hecho piña y hemos sabido estar con él, no dándole razón como a los tontos, sino analizando, reconociendo errores si los ha habido, pero con él, como hermanos, como presbíteros. Nunca entendería estar, colaborar, sonreír, dar palmadas allá donde un sacerdote es calumniado y vituperado, allá donde la Iglesia es puesta en solfa.

La crítica es buena, y a ella todos nos sometemos. Pero sería incapaz de permitir que apareciera ni mi foto siquiera en una revista que se dedicara a la calumnia o la difamación contra alguno de mis hermanos, cuánto menos ofrecer publicidad encima. Hasta ahí podíamos llegar. Aunque corriera el riesgo de ser el próximo calumniado, y si fuera a precio de favores, como el garantizarse impunidad o lisonjas, más horrible todavía.

Parece que hay gente, incluso obispos, que no lo ven así.