Saludo en primer lugar al
Sr. Cardenal Angelo Amato que mañana, en nombre del Santo
Padre Francisco, proclamará la bienaventuranza de esta multitud tan
grande de hermanos. Saludo a los señores cardenales, a mis hermanos
obispos. También a vosotros queridos sacerdotes y diáconos. A
vosotros queridos hermanos y hermanas religiosos, gozosos por la
glorificación de vuestros hermanos y hermanas. A todo el pueblo
santo de Dios que con alegría y gozo venera y celebra la
gloria de los mártires. Paz a todos. Alegrémonos todo en el Señor y
que el gesto del venerable y antiguo Lucernario sea elocuente:
¡Lumen Christi cum pace! Irradiemos, hermanos y hermanas, esta
luz portadora de la paz. La paz gozosa de los discípulos de Cristo,
que el mismo nos ha regalado y que nada ni nadie nos puede quitar.
La glorificación de nuestros
hermanos y hermanas, como escribí en mi carta pastoral, no se hace
en contra de nadie ni tampoco a favor de nadie. Los mártires son del
Señor, pertenecen a la victoria del Señor, no a la de los hombres.
Son un anuncio de paz y de reconciliación. Es simplemente la Iglesia
que retomando la tradición desde los primeros siglos no puede
olvidar a aquellos que murieron por causa del Señor y del evangelio.
Ellos escribieron el libro de la Verdad rubricado con sangre. Son
los que siguieron al Señor imitándole. Como hemos escuchado en el
cántico de estas vísperas: “Cristo padeció por nosotros, dejándonos
un ejemplo, para que sigamos sus huellas” (1P 2,2).
Cuando mañana nuestros mártires sean
beatificados en la liturgia dominical nadie de nosotros
experimentará ni un ápice de resentimiento hacia aquellos que los
persiguieron. Ni tampoco la satisfacción de haber cumplido con un
acto de justicia histórica, a la manera del mundo. ¿Como no vamos a
perdonar si todos ellos murieron, a imitación del Señor, con
palabras de perdón en sus labios? El primer fruto, diría, la primera
gracia de los nuevos mártires, será la gracia del perdón y de la
reconciliación. El Señor redime siempre toda la historia y ellos,
los mártires, redimían con su inmolación silenciosa, aquella
historia de muerte, vergonzante. El Señor mira con compasión un
bando y el otro, el Señor mira con compasión tanto los verdugos como
los que murieron. La última mirada de los mártires fue ésta: una
mirada que perdonaba. Sea ésta también nuestra mirada.
El martirio es la expresión más
perfecta de la fe, de la esperanza y de la caridad. El mártir en su
entrega total a Dios ama el Señor de la forma más intensa y posible,
con un corazón entero y como lo único necesario. Experimenta y
acepta humildemente su total impotencia y la necesidad absoluta de
estar sostenido por la gracia, obedece hasta el fondo la voluntad de
Dios y se deja libremente despojar de todo lo que poseía en la
tierra, incluso de la propia vida, participando así de la extrema
pobreza de Cristo en la cruz.
Evocamos, pues, con un inmenso amor
y ternura las biografías de nuestros mártires. Todos eran hombres y
mujeres de Dios, los cuáles in sanguine «lavaban sus vestidos
en la sangre del Cordero». Primero a nuestros hermanos obispos de
Lleida, Salvi Huix, el obispo de Jaén,
Manuel Basulto y nuestro amado Manuel Borràs,
obispo auxiliar de esta archidiócesis, y tantos hermanos sacerdotes
que vivieron su martirio como la última eucaristía, ofrecida no
en el sacramento, sino en su propia persona. De alguna
manera se puede decir que ellos recibieron el martirio in persona
Christi por la gracia que habían recibido en la ordenación
sacerdotal.
También a nuestros hermanos
religiosos y religiosas que llevaron a plenitud el propio carisma y
rubricaron su acta de profesión con su propia sangre. Ellos
proclaman hasta qué punto cada carisma de la vida religiosa puede
ser vivido hasta el extremo de dar la vida.
También los siete laicos mártires,
dignos representantes del pueblo santo del Señor. Como dice el
prefacio de los santos: «al coronar sus méritos, coronas tu propia
gloria».
És propi dels cristians deixar el
passat; ells han estat glorificats i el meu antecessor en aquesta
seu, el venerat cardenal Francesc d’Assís Vidal i Barraquer,
des de l’exili, amb una tristesa i convicció profundes, escriu: «Em
consola que a ells no els va faltar la misericòrdia del Senyor.»
Ells viuen en Crist i en la comunió dels sants intercedeixen per
nosaltres, i «la seva mort fou un guany». A nosaltres ens toca viure
el present, un present que per als cristians és sempre hora de
gràcia.
Pongámonos en sintonía y obediencia
con el Santo Padre Francisco. El de manera insistente nos dice que
una Iglesia autorreferencial no es lo propio de la Iglesia del
Señor. Ciertamente no es la Iglesia que glorifica a sus santos.
¡Es el Señor quien lo hace! Ni un atisbo de autoglorificación
debe estar presente este domingo entre nosotros. Debemos ser Iglesia
que participa en la misión y en la obediencia del Hijo que
con la fuerza del Espíritu Santo sale de sí misma y quiere ser
irradiación de la luz del Señor de la gloria, que destruye y
desenmascara todas las oscuridades del mundo. Y sale humildemente al
encuentro de una sociedad donde los hombres necesitan del Amor más
grande, donde los pobres deben ser amados y la Iglesia debe ser en
medio de ella un canto a la vida, puesto que el cristianismo
es una afirmación de Vida. Un anuncio del amor salvador, desde la
convicción de que no hay ninguna existencia humana que no sea amada
por Dios.
Y, por otra parte, nuestros mártires
no se avergonzaron ni de su bautismo, ni de su condición sacerdotal
ni de su consagración religiosa ni de ser cristianos, católicos. En
un momento límite no escondieren ni renegaron de su condición. Pido
al Señor, a través de la intercesión de nuestros mártires, que
nuestros cristianos salgan de todo anonimato, que no escondan el
tesoro de la fe, sean luz en el celemín para iluminar a todos.
¡Nunca jamás una actitud vergonzante de la fe! ¡El mundo necesita
estos cristianos! “El mundo necesita evangelizadores, no tristes y
desalentados, impacientes o ansiosos, sino servidores del Evangelio,
cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido, ante todo en sí
mismos, la alegría de Cristo”[2].
Quien expresa mejor que nadie
nuestros sentimientos es la Bienaventurada Virgen María. Ella es la
solista del pueblo de Dios. Ella da alma y canto a la Iglesia
y es ella que ahora nos hará cantar en el Magnificat: «El
Señor se ha acordado de Abraham y su descendencia para siempre». Sí,
la misericordia del Señor acompañó a nuestros mártires en la hora
oscura del día de su martirio y les concedió vislumbrar el amanecer
del Día de la resurrección. El Señor nos acompaña a nosotros. Él que
siempre «lleva a su Iglesia a la perfección por la caridad». El
Señor acompañará a los que después de nosotros vendrán y creerán en
Cristo. Es el misterio de la Iglesia, terrena y celeste, gloriosa y
peregrina. Los santos son las primicias de la Jerusalén celeste. Es
la comunión eclesial, es el misterio de Pentecostés: «Un solo señor,
una sola fe, un solo Dios y Padre». Los mártires nos ayudan a vivir
esta comunión eclesial. Alegrémonos en el Señor y como decía el
santo obispo de Tarragona Fructuoso momentos antes de su cruel
martirio el 21 de enero del 259: «Nunca os van a faltar ni la
misericordia ni la promesa del Señor en este mundo y en el otro».
Así sea.
+ Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
+ Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado
Tarragona, 27.09.2013