20.10.13

 

A lo largo de los veinte siglos de historia de la Iglesia, muchos fieles, seglares, religiosos, sacerdotes, obispos, cardenales y Papas han cometido actos infames. Ciertamente son una minoría comparada con las miriadas de santos que pueblan el cielo. Pero no hay razón alguna para justificar dichos actos. Tampoco para esconderlos. La Biblia misma está llena de ejemplos de hombres y mujeres que pertenecían al pueblo de Dios cuyo comportamiento no era ejemplar. Sin ir más lejos, el rey David, de cuyo linaje procede el Salvador, se acostó con la mujer de unos de sus soldados, la dejó embarazada y para esconder su pecado cometió otro mayor. Ordenó la muerte de su marido. El profeta Natán se encargó de señalar su múltiple crimen.

El Papa Juan Pablo II ya pidió perdón por algunos de los crímenes cometidos por hijos de la Iglesia siglos atrás. Benedicto XVI ha hecho lo mismo en relación a uno de los mayores crímenes que se han cometido recientemente en algunos lugares. El de los abusos sexuales y su encubrimiento. Es decir, la Iglesia sabe pedir perdón de forma pública al mismo tiempo que en cada Misa reza a Dios: “Yo, pecador, me confieso ante Dios Todopoderoso” y “No tengas en cuenta nuestros pecados sino la fe de tu Iglesia“.

Pero la Iglesia va más allá. No se limita a pedir perdón. Lo concede e incluso lo administra en nombre de Dios. Cristo le dio autoridad para hacerlo. Es por ello que cuando celebramos la beatificación o canonización de nuestros mártires, recordamos siempre que muchos de ellos murieron perdonando a sus ejecutores. Cristo en la cruz pidió al Padre que perdonara a los que le habían clavado al madero “porque no saben lo que hacen” (Luc 23,34). Nuestros mártires siguen su ejemplo.

Sin embargo, hay un personaje siniestro de la creación que entre sus muchos nombres tiene el de “Acusador de nuestros hermanos” (Ap 12,10). No hay cosa que altere más a Satanás que el perdón. Odia que Dios perdone al hombre que se acerca a Él. Y le encanta señalar y que se señalen los pecados de los cristianos. Se regodea en ello.

El siglo pasado la Iglesia en España dio un ejemplo maravilloso de fidelidad a Cristo. Miles de católicos fueron asesinados por odio a la fe. No hubo una sola apostasía. El domingo pasado Tarragona asistió a la beatificación de 522 de ellos. Se han beatificado muchos más antes y se beatificarán muchos más en el futuro. El cardenal Amato, que presidió la ceremonia, afirmó: “No eran combatientes, no tenían armas, no se encontraban en el frente ni apoyaban a ningún partido. No eran provocadores, eran hombres y mujeres paćificos que fueron matados por odio a la fe, sólo por ser católicos, sacerdotes, seminaristas, religiosos…“. El Papa, desde Roma, dijo que se unía al acto “de corazón a la celebración“.

Y sin embargo, desde antes de la beatificación y en los días siguientes, estamos asistiendo a una maniobra que solo cabe calificar de patética. Se exige a la Iglesia que pida perdón por sus posibles errores en la II República, la Guerra civil y durante el régimen del general Franco. Y que lo haga de forma pública y solemne.

Lo cierto es que la Iglesia en España YA ha pedido perdón. Y en más de una ocasión. Lo hizo al finalizar la asamblea conjunta de obispos y sacerdotes, en 1971. Lo hizo también en el discurso inaugural XC Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, en noviembre del 2007. Mons. Ricardo Blázquez, por entonces presidente de la CEE, dijo:

También España se vio arrastrada a la guerra civil más destructiva de su historia. No queremos señalar culpas de nadie en esta trágica ruptura de la convivencia entre los españoles. Deseamos más bien pedir el perdón de Dios para todos los que se vieron implicados en acciones que el Evangelio reprueba, estuvieran en uno u otro lado de los frentes trazados por la guerra. Que esta petición de perdón nos obtenga del Dios de la paz la luz y la fuerza necesarias para saber rechazar siempre la violencia y la muerte como medio de resolución de las diferencias políticas y sociales”

En realidad, no eran palabras propias de Mons. Blázquez. Estaba citando el documento “La Fidelidad de Dios dura siempre” publicado el 26 de noviembre de 1999 por la LXXXIII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal.

¿Qué es lo que pretenden los que piden a la Iglesia que vuelva a hacer lo que ya ha hecho?, ¿acaso vamos a tener que estar pidiendo perdón cada vez que beatifiquemos o canonicemos a algunos de nuestros mártires?

En realidad, los que piden eso casi siempre son los mismos que, de forma nada velada sino más bien clara y rotunda, acusan a la Iglesia de ser responsable de esa Guerra Civil y de haber alimentado el odio que estaba detrás de los que ejecutaban a nuestros mártires. Con ello no hacen sino repetir el modelo que Hitler y los nazis usaron para justificar el Holocausto: “El pueblo judío se merece ser exterminado".

La realidad es que la Iglesia fue perseguida en cuanto llegó la II República. Ese régimen, reivindicado hoy por la izquierda, acogía en su seno, en palabras del cardenal Amato, una “niebla diabólica de una ideología que anuló a millones de ciudadanos pacíficos, que incendió iglesias y cerró colegios“. La Iglesia tenía tan claro lo que estaba pasando que, otra vez cito al cardenal italiano, “en los años previos, seminarios y casas de formación informaban a los jóvenes claramente sobre el peligro mortal en que se encontraban, eran preparados espiritualmente para afrontar la muerte por su vocación“.

¿Cometió la Iglesia algún error durante la II República? Eso dicen los que la exigen que pida perdón. Pero, ¿qué se supone que debía hacer ante un régimen que lo primero que hizo fue expulsar a los jesuitas del país y mirar para otro lado cuando se quemaban nuestros templos por parte de los que eran ideológicamente afines a los que gobernaban? ¿Debió la Iglesia en España aplaudir con entusiasmo a esa “República"?

Luego está le cuestión del papel de la Iglesia durante el régimen de Franco. Conviene aquí recordar las palabras que el papa Juan XXIII, el 25 de julio de 1960, dijo al Vicario Apostólico de Fernando Poo, Mons. Francisco Gómez, CMF: “Franco da leyes católicas, ayuda a la Iglesia, es buen católico. ¿Qué más se quiere?“.

Y esto pensaba de España el mismo Papa un año después, cuando dirigió las siguientes palabras al Congreso de la Familia:

“Es para Nos motivo de particular consuelo cuanto en España se hace al respecto, ya en el campo legislativo, ya en el terreno práctico […] En los dos viajes que hemos realizado a España, visitando en piadosa peregrinación sus célebres santuarios, hemos recibido la grata impresión, alentadora y edificante, de tantos y tantos hijitos que son ornamento de las familias de esa noble tierra. […] Y hemos percibido por Nos mismos, la fragancia de sus virtudes en que tan rico está el hogar español, sementera de vocaciones sacerdotales y religiosas, firme baluarte de valores morales; que éstos resplandezcan y se vigoricen cada día más, siempre a tono con el sentir tradicional de ese pueblo a Nos tan querido".

¿Significa eso que el régimen de Franco fue sin mácula y que también fue impecable el comportamiento de algunos miembros de la Iglesia, por acción o por omisión, durante dicho régimen? Obviamente no. Pero de estos pecados o deficiencias, como hemos visto, ya ha pedido perdón la Iglesia en varias ocasiones. Cosa que nunca ha hecho la izquierda española en referencia a las atrocidades cometidas en la II República y la Guerra Civil por sus antecesores.

La Iglesia es portadora en el mundo de la Palabra de Dios, y debe lleva la iniciativa al hablarle al hombre y a las naciones. El mundo no quiere que le hable de Dios, de cómo por Jesucristo entró Dios en la raza humana, encarnándose en una Virgen por obra del Espíritu Santo. No quiere se le hable del que en la Cruz, por su muerte y resurrección, venció al pecado, a la muerte y al demonio, viniendo a ser Rey de todas las naciones. No quiere que se le hable del pecado, de la gracia, de la vida eterna, de la santidad del matrimonio, del horror del divorcio, del aborto, de la anticoncepción sistemática, de la eutanasia, de la paz y de la guerra, de las indecibles injusticias mundiales que dejan sufrir a gran parte de la humanidad el hambre, la enfermedad, la ignorancia, la explotación, la miseria… No, lo que quiere el mundo es que la Iglesia, una vez más, confiese sus pecados pública y solemnemente. Y que jamás se atreva a decir de sí misma lo que ya dijo el Concilio Vaticano II: Que la Iglesia es, en Cristo y por Cristo, “el sacramento universal de la salvación".

No caigamos en el error de hacer lo que el mundo quiere que hagamos. Hagamos aquello que Dios nos ha llamado a hacer como Iglesia.

Luis Fernando Pérez Bustamante