21.10.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones –invocaciones: Oración de amor a Dios, de San Juan María Vianney, Cura de Ars

Cura de Ars

 

Te amo, Oh mi Dios.
Mi único deseo es amarte
Hasta el último suspiro de mi vida.
Te amo, Oh infinitamente amoroso Dios,
Y prefiero morir amándote que vivir un instante sin Ti.
Te amo, oh mi Dios, y mi único temor es ir al infierno
Porque ahí nunca tendría la dulce consolación de tu amor,
Oh mi Dios, si mi lengua no puede decir
cada instante que te amo, por lo menos quiero
que mi corazón lo repita cada vez que respiro.
Ah, dame la gracia de sufrir mientras que te amo,
Y de amarte mientras que sufro, y el día que me muera
No solo amarte pero sentir que te amo.
Te suplico que mientras más cerca esté de mi hora
final aumentes y perfecciones mi amor por Ti.

Amén

”La oración no es otra cosa que la unión con Dios. Todo aquel que tiene el corazón puro y unido a Dios experimenta en sí mismo como una suavidad y dulzura que lo embriaga, se siente como rodeado de una luz admirable”.

Estas palabras son de Juan María Vianney, más conocido como el Santo Cura de Ars. En ellas nos muestra que la oración no es un instrumento espiritual seco o falto de gozo para quien la lleva a cabo sino, al contrario, una forma más que recomendable de establecer relación con el Padre Todopoderoso. Por eso, quien ora sabe, de hacerlo con profundidad y seguridad en ser escuchado por Dios, que en tal momento está más cerca que nunca del Creador.

Por eso, la oración que aquí traemos, de este sacerdote santo (o santo sacerdote) nos pone sobre una pista más que buena para nuestro corazón de discípulos de Cristo y, sobre todo, de hijos de Dios.

Sabemos, por los Mandamientos de la Ley de Dios que el primero de ellos es, precisamente, Amar al Padre sobre todas las cosas, con todo nuestro corazón y con todas nuestras fuerzas. Y eso no es una forma de hablar o de expresar algún tipo de sometimiento al Creador sino que supone manifestar el verdadero gozo del creyente. Por eso el Santo Cura de Ars escribe que su mejor, único, deseo es amar a Dios hasta el último día de su vida terrena; es más hasta el último instante del último día. Es decir, siempre.

Así, quien vive sabiendo que Dios es Padre y que lo es amoroso y tierno, no puede dejar de agradecer lo que eso supone para una vida que se sabe donada por el Creador y mantenida por el Creador que nunca abandona a ninguno de sus hijos. Terrible es, pues, saber que, por acciones u omisiones muy graves por nuestra parte, lo que nos espera es el infierno, la muerte eterna. Entonces, en tal estado espiritual, no podemos recibir la consolación de Dios al igual que no podía recibirla Epulón del seno de Abrahám, del cielo. Existe, según la Sagrada Escritura, una separación muy grande entre la vida eterna y la muerte eterna de tal manera que no es posible pasar, digamos, a socorrer a las almas que están condenadas a una eternidad de fuego y llanto.

Amar a Dios y decirlo. En forma de jaculatorias, por ejemplo, o en forma de oración continua. Una, a modo, de confesión de fe que nos permite remitirnos al Padre diciéndole que nadie o nada hay más importante para nosotros y que nuestra existencia es toda suya. Amor sin un límite egoísta y mundano; amor libre de ataduras de esta tierra.

Y en el dolor, en el sufrimiento, en la tribulación por la que podamos pasar, no olvidar a Dios. Es más, entonces, y precisamente por ser la situación por la que pasamos tan gravemente negativa para nosotros, es el momento en el que Dios se ha de manifestar para cicatrizar heridas, para darnos el bálsamo de su Agua Viva para, en fin, ser fuente donde hacer desaparecer nuestra inmensa e inagotable sed de eternidad.

Y no cejar, nunca, nunca, nunca en pedir a Dios nos aumente el amor por Él, Nuestro Señor y Creador, quien, pudiendo hacer otra cosa prefirió crear al hombre a su imagen y semejanza. Y soportó nuestros pecados y nuestras infidelidades a cambio de que, en alguna ocasión, renunciáramos a nuestra inicua separación de sus manos y su corazón.

El amor total por Dios es, seguramente, la mejor forma de expresar lo que sentimos si de veras lo sentimos.

El Santo Cura de Ars expresa lo que un hijo de Dios debe sentir por su Padre del cielo que no es otra cosa que amor y siempre, siempre, siempre pues a Él todo se lo debemos.

Eleuterio Fernández Guzmán