21.10.13

 

Si algo hay de apasionante y maravilloso en nuestra fe es su dimensión totalizante, integral, absoluta. Nada humano ni divino le es ajeno, porque su centro es precisamente Cristo. Y el Catecismo, con su preciosa trama de correspondencias internas, nos lo recuerda. Y como nada humano se le escapa, todo lo bueno y verdadero de cada cultura halla su sitio en el corpus de nuestra doctrina, desarrollándose en su plenitud a la luz de la Revelación.

Sin embargo, los conceptos de piedad, misericordia, compasión, adquieren con el Cristianismo un relieve característico prácticamente impensable para el mundo pre-cristiano, aunque con algunas excepciones.

En el Antiguo Testamento, si bien el odio a los enemigos es natural, se reprueba el ansia vengativa y se reconoce que tampoco el “bueno” está exento de pecado (Eclo 28,1ss). Está presente ya la exigencia de dar de comer al enemigo hambriento (Prov 25,21).

Entre los paganos, la compasión se concibe como un gesto de grandeza en los grandes héroes míticos, tal como lo vemos en la Antígona de Sófocles (representada por primera vez en el 442 a.C.). Antígona desafía la ley civil de dejar insepulto a su hermano Polinices –considerado traidor a la patria- , asumiendo la muerte con entereza al enterrarlo, convencida de que las leyes humanas no pueden prevalecer sobre las divinas, que prescriben la sepultura de los muertos. En el magnífico texto, la protagonista enfrenta al tirano Creonte –su propio tío- con estas palabras:

“..Y no creía yo que tus decretos tuvieran tanta fuerza como para permitir que solo un hombre pueda saltar por encima de las leyes no escritas, inmutables, de los dioses: su vigencia no es de hoy ni de ayer, sino de siempre, y nadie sabe cuándo fue que aparecieron. No iba yo a atraerme el castigo de los dioses por temor a lo que pudiera pensar alguien: ya veía, ya, mi muerte –y cómo no?—, aunque tú no hubieses decretado nada; y, si muero antes de tiempo, yo digo que es ganancia: quien, como yo, entre tantos males vive, ¿no sale acaso ganando con su muerte? Y así, no es, no desgracia, para mi, tener este destino; y en cambio, si el cadáver de un hijo de mi madre estuviera insepulto y yo lo aguantara, entonces, eso si me sería doloroso (…)

De todos modos, ¿cómo podía alcanzar más gloriosa gloria que enterrando a mi hermano? Todos éstos, te dirían que mi acción les agrada, si el miedo no les tuviera cerrada la boca; pero la tiranía tiene, entre otras muchas ventajas, la de poder hacer y decir lo que le venga en gana.

Cuando un momento más adelante, Creonte le protesta que un enemigo muerto no puede tener el mismo tratamiento que un amigo, por más que haya sido su hermano, ella le responde con serena gallardía: “No nací para compartir el odio sino el amor.”

Ahora bien: la compasión con todos los enemigos, percibidos también como hermanos, será ya no una pieza literaria sino una realidad perfectamente consumada en Ntro. Señor Jesucristo, en el perfecto Sacrificio de la Cruz, “escándalo para los judíos y locura para los gentiles.” (1 Cor 1,23).

El perdón y reconciliación, lo mismo que la misericordia, son el resplandor que surge enceguecedor, “escandaloso” e inexplicable, de la “locura” de la Cruz:

-“¡Para rescatar al esclavo entregaste al Hijo!”(Pregón Pascual)

-San Pablo: “Si cuando éramos enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, ¡con cuánta más razón, estando ya reconciliados, seremos salvos por su vida! Y no solamente eso, sino que también nos gloriamos en Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien hemos obtenido ahora la reconciliación. (Romanos 5, 10-11)

A partir de El, finalmente, entre los que han sido bautizados en Su Nombre,

- “Ya no hay judío ni gentil, esclavo ni libre, hombre ni mujer, porque todos ustedes son uno en Cristo Jesús. Y ahora que pertenecen a Cristo, son verdaderos hijosde Abraham. Son sus herederos, y la promesa de Dios a Abraham les pertenece a ustedes.”(Gálatas 3, 28-29).

Sabemos, entonces los cristianos, con certeza inquebrantable, que en Cristo somos reconciliados porque de Su costado abierto surge la gracia que hace posible realmente una nueva creación, y porque sólo en El se realiza la maravilla que se preanunciaba Isaías: “Aunque sus pecados sean como la escarlata, se volverán blancos como la nieve;aunque sean rojos como la púrpura, quedarán como la lana.”(Is.1,18)

Y en los últimos siglos, luego de un tiempo lamentable en que la espiritualidad católica -influida por el protestantismo- sufrió las heridas del jansenismo, de manos de santos como S. Francisco de Sales, Sta. Teresita del Niño Jesús y su “caminito” espiritual, San Pío X, y muchos otros, las cosas vuelven a su recto cauce. Debemos reconocer también el profundo alcance de la devoción al Sdo. Corazón de Jesús, tras las apariciones en Paray le Monial a Sta. Margarita, y el desarrollo reciente del culto a la Divina Misericordia tras la canonización de Sta. Faustina y gracias al impulso que le diera el beato Juan Pablo II.

Digamos, pues, por fin, que si una virtud caracteriza al cristiano, como expresión acabada de su Caridad, en la que seremos finalmente juzgados, es en la Misericordia.

Pero resulta que la misericordia no es un mero sentimiento -como tampoco no lo es el Amor-, sino que debe traducirse en obras. Tradicionalmente, los catequistas sabían y enseñaban que las Obras de Misericordia son catorce: siete corporales y siete espirituales. Y cuando se habla hoy de “opción preferencial por los pobres”, yo no puedo sino leerlo en ese contexto, como comentábamos hace algunos artículos.

¿Quiénes son los pobres? ¿Puede negarse, acaso, la condición de “pobres” a aquellos a quienes ni siquiera se les reconoce el derecho a nacer, o hasta el simple reconocimiento de su ser personal , para esgrimir el derecho al aborto? ¿O tantos abandonados a su suerte, en situaciones de extrema necesidad no sólo física, sino psíquica y espiritual, como por ejemplo, los presos sin juicio ni sentencia, o con causas armadas por el gobierno estatal, en varios regímenes totalitarios actuales?

Sin embargo, parecería que hay algunas almas a quienes el mundo de hoy (civilizado, presuntamente evangelizado, y más o menos consciente de lo que ha dado en llamar “dignidad humana”) considera que deben ser radical y expresamente excluidas del “derecho a la misericordia”.

Entre esos leprosos contemporáneos están, más que ningún otro grupo quizá, los “políticamente incorrectos”, ya sean vivos o muertos.

No son los violadores, ni los perjuros, ni los blasfemos, ni los sacrílegos, ni los satanistas, ni los caníbales, ni los médicos abortistas, ni siquiera los pedófilos (no olvidemos que hay países en que ya están legalizándose), ni los estadistas que conducen a multitudes a la muerte, siempre y cuando resulten vencedores. De todos ellos se puede presumir un atisbo de bondad y arrepentimiento (aunque no conste nunca testimonio, oral o escrito, de ello) para elevar ante su muerte una plegaria honorable y elogiosa. Y está muy bien, sabiendo que la misericordia divina puede arrancarlo en el último instante.

Así, por ejemplo, cuando en abril fallece Margaret Thatcher (quien como premier británica ordenó personalmente atacar en la guerra de las Malvinas un crucero argentino que estaba fuera de la zona beligerante, asesinando allí a 323 personas), el Santo Padre buscó dar testimonio de reconciliación al decir que “recuerda los valores cristianos que estaban en la base de su compromiso con el servicio público y en la promoción de la libertad entre las naciones”, y “confiando su alma a la misericordia de Dios y asegurando a su familia y al pueblo británico un recuerdo en sus oraciones, pide la abundante bendición de Dios para todos aquellos cuyas vidas ella tocó”.

La misma indulgencia veríamos si muere un personaje que hubiera participado en matanzas por el comunismo, que sabemos que ha dejado en el siglo XX unos CIEN millones de muertos. Para botón de muestra, los honores del mundo rendidos a Santiago Carrillo, sin que se hable de arrepentimiento por nada del pasado.

En América también tenemos hoy, gobernando, a más de un personaje que no oculta su pasado terrorista, como la presidente de Brasil o varios funcionarios del gobierno argentino.

Pero cuando se difundió la captura y asesinato salvaje de Khadafi a manos de “rebeldes” armados y pagos desde el exterior, casi nadie pidió misericordia para su cuerpo ni para su alma, aunque la Santa Sede lo aludió como «suceso dramático (que) obliga a reflexionar», en la espera de que no se produzcan “nuevas violencias debidas al espíritu de venganza o revancha”.

Pero hace unos días, en un rincón de Italia murió a los 100 años de edad Erich Priebke, un católico alemán que había participado bajo órdenes de guerra -ajustadas a las leyes vigentes- como capitán de las SS nazis, de la matanza de 335 personas, a sus 31 años. Por ese hecho fue extraditado hace 15 años de la cuidad argentina de Bariloche (donde se lo reconoció como vecino ejemplar), para ser juzgado en Italia -pese a tratarse de actos prescriptos-, donde quedó en prisión hasta ahora. En su video-testamento, llegó a decir

“Siento, desde lo más profundo del corazón, la necesidad de expresar mis condolencias por el dolor de los familiares de las víctimas de las Fosas Ardeatinas (…) Como creyente, nunca olvidé este trágico hecho (ya que) para mí la orden de participar en la acción fue una gran tragedia íntima".

No obstante, en este caso, se presumió mundialmente la falsedad, a pesar de contar con documentos firmados y filmados, grabaciones, confesión sacramental y unción de los enfermos poco antes de morir (que, dicho sea de paso, goza de indulgencia plenaria). El mundo presume que una persona que ha pasado por las filas del nazismo no puede arrepentirse jamás ni preservar un gramo de bonhomía, ni albergar un mínimo espacio para la obra de la gracia de Dios. Porque el Nazismo es un monstruo tan grande, sobrehumano e invencible que ni el mismo Dios puede con él. Esto, hoy, es casi “dogma” para una enorme cantidad de gente, incluidos muchísimos católicos. Así que nos venimos a enterar, de hecho, que hay pecados absolutamente “irredimibles", y que por lo tanto, la Sangre de Cristo no habría sido suficiente…Y esto es una blasfemia indignante, aunque se proclame en silencio.

Por eso el cuerpo insepulto de este hermano nuestro ha permanecido escandalosamente varios días debatiéndose entre Alemania, Italia y Argentina, adónde iría a parar, sin que ninguna nación permita que se le ceda un palmo de tierra para sus restos, para concluir decidiendo que se sepultaría en un “lugar secreto”, sin que se haya oído la voz de ningún pastor para pedir misericordia, aunque esta oveja pertenecía hace rato, fielmente, al Redil del Señor, Dives in Misericordia. Mientras tanto, el único sacerdote que se avino a rezar una Misa de Réquiem por su alma luego de varios días de espera, en Roma, fue el p. Abramovich -paradójicamente, converso del judaísmo-, perteneciente a la FSSPX, cuyo domicilio sufrió por ello, al día siguiente, fuertes agresiones vandálicas.

Debo decir que siento una inmensa vergüenza, enojo y tristeza como católica. No termino de admitir que un personaje de ficción pagano como Antígona tenga más coraje que muchos sacerdotes de mi tiempo. Hubiera deseado que esta Misa la celebrara sin pensarlo tanto sin temor, cualquier párroco romano o algún obispo, ¿por qué no?, haciendo declaraciones “de catecismo básico” al mundo, dando testimonio concreto, sencillo y elocuente de Misericordia, fortaleciendo la fe de millones de católicos que no estamos dispuestos a que se nos ideologice la fe de ningún lado. Pues si de algo me glorío es de profesar la fe de la Iglesia, única verdadera, y sobre todo entera, completa. Sin recortes. Porque por no recortarla, precisamente, han dado su sangre los mártires de 2000 años y su sangre nos susurra que la integridad de la fe “vale la pena”. Porque así como al Cordero sin mancha no se le debía quebrar ni un solo hueso, tampoco a su Palabra se le debe quitar ni una coma, y enterrar a los muertos, y rogar por ellos, es una obra de misericordia elemental para todo cristiano.

Estamos hechos, sin duda, para la integridad y la unidad, y si algo tiene la muerte de terrible, es la separación de cuerpo y alma, y por ello la consumación de nuestra esperanza en las postrimerías, como participación de la Resurreción de Cristo, es la resurrección de nuestra carne. Por eso el tratamiento que se le da a los difuntos no es de poca monta, por más que su sentido se haya degradado hasta casi desdibujarse entre las costumbres neopaganas modernas.

La túnica inconsútil de Cristo es signo elocuente de esa íntima integridad que debemos defender a toda costa, testimoniándola con las obras de cada día, evitando que se rasgue con la apostasía. Apostasía que puede ser de cuño político -cayendo al más crudo paganismo-, pero también dejando insensiblemente que se nos obligue a judaizar en ideas y gestos, asociándonos al rencor talmúdico, que por doquier hoy pregona la venganza como ley de las naciones bajo el slogan “ni olvido ni perdón”. Pues hay que saber que en todo este “espíritu”, subyace una cuestión teológica, más que política. Porque entre los que aún esperan la llegada del Mesías, existe la concepción de que éste no sería un sujeto individual, sino colectivo: el propio pueblo carnal de Israel, y por eso toda ofensa a él sería un agravio contra el mismo Dios, imperdonable; una suerte de “pecado contra el Espíritu Santo”. Por eso podemos y debemos condenar las matanzas en Siria, pero no podemos hablar ni opinar de las que se producen en Palestina, a riesgo de ser tenidos por gente “peligrosa”.

Pero yo ya no espero la llegada del Mesías, porque sé que es Cristo, y a los judíos les deseo -lo mismo que a los musulmanes y a todo pueblo de la tierra-, el mayor de los bienes: no sólo respetar sus vidas aquí en la tierra, sino que conociéndolo a El, se conviertan y participen plenamente de Su Reino. Y no tengo problema en rezar por el descanso eterno de Thatcher o de Truman, junto con Khadafi, Carrillo, Lenin, Stalin, Hitler y quien quieran proponer, a excepción por supuesto, de los demonios: mi oración no se la niego a nadie. Porque aunque sí puedo -y a veces debo- realizar un juicio prudente de sus obras, para toda alma pido misericordia. Y no podemos tener o implorar misericordia si no admitimos humildemente la miseria ("humildad es andar en verdad” decía Santa Teresa), y si no reconocemos que toda ella puede ser curable por la gracia.

Ojalá que la piadosa mujer que enjugara el Rostro de Cristo, sea modelo perdurable en nuestros corazones, para no ceder nunca al respeto humano, dando lugar a la com-pasión en el via crucis de nuestro prójimo, con o sin el aplauso del mundo, o incluso con su vituperio.