30.10.13

Me ha ocurrido repetidas veces que, al hablar de música litúrgica, ha terminado aflorando esa tediosa estabulación entre “conservadores” y “progresistas". Para evitar confusiones innecesarias, aclaro que estoy refiriendo estos términos a interlocutores católicos sin disenso respecto a las cuestiones fundamentales de doctrina. 
Pues bien, algunos de tales “progresistas” litúrgicos consideran como un apego a “tradiciones humanas” el considerar la tradición un bien que acoger y conservar. Por el contrario, ellos reivindican su actitud como más “abierta a la acción libre del Espíritu", reclamando como necesaria una continua adaptación de la liturgia, y por ende de la música cultual, a las sucesivas mutaciones sociológicas.

Hace poco tuve la ocasión, por motivos profesionales, de pasar varios días en Rumanía. Dado que se trata de un país de mayoría ortodoxa pude presenciar varias celebraciones según este rito. En la música se percibía una variedad de estilos dentro de la tradición propia. Por una parte escuché entonaciones de origen posiblemente antiquísimo, con inflexiones de la voz muy sutiles que a buen seguro también existieron originalmente en el canto gregoriano, pero que por motivos  técnicos (el sistema de notación, quizá) desaparecieron ya hace siglos de la música occidental. También sonaron piezas polifónicas que por su estilo bien podrían datarse en los siglos XVIII o XIX. El día 14 de septiembre, cuando allí se celebra con muy especial solemnidad la Invención de la Santa Cruz, el coro era numeroso. Pero el resto de los días que pude asistir era sólo un grupo de 4 o 5 cantores con poderosa voz el que asumía prácticamente en solitario el canto litúrgico, incesante. Recordé entonces una indicación que a veces aparece en los libros litúrgicos de canto gregoriano y que siempre me había resultado llamativa, sobre todo en esta época nuestra más a acostumbrada a coros y asambleas que a solistas: “uno o dos cantores entonan…“. Tal y como escribí en un artículo anterior, la costumbre moderna de asignar al pueblo la mayor parte del canto litúrgico no parece corresponderse con ninguna práctica especialmente antigua ni originaria en la liturgia cristiana. 

Todo formaba una unidad orgánica, armoniosa. Hasta el edificio de la iglesia, construido en los años 1930, no desmerecía nada de los deslumbrantes modelos antiguos: todo manifestaba una querencia por lo eterno, lo estable, lo atemporal. Las imágenes pictóricas que llenaban los muros, el iconostasio, el pan de oro que producía luminosos destellos por todos los rincones, y hasta el intenso olor de hierbas aromáticas infundía la certeza de entrar en la Casa de Dios, en el cielo en la tierra. 

En fin, con toda la magnificencia propia del genio oriental, que siempre será diferente del carácter occidental más inclinado a lo breve y lo práctico, y dejando aparte el problema de su actual separación respecto a Roma, lo que allí podía verse era un culto cristiano antiquísimo, genuino.

Esta impresión de la liturgia ortodoxa se ha visto confrontada recientemente con mi encuentro con la grabación discográfica original de varios de los grandes éxitos musicales-litúgicos del catolicismo hispanohablante postconciliar. Lo cual me ha hecho recordar una vez más cuán subjetiva es la noción de tradición que a todos nos viene a la cabeza en un primer momento. En general tendemos a considerar como “lo tradicional", “lo de siempre", aquello que hemos vivido desde la infancia.  Pero cuando uno se pone a investigar un poco suele descubrir que la mayoría de las cosas no son tan inmemoriales como creía. 

En lo tocante a la música litúrgica, los que hemos nacido o crecido después del Concilio Vaticano II no hemos conocido apenas otra cosa que el nuevo repertorio implantado en los años 70 y 80. También aquí puede darse una vaga impresión subjetiva de “ancestralidad". En mi caso, aunque hace ya mucho tiempo que dejé de experimentar tal vivencia, no ha dejado de causarme una incisiva impresión el constatar con semejante claridad el origen tan concreto de varias de esas canciones reputadas ya como “tradicionales”, pero que no dejan de tener su origen en la pluma de un mismo autor y deben su difusión principalmente a esa misma grabación efectuada a finales de los años 60. 

He pensado en la secuencia de acontecimientos: el papa Juan XXIII convoca un Concilio ecuménico, que entre otras cosas pide una reforma de la liturgia en continuidad con la Tradición del rito romano. Las indicaciones conciliares sobre tal reforma se publican en diciembre de 1963 dentro de la Constitución Sacrosanctum Concilium. Pero poco después, en un ambiente social agitado por diversos factores socio-políticos, andando por medio el mayo parisino del 68, aparece esta grabación entre las primicias hispanohablantes de la nueva música litúrgica. Las voces de los cantores son bellas y diestras, lo mismo que la dirección musical. Pero las melodías, la instrumentación y la armonización, aunque están hechas con profesionalidad, son deudoras del estilo “pop” de moda en aquellos años, muy similar, por ejemplo, a la bandas sonoras del cine español de la época. Al margen de otras consideraciones, este estilo ya ha perdido toda la frescura “pastoral” que se le pudo atribuir en su día.

Tales melodías fueron rápidamente popularizadas por los párrocos y responsables musicales de las parroquias y conventos, en plena fiebre por la novedad. Toda una generación de músicos litúrgicos abandonó la música que se venía haciendo por esos años (por lo general muy bien orientada, gracias al cristalino magisterio sobre todo de San Pío X, Pío XI y Pío XII) para abrazar el nuevo repertorio. Las nuevas canciones fueron consolidándose para muchas personas como la nueva “tradición". Y esto hasta el punto de que, a día de hoy, cada vez resulta más difícil solicitar un lugar estable dentro del culto para el canto propio de la liturgia romana, que es el canto gregoriano (Sacrosanctum Concilium 116), y para aquellos estilos que nacieron de él como la flor del tallo, y que por eso fueron constantemente bendecidos por la autoridad de la Iglesia.

Y aquí es donde yo me pregunto: puestos a asignar a alguna tradición el calificativo “humana", ¿cuál de estas tradiciones es más merecedora de ello? 

  • Por una parte, la tradición litúrgico musical del rito romano, esta sí, de origen inmemorial, sostenida constante y explícitamente durante 1500 años por el magisterio de la Iglesia y defendida por el Concilio Vaticano II en 1963 y por pronunciamientos posteriores. 
  • Por otra, una nueva “tradición" sin un vínculo nítido ni explícito con ninguna indicación concreta de la Iglesia, surgida más bien como expresión de unos tiempos de entusiasmo y confusión, en los que tantas ilusiones personales quedaron ante la historia entretejidas con la desorientación de la fe acaecida en tantas personas, y el abandono de muchas vocaciones. 

Y entonces no puedo evitar la nostalgia que sentí al presenciar en la liturgia ortodoxa rumana la vitalidad de aquella raíz litúrgica común a todos los cristianos, la que también informó siempre al rito romano dentro de su característica sobriedad. Y veía cómo en ese país en el que también hay coches, supermercados, internet y teléfonos móviles, también hay una gran cantidad de gente de todas las edades que acude a unas celebraciones litúrgicas espléndidas y larguísimas, siempre de pie o de rodillas… pues no hay bancos para sentarse. 

Para evitar malentendidos: no estoy reivindicando una imposición obligatoria del gregoriano en todos los lugares, cosa que por cierto tampoco se podría sostener según la normativa eclesiástica vigente a día de hoy. Tampoco creo que merezca la pena gastar tiempo en tratar de convencer a nadie de que le guste más el estilo musical de Palestrina que el de Simon and Garfunkel, o viceversa. Una vez que nos dejamos introducir en el terreno de lo subjetivo, sobre gustos no hay nada escrito.

Pero lo que sí me pregunto es hasta qué punto es justo utilizar la expresión “tradiciones de hombres", que Cristo empleó con ciertos judíos herederos de formas y errores surgidos en el Antiguo Testamento, para aplicarla a las grandes tradiciones litúrgicas que de modo armónico, constante y unívoco se han ido desarrollando en la Iglesia cristiana, en el Nuevo Testamento, esto es, en la Iglesia que es el mismo Cuerpo de Cristo, columna y fundamento de la verdad, sostenida y dirigida por el Espíritu Santo. 

Y me pregunto también si, en un plano mucho más profundo que el de la música litúrgica, no estaremos incurriendo en un error más serio: pretender, de un modo excesivo e impaciente, someter la liturgia de la Iglesia, testimonio objetivo de la fe y la oración de la Iglesia a través de las generaciones, a las apetencias subjetivas predominantes en cada coyuntura histórica.

Finalmente: no sé si acabará prevaleciendo esa idea de que es conveniente en estos tiempos, por argumentos pastorales, adaptar la liturgia a la variedad de preferencias subjetivas. Y ello hasta el punto de admitir en el culto estilos musicales que, confesémoslo, resultan insufribles para los que deseamos una plena y clara coherencia con la tradición. El magisterio del papa Benedicto XVI iba exactamente en la dirección contraria. Francisco no se ha pronunciado explícitamente sobre la cuestión, aunque algunos ya están dando por hecho que el mismo Espíritu Santo que hasta hace menos de un año parecía soplar hacia el este, ha cambiado de opinión y ahora sin duda sopla con fuerza hacia el oeste. Pero, en fin, si se diera tal caso: ¿Será posible que, entre esa diversidad de preferencias subjetivas, también fueran reconocidas aquellas que gozosamente quieren rendirse por completo y sin condiciones ante la objetividad de la tradición litúrgica tal y como es, tal y como ha llegado? ¿Será posible que, además de permitirse esos “nuevos” estilos de música litúrgica que se supone gustan a las “mayorías” actuales, se pueda también no sólo facilitar con amplitud el rito romano tradicional, sino también celebrar, al menos en algunos lugares, el Novus Ordo en toda su amplitud, esto es, prescindiendo de las limitaciones que por motivos pastorales a día de hoy siguen bloqueando su pleno despliegue en casi todos los lugares? ¿Será posible que en algún sitio se celebre regularmente el Novus Ordo con el canto del celebrante presente en todas las partes en que está previsto? ¿Con una presencia de los cantos gregorianos propios de cada momento, presencia  firme y no dubitativa, ni vergonzante, ni recortada ni excepcional? ¿Con uso habitual los demás géneros propios de la tradición musical católica? 

¿Serán quizá las catedrales los únicos lugares capaces de ello? ¿Ha de darse definitivamente por cerrada la puerta de las parroquias por estimaciones de índole pastoral?