SANTA SEDE

 

El Evangelio que recoge el encuentro de Jesús con Zaqueo, propio del Domingo, ha sido el eje en torno al cual el Papa Francisco ha centrado su alocución previa al rezo del Ángelus en Roma.

Poniendo un fuerte acento en la misericordia divina y la necesidad de perdón del hombre, el Santo Padre destacó que Dios no se olvida de ninguno de sus hijos por muy contrarias a Cristo que sea su condición, sus actos, etc.

Texto y audio completo de la alocución del Papa Francisco antes de rezar el ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

La página del Evangelio de Lucas de este domingo nos muestra a Jesús que, en su camino hacia Jerusalén, entra en la ciudad de Jericó. Esta es la última etapa de un viaje que resume en sí el sentido de toda la vida de Jesús, dedicada a buscar y salvar a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero cuanto el camino más se acerca a la meta, tanto más en torno a Jesús se va estrechando un círculo de hostilidad.

Y sin embargo, en Jericó sucede uno de los acontecimientos más gozosos narrados por san Lucas: la conversión de Zaqueo. Este hombre es una oveja perdida, es despreciado, es un “excomulgado”, porque es un publicano, es más, es el jefe de los publicanos de la ciudad, amigo de los odiados ocupantes romanos, es un ladrón, es un explotador. Bella figura, ¡eh! Es así…

Impedido de acercarse a Jesús, probablemente a causa de su mala fama, y siendo bajo de estatura, Zaqueo se trepa a un árbol, para poder ver al Maestro que pasa. Pero este gesto exterior, un poco ridículo, expresa el acto interior del hombre que trata de ponerse por encima de la muchedumbre para tener un contacto con Jesús. El mismo Zaqueo desconoce el sentido profundo de su gesto, no sabe por qué hace esto, pero lo hace; ni siquiera osa esperar que pueda ser superada la distancia que lo separa del Señor; se resigna a verlo sólo de paso.

Pero Jesús, cuando está cerca de aquel árbol, lo llama por su nombre: “Zaqueo, baja pronto; porque conviene que hoy me quede yo en tu casa” (Lc 19, 5). Aquel hombre pequeño de estatura, rechazado por todos y distante de Jesús, está como perdido en el anonimato; pero Jesús lo llama, y aquel nombre, Zaqueo, en las lenguas de aquel tiempo, tiene un bello significado lleno de alusiones: En efecto, “Zaqueo” quiere decir “Dios recuerda”. Es bello, Dios recuerda.

Y Jesús va a la casa de Zaqueo, suscitando las críticas de toda la gente de Jericó. Porque también en aquel tiempo se hablaba tanto, ¡eh! Y la gente decía, ¿pero cómo, con todas las personas buenas que hay en la ciudad, va a estar precisamente con aquel publicano? Sí, porque él estaba perdido; y Jesús dice: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham” (Lc 19, 9). Desde aquel día, en la casa de Zaqueo, entró la alegría. Entró la paz, entró la salvación, entró Jesús.

No hay profesión o condición social, no hay pecado o crimen de ningún tipo que puede borrar de la memoria y del corazón de Dios a uno solo de sus hijos. “Dios recuerda”. Siempre. No se olvida de ninguno de los que ha creado; Él es Padre, siempre en espera, vigilante y amorosa, de ver renacer en el corazón del hijo el deseo del regreso a casa. Y cuando reconoce aquel deseo, incluso sencillamente insinuado, y tantas veces casi inconsciente, inmediatamente le está a su lado, y con su perdón le vuelve más leve el camino de la conversión y del regreso.

Pero miremos hoy a Zaqueo sobre el árbol. Ridículo. Pero es un gesto de salvación. Y yo te digo a ti: si tienes un peso en tu conciencia, si tienes vergüenza de tantas cosas que has hecho, detente un poco. No te asustes. Piensa que hay uno que te espera. Porque jamás ha dejado de acordarse de ti, de pensarte. Y éste es tu Padre, es Dios, es Jesús que te espera. ¡Trépate, como hizo Zaqueo, súbete al árbol por las ganas de ser perdonado! Yo te aseguro que no serás decepcionado. ¡Jesús es misericordioso y jamás se cansa de perdonar! Acuérdense bien de esto, así es Jesús.

Hermanos y hermanas, ¡dejemos también nosotros que Jesús nos llame por nuestro nombre! En lo profundo del corazón, escuchemos su voz que nos dice: “Hoy debo detenerme en tu casa”. Yo quiero detenerme en tu casa, en tu corazón, es decir en tu vida. Y recibámoslo con alegría: Él puede cambiarnos, puede transformar nuestro corazón de piedra en corazón de carne, puede liberarnos del egoísmo y hacer de nuestra vida un don de amor. Jesús puede hacerlo. ¡Deja que Jesús te mire!