4.11.13

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones –invocaciones: Plegaria silenciosa

Orar en silencio

Le pedí fuerzas a Dios para llegar más lejos,
y me hizo débil
para que aprendiera la humilde obediencia.

Le pedí salud para hacer cosas grandiosas,
y me hizo frágil para que hiciera cosas mejores.

Le pedí riquezas para ser feliz,
y me dio la pobreza para que fuera sabio.

Le pedí poder para ser admirado por los hombres,
y me dio debilidad
para que sintiera la necesidad de Dios.

Le pedí todas las cosas para disfrutar la vida,
y me dio vida para disfrutar todas las cosas.

No tuve nada de lo que pedí,
pero todo lo que esperaba,
casi a pesar de mí mismo,
mis silenciosas plegarias fueron escuchadas.

Soy el más rico en bendiciones
entre todos los hombres.

Pedir lo que hay que pedir. Algo así podemos decir de esta sencilla pero profunda oración. Sin equivocaciones ni excesivos optimismos.

Cuando nos dirigimos a Dios a través de la oración, no es inusual que lo hagamos porque queremos que satisfaga alguna necesidad que, digámoslo ya, puede ser excesivamente mundana: que me ayude a resolver determinado problema particular, alguno que otro económico, etc.

Sabemos que Dios es muy paciente con nosotros (por nuestra torpeza a la hora de pedir) pero también sabemos que es misericordioso y que no nos va a dejar abandonados. En todo caso, nos concede aquello que es necesario para nosotros y no las muchas cosas superfluas que demasiadas veces pedimos.

Esta oración nos pone ante Dios y lo hace en un doble plano: nosotros pedimos lo que aquí se pide y el Creador concede lo que aquí se concede.

Ante una petición que para nosotros puede ser de lo más normal, no es poco cierto que lo que Dios concede es lo que, en verdad, nos conviene y, en el fondo, nos interesa.

Así, si pedimos ser más ante los hombres, Dios nos concede ser más humildes para ser grande ante el Padre.

Si, por ejemplo, pedimos ser ricos Dios prefiere que seamos pobres para que entendamos, desde tal situación donde está la verdadera riqueza que nunca perece ni nunca pasa de moda.

O si, también, estamos seguros que nos conviene tener, el Padre nos concede ser porque es mejor para nosotros, para nuestra vida eterna, no acumular en este mundo sino para el venidero que hay tras la muerte corporal.

En realidad, es más que probable que no sepamos qué debemos pedir y que lo hagamos con lo más inmediato. Pero para eso está Dios mirándonos y amándonos: para saber qué es lo que no debe concedernos.

A pesar de nosotros mismos o, lo que es lo mismo, de forma contraria a lo que queremos, Dios sabe qué es mejor para nuestra existencia y, sobre todo, par nuestra vida eterna. Por eso, en muchas ocasiones no nos cuadra que lo que pedimos no tenga que ver nada con lo que obtenemos. Son cosas de Dios y eso, francamente, no siempre lo entendemos.

Sin embargo, en el fondo de nuestro corazón, anida la semilla que contiene la voluntad de Dios que es la única que nos conviene. Además, la que debemos seguir. Y es que el Todopoderoso, que ve por encima de nosotros y es profético en su proceder, nunca se equivoca.
 

Eleuterio Fernández Guzmán