9.11.13

GRATIS DATE

Escribir de la Fundación GRATIS DATE es algo, además de muy personal muy relacionado con lo bueno que supone reconocer que hay hermanos en la fe que tienen de la misma un sentido que ya quisiéramos otros muchos.

No soy nada original si digo qué es GRATIS DATE porque cualquiera puede verlo en su página web (www.gratisdate.org). Sin embargo no siempre lo obvio puede ser dejado de lado por obvio sino que, por su bondad, hay que hacer explícito y generalizar su conocimiento.

Seguramente, todas las personas que lean estas cuatro letras que estoy juntando ya saben a qué me refiero pero como considero de especial importancia poner las cosas en su sitio y los puntos sobre todas las letras “i” que deben llevarlos, pues me permito decir lo que sigue.

Sin duda alguna GRATIS DATE es un regalo que Dios ha hecho al mundo católico y que, sirviéndose de algunas personas (tienen nombres y apellidos cada una de ellas) han hecho, hacen y, Dios mediante, harán posible que los creyentes en el Todopoderoso que nos consideramos miembros de la Iglesia católica podamos llevarnos a nuestros corazones muchas palabras sin las cuales no seríamos los mismos.

No quiero, tampoco, que se crean muy especiales las citadas personas porque, en su humildad y modestia a lo mejor no les gusta la coba excesiva o el poner el mérito que tienen sobre la mesa. Pero, ¡qué diantre!, un día es un día y ¡a cada uno lo suyo!

Por eso, el que esto escribe agradece mucho a José Rivera (+1991), José María Iraburu, Carmen Bellido y a los matrimonios Jaurrieta-Galdiano y Iraburu-Allegue que decidieran fundar GRATIS DATE como Fundación benéfica, privada, no lucrativa. Lo hicieron el 7 de junio de 1988 y, hasta ahora mismo, julio de 2013 han conseguido publicar una serie de títulos que son muy importantes para la formación del católico.

Como tal fundación, sin ánimo de lucro, difunden las obras de una forma original que consiste, sobre todo, en enviar a Hispanoamérica los ejemplares que, desde aquellas tierras se les piden y hacerlo de forma gratuita. Si, hasta 2011 habían sido 277.698 los ejemplares publicados es fácil pensar que a día de la fecha estén casi cerca de los 300.000. De tales ejemplares, un tanto por ciento muy alto (80% en 2011) eran enviados, como decimos, a Hispanoamérica.

De tal forman hacen efectivo aquel “gratis lo recibisteis, dadlo gratis” (Mt 10,8) y, también, “dad y se os dará” (Lc 6,38) pues, como es de imaginar no son contrarios a las donaciones que se puedan hacer a favor de la Fundación. Además, claro, se venden ejemplares a precios muy, pero que muy, económicos, a quien quiera comprarlos.

Es fácil pensar que la labor evangelizadora de la Fundación GRATIS DATE ha des estar siendo muy grande y que Dios pagará ampliamente la dedicación que desde la misma se hace a favor de tantos hermanos y hermanas en la fe.

Por tanto, esta serie va a estar dedicada a los libros que de la Fundación GD a los que no he hecho referencia en este blog. Esto lo digo porque ya he dedicado dos series a algunos de ellos como son, por ejemplo, al P. José María Iraburu y al P. Julio Alonso Ampuero. Y, como podrán imaginar, no voy a traer aquí el listado completo de los libros porque esto se haría interminable. Es más, es mejor ir descubriéndolos uno a uno, como Dios me dé a entender que debo tratarlos.

Espero, por otra parte, que las personas “afectadas” por mi labor no me guarden gran rencor por lo que sea capaz de hacer…

Arquetipos cristianos (II), de Alfredo Sáenz, S.J.

Arquetipos cristianos

Dijimos en el primer artículo de esta miniserie sobre el libro “Arquetipos cristianos, del P. Alfredo Sáenz, S.J, que “Dado que este voluminoso libro (404 páginas escrito a dos columnas) no puede ser, siquiera pensarlo es posible, traído aquí en un solo artículo, lo hemos dividido en tres partes. La primera de ellas se hará referencia a una muy sustanciosa Introducción que explica mucho de la necesidad del arquetipo; una segunda parte con 9 biografías de las 11 que forman el cuerpo de estos dos-libros-en-uno; y, ya por fin, dos biografías que, por su especialidad (Gabriel García Moreno y Anacleto González Flores) vale la pena, así lo hemos considerado, tratarlas aparte aunque no de forma separada, entiéndase esto, a las demás.

Vamos, pues, con lo referido a las 9 biografías que configuran el grueso de este maravilloso, profundo y especial libro, verdaderamente necesario para todo católico y, es más, para todo cristiano. Son, a saber:

1. San Pablo
2. San Bernardo
3. San Fernando
4. Santa Catalina de Siena
5. Isabel la Católica
6. San Ignacio de Loyola
7. Santa Teresa de Jesús
8. Santo Toribio de Mogrovejo
9. Padre Antonio Ruiz de Montoya

Antes de continuar (empezando) no me queda más remedio que decir que cada uno de estos “arquetipos” merece un artículo aparte. Sin embargo, como eso resulta del todo imposible, se recomienda encarecidamente acercarse a la página de la Fundación Gratis Date (indicada supra) para “bajarse” el contenido completo del libro pues muchos de los detalles de su contenido seguro que aquí se escapan. Vale, mucho, la pena, hacer lo que aquí indicamos.

Valga, pues, esto que sigue como un mero apunte a título de “abrir boca” espiritual del amable lector o, lo que es lo mismo, ofrecer un dulce y suculento bocado para el alma.

1. San Pablo

“El mejor lugar para comenzar la contemplación de la figura de San Pablo es sin duda el camino de Damasco. Allí Saulo fue herido por la flecha del amor divino, que lo arrojó al mismo tiempo de su caballo y de su orgullo. Allí fue cambiado en otro hombre, lo fue en un instante y para siempre. ‘Señor, ¿qué quieres que haga?’ (Hch 22,10) fue su pregunta, la que lo comprometió de por vida.”

Así empieza (p.16) la biografía de San Pablo. Aquella pregunta dirigida a Cristo cambiaría, del todo, la vida del antiguo perseguidor de discípulos del ahora su Maestro.

¿Qué caracteriza a Pablo?

En primer lugar, el sentirse “segregado por Dios” (p. 17), actuar en “favor de la gentilidad” (p. 17) y mantener una gran “humildad de la confianza” (p. 18). Pero, además, Pablo está “enamorado de Jesucristo” (p. 19) y “consumido de celo” (p. 21) por cumplir la misión que se le había encomendado, una acción apostólica que durará el resto de su vida. Así, se gasta y se desgasta y es “sobrenaturalmente fecundo” (p. 23) porque muestra verdaderas “entrañas paternales” (p. 23) al no esconder (p. 24) “la ternura que experimenta por aquellos a los que ha engendrado en el Señor. Sus hijos son para él como una carta escrita con su propia mano, una carta de Cristo escrita en su corazón (cf. 2 Cor 3,2)”.

Es, además, “maestro de la verdad” (p. 26) pues cumple con el oficio propio del sabio que consiste en “exponer y refutar” (p. 27) siendo totalmente fiel al depósito de la fe que ha recibido directamente de Jesucristo.

Tiene Pablo un “corazón magnánimo” (p. 29) que se manifiesta en un orgullo que “vaciado por la humildad, se transformó en magnanimidad” (p. 29).

Pero si hay una característica propia de aquel judío de Tarso es que es un combatiente de Cristo de primer orden, del buen combate, de la lucha en defensa de la fe que ha recibido. Así, es perseguido desde el mismo momento en que se convirtió (imagínese qué pensarían sus antiguos amigos judíos de quien actúa de la forma en la que actuó a partir de su caída del caballo camino de Damasco). Pero tal persecución “era para él la garantía de su ortodoxia y de su fidelidad: ser perseguido por los enemigos de Cristo” (p. 33).

Y, al igual que hace el autor de este libro, resulta esencial terminar esta referencia a la biografía de San Pablo con este texto que dice todo en cuanto a la espiritualidad de este magno hombre de fe:

“En nada demos motivo alguno de escándalo, para que no sea objeto de burla nuestro ministerio, sino que en todo nos acreditemos como ministros de Dios, con mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en apremios, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en longanimidad, en bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de veracidad, en el poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y defensivas, en honra y deshonra, en mala o buena fe; cual seductores, siendo veraces; cual desconocidos, siendo bien conocidos; cual moribundos, bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; como contristados, aunque siempre alegres; como mendigos, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada tienen, poseyéndolo todo (2 Cor 6,3 10).”

2. San Bernardo

Dice el P. Alfredo Sáenz, S.J que “La figura de San Bernardo es estelar en la Iglesia, y sin duda la más representativa de la época de la Cristiandad medieval” (p. 38). Fue este religioso, nacido en 1091 cerca de la capital de Borgoña, quien procuró que el Cister alcanzara una gran altura espiritual siendo, en verdad, “Abad” o, lo que es lo mismo, “padre de monjes” (p. 38)

Pero San Bernardo era polifacético pues también era poeta y (p. 41) “Algunos han afirmado que Bernardo era también músico. Incluso se le atribuye una reforma del canto cisterciense”.

Es San Bernardo, a tenor de lo indicado por el autor del libro, el “último de los Padres” (p. 42) sin poder olvidar lo que de él se puede decir como místico y como apóstol.

Sobre lo primero, “sus quilates místicos” (p. 44) se apuntan en el hecho de que “Vivía en la fascinación de Dios, que era a sus ojos el gozne de todo lo creado” (p. 44) no tratándose “de un Dios difuso, sino de un Dios en tres Personas concretas, cada una de las cuales mantiene con él una relación singular” (p. 44) sin olvidar que tal mística la aplica, precisamente, a la Iglesia de tal manera que “la historia de Bernardo va a confundirse con la de la Iglesia” (p. 47).

Es importante señalar el hecho según el cual “La Santísima Virgen ocupa un lugar insoslayable en la mística del abad de Claraval. En ella ve el camino por el que el Verbo llega a nosotros y pro el que nosotros nos remontamos hacia Él” (p. 47).

En cuanto al carácter de apóstol de San Bernardo, si bien es no poco cierto que el religioso gustaba del o que llamó “el paraíso claustral” (p. 49) cuando las circunstancias lo requerían era un místico “lanzado a la acción” (p. 48) y “lo vemos recorriendo Europa, pacificando príncipes cristianos, triunfando sobre el cisma terrible que dividió a la Iglesia, lanzando la Cristiandad a las cruzadas” pues estaba seguro de que las mismas servirían para unir a los cristianos “incluso a los separados de Roma” (p. 52) porque “de lo que se trata, en última instancia, era de amar y servir a Cristo” (p. 52).

En realidad, a San Bernardo se le puede tener tanto por un hombre de acción como por místico. Por eso se pregunta el autor del libro sobre si fue una cosa o la otra. Y responde que “A decir verdad –como afirma Jean Leclercq– fue simultáneamente místico y hombre de acción, o mejor, fue hombre de acción por ser místico. Al mismo tiempo que se involucra en muchos de los conflictos y problemas de su tiempo, ejerciendo un indudable influjo en ambientes muy diversos, pronuncia ante su comunidad los espléndidos sermones sobre el Cantar de los Cantares, exactamente como si hubiese pasado su vida no haciendo otra cosa que meditar la palabra de Dios. Pareciera que hubiese en él dos hombres, pero ello es sólo una apariencia; el verdadero Bernardo, el que sostiene al otro, es el predicador del Cantar. El abad, el reformador, el consejero, el pacificador, el taumaturgo incluso, reciben su animación del contemplativo extático” (p. 54).

3. San Fernando

“La estampa de San Fernando se destaca con relevancia en el marco del glorioso siglo XIII, el siglo de oro de la Cristiandad, que cobijó a personajes como San Alberto Magno, Santo Tomás, San Buenaventura, San Luis, y tantos otros. Su figura, señera en la política de España, es sólo comparable con la de Isabel la Católica”.

Así nos presente el P. Alfredo Sáenz, S.J. a este tan especial rey de España.

San Fernando era un verdadero guerrero (destaca la conquista de Sevilla) y un gobernante (manifestando un verdadero amor por la justicia) a destacar. Sin embargo, aquí lo traemos en su, digamos, vertiente de santo, no obstante es conocido como Fernando III el Santo.

A este respecto (p. 74) “San Fernando fue un rey santo, al estilo de los reyes medievales, que comprendían su realeza como un vicariato de Dios en favor de su pueblo, en ‘la unión más estrecha con la Iglesia’. Por eso (p. 74) “Apoyóse, sobre todo, en las recién nacidas Órdenes Mendicantes de modo que, como dice Ribadeneira, ‘cuando ellos con sus sagradas compañías de religiosos destruían con la palabra las herejías, Fernando con los escuadrones de sus soldados desterrase de España con las armas el Alcorán y dilatase los términos de la fe’”.

No extraña, por lo tanto, que San Fernando gozase de una notable vida interior, una vida espiritual profunda . De aquí que los cronistas (p. 74) “que luego de comulgar, tenía la costumbre de cerrar los ojos. Un día su madre le preguntó por qué lo hacía: ‘Sé que Jesucristo está dentro de mí –le respondió–, y para hablarle cierro los ojos y le digo que Él es mi Rey y Señor, y yo su caballero, y que quiero sufrir grandes trabajos por Él en la reconquista española contra los moros, y que su Madre gloriosa es mi Señora’”.

Y es que este rey santo tenía, por María, Madre de Dios y madre nuestra, un amor, digamos, muy español o, lo que es lo mismo, muy arraigado en su corazón y muy verdad. Por eso (p, 75) “La amaba más que si hubiera sido su propio hijo carnal, acudiendo a ella con mayor confianza que a su propia madre terrena”.

Pero incluso o, mejor, a lo mejor por eso mismo los santos en vida, han de presentarse ante Dios antes que tarde. Por eso cuando estaba preparándose para dirigirse a África para conquistar las tierras otrora cristianas se sintió indispuesto. Contaba, entonces, con cincuenta años pero, ciertamente, llevados con mucha lucha y ajetreo los cuales le habían procurado una salud dificultosa. Tal fue así que acabó muriendo el 30 de mayo de 1252 siendo, como dice el autor del libro “nuestro santo rey es uno de esos raros modelos humanos que conjugan en tan alto grado la prudencia del gobernante, el heroísmo del guerrero, y la entrega generosa del santo, uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en las cualidades y virtudes humanas“ (p. 77).

Vale, pues, la pena, dejar aquí recordado el epitafio que quedó sobre su tumba, mandado poner por su hijo Alfonso, y que dice lo siguiente:

“Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella e de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia e de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, e el más verdadero, e el más franco, e el más esforzado, e el más apuesto, e el más granado, e el más sofrido, e el más omildoso, e el que más temie a Dios, e el que más le facía servicio, e el que quebrantó e destruyó a todos sus enemigos, e el que alzó y onró a todos sus amigos, e conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, e passó hi en el postrimero día de Mayo, en la era de mil e CC et noventa años”.

Amén, decimos nos.

4. Santa Catalina de Siena

Dice el P. Alfredo Sáenz, S.J. que “con temor y temblor nos aprestamos a esbozar la semblanza de esta santa, tan encantadora como apabullante, de esta ‘allegra e festosa vergine’, según garbosamente la denominó uno de sus contemporáneos” (p. 80).

Pues bien, el que esto escribe se siente, después de haber leído las más de 50 páginas que dedica el autor del libro a Catalina, verdaderamente incapaz de resumir, en unas líneas, la biografía de esta magnífica santa de Siena. Tan sólo decir (después de recomendar vivamente, como con lo demás hacemos, la lectura de las mismas), con él, que

“Se ha dicho de Catalina que fue ‘el único hombre de su siglo’. La encontramos parecida a Juana de Arco. El ‘yo quiero’ porque ‘Dios lo quiere’ de nuestra Santa se parece al ‘Dieu le veult’ de la doncella de Orleans. Juana anduvo a caballo, Catalina a pie, pero ambas vivieron en medio de hombres, los dominaron, los mejoraron. El hombre suele quedar impactado por el coraje de las mujeres. Ambas, Catalina y Juana, pasarían sus vidas en campos de acción, donde no se suele encontrar mujeres” (pp 115-116).

Y terminar con el poema titulado “Voglio” que Antonio Caponnetto le dedica al final de esta biografía.

“Quiero, Señor, tu corazón doliente
–abierto el pecho como tierra arada–.
Quiero ser yunque si tu mano alzada
castiga en él la furia impenitente.
Quiero la sangre, el fuego, el refulgente
crujir de los aceros, la afilada
impaciencia de la noche silente,
y el vilo del pendón en la alborada.
Quiero el dolor materno al mediodía,
pues con dolor mi redención espero.
Los estigmas del Hijo en la agonía,
que me seáis viriles: eso quiero.
Tú, el obispo de Roma, el derrotero
de la Nave, su timón vigía,
no naufragues temblando en esta ría,
quiero verte soldado arcabucero.
Tú, Cardenal, o Rey, o acaso Nuncio,
habites en Florencia, Roma o Francia,
empápate en la luz y en el anuncio
de la Verdad que es lumbre y es fragancia.
Quiero del centinela la constancia
cuando el misterio trinitario anuncio.
O si en el canto tu loor pronuncio
me asista el don de la perseverancia.
Quiero la conversión de los herejes.
La llama que enardece esta locura
de llevar la bandera hasta la altura
en que la Cruz te abraza con sus ejes.
Esta aldeana de Siena que se empeña
en querer siempre porque Dios lo quiere,
hoy se sabe partir y es tan pequeña,
que te quiere, Señor, porque se muere.”

¿Qué más decir?

5. Isabel la Católica

Ahora empezamos como terminamos la semblanza anterior (p. 157), Antonio Caponneto escribe).

De San Fernando viene tu corona,
que es venir de la sangre unida al Cielo,
y del Cid heredaste aquel anhelo
de alzar la Cruz donde la alfanje mora.

El don de imperio te entregó Castilla
y el Sacramento, de Aragón la estirpe,
Granada se rindió cuando fue en ristre
tu lanza que empuñaste allá en Sevilla.

Con el yugo y las flechas y la espada
–mi Señora Isabel, mi Reina Santa–
América te aguarda en el desierto.

Que otra vez hace falta una Cruzada
y bautizar al ídolo que espanta,
quemar las naves y avanzar resuelto.

Aquella reina que gobernó Castilla después de muchos avatares era muchas cosas, además de mujer, “siempre muy femenina” (p. 133), como dice el autor del libro. Decimos que fue, por ejemplo, una estadista como ha habido pocas personas en la historia de España; además, lo fue justiciera porque la situación en la que se encontró Castilla cuando empezó a reinar era tan grave que difícilmente podía esperarse algún tipo de desastre mayor. Así aplicó la justicia teniéndosela por “imparcial e incorruptible” (p. 137).

Pero Isabel también fomentó las ciencias y las artes. Así se erigieron “grandes hospitales en Granada, Salamanca y Santiago” (p. 139) o, por ejemplo, cuando “dio instrucciones al alcalde de Murcia para que eximiera de toda clase impuestos a Teodorico Alemán, uno de los primeros que había introducido en España el reciente invento de Gutemberg” (p. 139).

Pero por lo que podemos destacar a Isabel la Católica es por la profunda fe que la adornaba. Así (p. 135) “se destacaba por su concepción cristiana de la vida, porque sus reacciones eran siempre sobrenaturales” y porque “nos relatan las Crónicas que ‘acostumbraba a decir todas las horas canónicas del día, además de otras devociones que tenía” (pp. 134-135). Y tal forma de ser la lleva, lógicamente en una persona de fe, a su vida y a sus acciones cotidianas.

Pero también Isabel, junto a Fernando, se preocupó de llevar a cabo una reforma dentro de la Iglesia católica que impidió, seguramente, los efectos perversos de la que harían en Alemania años después. Así, reformó a los religiosos procurando una “restauración de la vida religiosa” (p.151) que, no olvidemos, era anhelada por muchos de ellos. Así,De esta reforma católica de España, en menos de un siglo, surgirían la obra maestra de la caridad con San Juan de Dios y sus hermanos, la obra maestra del sacerdocio y la literatura espiritual con San Juan de Ávila, la obra maestra del apostolado con San Ignacio de Loyola y su Compañía, la obra maestra de la contemplación y la mística con San Juan de la Cruz, Santa Teresa y sus carmelitas” (p. 152).

No extrañe, por lo tanto, que, como recoge el autor del libro, “Washington Irving, historiador norteamericano del siglo pasado, tenía razón al llamarla ‘uno de los más puros y hermosos caracteres de las páginas de la historia’” (p. 156).

Quedamos, por cierto, a la espera de la beatificación de quien, en vida, tuvo fama de santidad, y que quedó frustrada cuando quiso llevarla a cabo el Beato Juan Pablo II. Y fue frustrada por presiones procedentes, sobre todo, de aquellos que difaman la verdad para convertirla en mentira.

6. San Ignacio de Loyola

Como dice el P. Alfredo Sáenz. S.J., Ignacio de Loyola es, precisamente, un verdadero arquetipo cristiano en cuanto su vida estuvo alejada de toda mediocridad y de toda resignación ante lo que a uno pueda pasarle.

Ignacio era un caballero, en el puro sentido de la expresión. Y de ahí pasó a ser, tras su conversión, a un “caballero espiritual” (p.159) con todo lo que eso supone.

Si conocido es Ignacio, además de por todo lo demás, es por la fundación de la Compañía de Jesús que lo llevó a extender la fe en Jesucristo allende los mares. Y es que San Ignacio era un Apóstol con mayúscula. Y destacaba por su “corazón magnánimo” (p. 166), por su “corazón armónico” (p. 166) y, sobre todo, por su “corazón católico” (p. 167).

Se manifiesta San Ignacio partidario absoluto de la lucha contra el infiel musulmán y anima, por ejemplo, a los caballeros y soldados que se encuentran en Túnez animándoles por haber conseguido, para ellos, “las bendiciones del jubileo que por aquel entonces se celebraba en Roma” (p. 171).

Y también luchó contra el protestantismo, verdadera plaga religiosa que daño el devenir de la Esposa de Cristo con una sangría hasta hoy mismo notable. Por eso “Ignacio se va a enfrentar al protestantismo con la oración y con el combate doctrinal. Con la oración, ante todo, pidiendo a los miembros de la Compañía la plegaria incesante.

‘Aunque por otros medios –escribe– cuidamos solícitamente de ello…, decretamos que todos nuestros hermanos, tanto los súbditos inmediatos, como los prepósitos y rectores que a otros gobiernan, todos, así ellos como los que les están confiados, una vez al mes ofrezcan a Dios el sacrificio de la misa, si son sacerdotes, y los que a esta dignidad no son elevados, oren asimismo por las necesidades espirituales de Alemania e Inglaterra, a fin de que el Señor se compadezca de estos y otros países infectados de herejía y se digne reducirlos a la pureza de la fe y religión cristiana’.

Y tras la plegaria, la acción. Porque San Ignacio concibió la lucha contra el protestantismo como un combate primordialmente doctrinal. De ahí su insistencia en crear Colegios y Universidades por doquier. En menos de diez años, viviendo aún el Fundador, la Orden tendría a su cargo buena parte de la enseñanza de Europa”

(p. 172).

Pero, además, advertimos, gracias al contenido de su “Diario” que gozaba de “una constante presencia de los santos, los ángeles, la Santísima Virgen y el mismo Cristo. Pero fueron sobre todo las visiones de la Trinidad las que tendrían suspendida en la contemplación a esta alma privilegiada, pasando ante sus ojos atónitos los misterios más insondables de Dios, como la misma esencia divina, las tres Divinas Personas en unidad de naturaleza y distinción de personas, las procesiones trinitarias, la circuminsesión, y otros misterios íntimos de Dios” (p. 179).

Y sus “Ejercicios espirituales”, ejemplo de por dónde ha de caminar el elemento místico en relación directa con la vivencia humana de la fe pues, como bien dice el santo de Loyola en la Anotación 2ª de sus Ejercicios Espirituales “no el mucho saber harta y satisface al ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente” (y que recoge el autor del libro en la página 180 del mismo).

Y todo esto hecho “A mayor gloria de Dios”.

7. Santa Teresa de Jesús

“No queremos pasar por alto el hecho de que Santa Teresa era española, y con razón España la considera una de sus grandes glorias. En su personalidad se aprecian los rasgos de su patria: la reciedumbre de espíritu, la profundidad de sentimientos, la sinceridad del alma, el amor a la Iglesia. Su figura se centra en una época gloriosa de santos y de maestros que marcan su siglo con el florecimiento de la espiritualidad’”.

De Santa Teresa de Jesús, Doctora de la Iglesia Universal desde que 28 de septiembre de 1970 el Papa Pablo VI la declara como tal, hay mucho que decir en cuanto mujer religiosa de honda fe fundadora y reformadora (en aplicación de lo dictado por el Concilio de Trento). Por eso el P. Alfredo Sáenz, S.J. dedica unas buenas páginas de su libro a este principal personaje del siglo XVI y Pablo VI, en la homilía del citado día, la pone, digamos, en su sitio espiritual como arriba recogemos.

Para Santa Teresa, el primado de Dios era manifiesto y, aún, no dejando de lado, como poco importantes, las cosas del mundo, sabía Quién era más importante. Por eso “no cabía oposición entre lo horizontal y lo vertical. La armonía de la caridad bipolar –amor a Dios y amor al prójimo– no queda destruida por la especificación objetiva de cada dimensión. Esa armonía constituye la garantía de la autenticidad de ambas” (p. 187).

La santa de Ávila, sin embargo, se reconocía pecadora pues conocía perfectamente su naturaleza humana y lo que eso significaba. Por eso “si bien es cierto que sus faltas fueron levísimas, como las veía a los ojos de Dios aparecían magnificadas, contrastando con El de manera repugnante” (p. 189). Además, y por eso mismo, reconocía que la cruz debía ser abrazada por cada cual porque, dijo, “tengo experiencia que el verdadero remedio par no caer es asirnos a la cruz y confiar en Él que en ella se puso” (p. 191).

Teresa era contemplativa y activa pues su especial situación, características y circunstancias, la impelían, en muchas ocasiones, a dejar el convento para cumplir con la obligación de llevar a cabo sus fundaciones. Y, sin embargo, entiende el autor del libro, que “El espíritu apostólico de una carmelita no la impele a salir del monasterio –el caso de Teresa es singular y excepcional–, sino que se ejerce desde el claustro. El interior de la carmelita debe hacerse fuego, encendido en esa hoguera ardiente de caridad que es el Corazón de Cristo, y a su vez presionar sobre ese Corazón mediante el don total de sí, para poder influir en orden a la salvación y santificación de las almas” (p. 195).

De todas formas, eso no impidió a Santa Teresa conocer aquello que pasaba en el mundo y, en realidad “no vaciló en preocuparse por los problemas históricos del momento, aunque siempre desde la óptica de los intereses de Dios y de la Iglesia” (p. 189).

Ignacio B. Anzoátegui, en el poema con el que finaliza el autor del libro esta biografía, la llama “Santa Teresa la Grande” y dice, entre otras cosas, de ella que era

Santa Teresa la Grande
Monja andariega y abadesa andante
Que en el servicio de Nuestra Señora
Alanceabas molinos y carneros;
Tú, princesa y fregona y mendicante,
Tú, que sabías acertar la hora
En que Dios fiscaliza los pucheros;
Tú, que después, hablando mano a mano,
Te quedabas con El de sobremesa.

8. Santo Toribio de Mogrovejo

Parece que Toribio nació en 1538 y que lo hizo en Mayorga, pueblo del Reino de León. Desde allí lo enviaron a Valladolid para que se formara como estudiante. De allí, pasó a Salamanca donde destacó en sus estudios de Derecho. Tal fue el provecho que hizo de los mismos y tal la fama que eso le procuró que fue nombrado inquisidor de Granada por el rey Felipe II, desempeñando tal cargo con maestría notable y procurando siempre ser ponderado y recto.

Y como Dios le tenía preparada una muy especial misión a Toribio, Felipe II lo presentó al Papa Gregorio XIII para que lo nombrase obispo de Lima (Perú). Sin embargo, aún era laico. Por eso “hubo de recibir primero, de manos del arzobispo de Granada, las órdenes menores y el subdiaconado, así como el diaconado y el sacerdocio. Finalmente fue hecho obispo en la catedral de Sevilla” (p. 209).

Y marchó a Perú.

Estando en su Lima amada convocó el Tercer Concilio de aquella capital americana. Y, no obstante tener que superar muchas “turbulencias preconciliares” (p. 215) lo llevó a cabo siendo, como dice el P. Alfredo Sáenz, S.J. un “eco del Concilio de Trento” (p. 216).

Se preocupó nuestro andariego santo (por lo mucho que caminó-40.000 km de viajes- por las tierras peruanas en cumplimiento de su misión) en que la educación de los indígenas fuera lo mejor posible. Así, dispuso que se redactara un Catecismo (en las lenguas propias del lugar) que “sirviese para la instrucción de los recién convertidos” (p. 217).

Pero tambiénestuvo en el trasfondo de muchas iniciativas apostólicas, por ejemplo el establecimiento de monasterios de vida contemplativa, que consideraba como la logística de la actividad pastoral” (p. 229).

Dice el autor del libro, refiriéndose a lo que caminó Toribio por los caminos del Perú que “El trajinar del Arzobispo fue casi un vuelo de águila por los Andes y por los valles, sin cejar, durante meses, durante años, con su equipaje al hombro o sobre las mulas, llevando allí el altar portátil, el misal, el atril, los ornamentos y una cama plegable. Así atravesaba selvas, llanos, ciénagas y ríos, o trepaba aquellas alturas majestuosas, entre abruptos precipicios… A veces debía caminar «con lodo hasta las rodillas». Si tenía que dormir al sereno, usaba como cabezal la montura de la mula, que también le servía de paraguas, en caso de aguacero. Las condiciones de estos viajes, sobre terrenos casi constantemente hostiles y vírgenes, eran las mismas que habían debido soportar los conquistadores, situación que también lo emparentaba espiritualmente con ellos”.

Así era Santo Toribio que se mostraba, además, con relación al poder temporal, sin ningún tipo de servilismo siendo cumplidor de la misión que tenía encomendaba, costase lo que costase su relación con el citado poder.

Toribio, como hemos dicho, destacó por mucho de lo que hizo, por cómo lo hacía y por cómo encaraba las situaciones que, al paso, le iban saliendo. Por eso “no fue sólo un gran misionero que llevaba la semilla de la fe, sino también un gran organizador, aquel ‘más canonista que teólogo’ postulado por el Consejo de Indias, que supo constituir la diócesis, también desde el punto de vista jurídico” (p. 245) sin olvidar que, además, “Su desprendimiento se manifestaba con mayor evidencia, si cabe, cuando se trataba de sus hijos más desposeídos, los indios. No deja de constituir un símbolo de ello la decisión que tomó de regalar el cáliz de su primera misa a una humilde iglesita perdida en el hoy departamento de Guanaco”(p. 247).

Por eso, y por lo que aquí no ha podido traerse, no es de extrañar que, después de llevar cinco meses de haberle dado sepultura, “doña Grimanesa, la hermana del Prelado, se presentó al Cabildo de Lima, pidiendo que se trasladase el cuerpo de Toribio de Saña a Lima, para que fuese enterrado en la Catedral, como había sido su voluntad, a lo que el Cabildo asintió. Fue un largo viaje de más de 700 kilómetros, que duró ochenta días, a un promedio de nueve kilómetros diarios. En cada pueblo por donde pasaban, por pequeño que fuese, querían retenerlo lo más posible. Al llegar a Lima, fue inmensa la multitud que salió a recibirlo. Juan de la Roca, el arcediano, relata así la entrada triunfal:

‘Más de dos leguas antes que llegase el dicho cuerpo a ella salió mucha gente con hachas encendidas y las trajeron delante y aleladas del dicho cuerpo y entre ellos muchos indios con sus cirios en las manos encendidos y todos llorando con gran ternura y clamando por su santo padre y pastor y a la entrada de la dicha ciudad salió gran suma de gente de todos estados a entrar con el dicho cuerpo y acompañarle y fue tanto que parecía día de juicio, todos mostrando gran sentimiento y derramando lágrimas tiernamente y luego que entró en la dicha ciudad fue notable cosa que nunca se había visto los sentimientos y clamores que había por las calles y ventanas por donde pasaba el dicho cuerpo, lo cual enterneció notablemente a todos los de ella aunque no le habían tratado ni comunicado, sólo por tenerle por cierto y verdadero pastor’”

(p. 248-249).

9. Padre Antonio Ruiz de Montoya

Es verdaderamente emocionante la vida de este sacerdote jesuita. Y mueve, toda ella, a coger el portante e irse a evangelizar como él lo hiciera, con esas ganas, esa alegría y ese ímpetu aunque, seguramente, no gocemos ni de tal alegría y de tal espíritu.

Podemos decir, sin temor a equivocarnos, que el tiempo del Padre Antonio (finales del siglo XVI) fue verdaderamente fructífero. Nacido en Lima, ciudad regida por Santo Toribio de Mogrovejo (aquí mismo traído supra) vieron la luz y vivieron nada más y nada menos que Santa Rosa de Lima y San Martín de Porres, más conocido como Fray Escoba.

El campo, pues, donde debía fructificar aquel hombre estaba más que bien sembrado y regado. Pero Antonio llevaba una vida mundana que mudó cuando se dio cuenta de que no era la más adecuada. Así, ingresó en la Compañía de Jesús el 12 de noviembre de 1606 a la edad de 21 años, siendo ordenado sacerdote en 1612.

Podemos decir que el P. Antonio estaba entusiasmado con los indios que le habían tocado, por así decirlo, evangelizar. Su labor para con ellos puede considerarse, verdaderamente, impagable y desplegó un amor a tener muy en cuenta. Aprendió la lengua guaraní (destinado estaba en Guayrá, noroeste del Paraguay) con tal destreza que podemos asegurar que le fue concedido el don de lenguas. Así, se dedicó también a la educación del indio con todas sus fuerzas y se caracterizó por un coraje grande pues “cuando se trataba de una nueva fundación, se lanzaba con un empuje rayano en la temeridad” (p. 262).

De todas formas, el P. Antonio, si hablamos de sus bondades espirituales, no es poco decir queserá preciso, le enseña Montoya a su confidente espiritual, el despojo total del alma, mediante un ofrecimiento libre irretractable de abandono en las manos de Dios, ‘fundiendo el metal de su voluntad en el metal de otra’, de tal modo que se vuelva totalmente ‘enajenada’, hecha de otro, desapropiada, al punto de tornar real lo del Apóstol: ‘ya no vivo yo sino que Cristo vive en mí’” (p. 282).

Y, como, verdaderamente, sería imposible, siquiera resumir las peripecias del P. Antonio Ruiz de Montoya, S.J, traemos aquí, como hemos hecho antes con otros de nuestros arquetipos, el poema que le escribió Antonio Caponnetto. Dice tal que así

El Guayrá en la acechanza sin abrigo,
una noche apartada de la estrella,
el martirio esperando tras la huella
y yo siempre contigo.
Tayaoba me busca sin descanso
declarándome furia de enemigo
junto al río su puño se hace manso
y yo siempre contigo.
Este cuerpo frailuno que castigo
por la legua infinita del abismo,
lleva a todos el agua del bautismo
y yo siempre contigo.
Buen grano para hostias voy sembrando,
el sol de la cosecha es el testigo,
ya comulgan los indios meditando
y yo siempre contigo.
En el canto, en la misa, en el mensaje,
en el nuevo poblado que bendigo,
los ángeles cubrían el paisaje
y yo siempre contigo.

Todo es milagro aquí, no me desdigo
(después me acusarán con aquel mote
de tener la cabeza de Quijote…)
y yo siempre contigo.
Siempre contigo Dios de las Milicias,
desnudo como un páramo mendigo,
agitan bandeirantes sus codicias
y yo siempre contigo.
En hombros de sus hijos, como un padre,
regresaba a su tierra pregonera.
Voces indias rezaban a la Madre
y España sonreía misionera.

Por cierto, eso de que fue llevado a hombros de sus “hijos, como un padre”, no es exageración porque los indios, sus indios, recorrieron (ida y vuelta) 11.000 kilómetros para que el cuerpo del P. Antonio Ruiz de Montoya, S. J. regresara a sus reducciones. Así, lo llevaron en hombros pasando por cada una de ellas hasta ser enterrado en la sacristía “del templo de la reducción de Loreto, en la actual provincia argentina de Misiones” (p. 288).

En realidad, hoy día aún no se ha encontrado la tumba de aquel notable misionero y hombre de Dios. Será porque el Creador ha premiado con tal estancia entre los suyos a tan buen hijo.

Leer la primera parte.

Eleuterio Fernández Guzmán