14.11.13

El mártir al que mataron mientras escapaba

A las 12:02 AM, por Santiago Mata
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Ningún mártir beatificado murió un 14 de noviembre, pero hay dos que nacieron tal día: una de las 23 adoratrices cuya historia contamos recién, y uno de los 15 hospitalarios asesinados en Calafell y beatificados en 1992.

Pudo ponerse a salvo y no lo hizo
Dionisia (Sulpicia del Buen Pastor) Rodríguez Anta, nacida en Cerecinos de Campos (Zamora) el 14 de noviembre de 1890, fue fusilada el 10 de noviembre de 1936 en Vicálvaro (tapias del cementerio de la Almudena) y beatificada en 2007 con sus 22 compañeras adoratrices.

Enrique Beltrán Llorca, de 36 años (había nacido en Villarreal, Castellón, el 14 de noviembre de 1899), era novicio de la Orden Hospitalaria de los Hermanos de San Juan de Dios (Hospitalarios). Fue fusilado en Calafell (Tarragona) el 30 de julio de 1936, con 14 compañeros, y beatificado el 25 de octubre de 1992, dentro de la causa de 69 hospitalarios encabezada por los beatos Braulio María Corres Díaz de Cerio y Federico Rubio Álvarez.

A pesar de su edad madura, Beltrán no llegó a cumplir cinco meses como novicio. Según Abel Moreno, fue educado en el colegio de los PP. Franciscanos de Villarreal, frecuentaba su parroquia y pasaba su juventud practicando obras de misericordia.

Tomó la decisión de hacerse religioso de San Juan de Dios a los 36 años, junto con su amigo Domingo Pitarch ingresando en Sant Boi de Llobregat (Barcelona) e iniciando el noviciado el 6 de marzo de 1936,en Calafell (Tarragona).
Su relación con el maestro de novicios y los compañeros le ayudaron a sobrellevar los días del 24 al 30 de julio, pasados entre los milicianos en el sanatorio.

Al ser invitado el día 30 a quedarse, prefirió marcharse aceptando los riesgos a que se exponía. Siguió voluntarioso con los compañeros hasta el momento del martirio. Pero afectado ante los disparos, emprendió la carrera, siendo alcanzado y muriendo. Sus reliquias están en la capilla del Hospital de San Juan de Dios en Sant Boi de Llobregat (Barcelona), junto con las de otros 16 hospitalarios.

¿Quién rehusará la dicha del martirio?
El caso de Beltrán y el de su amigo el también novicio Domingo Pitarch, y en general los de estos hospitalarios, quizá sean significativos de lo difícil que es a veces encasillar a los mártires. Después de que quien hacía cabeza, el hermano Braulio, les animara a aceptar el martirio, se quedaron con los milicianos que ocupaban el sanatorio desde el 24 de julio cuatro hermanos profesos y cuatro novicios. Por una parte se dice que los milicianos les hicieron optar entre marcharse sin protección (ocultándoles que en realidad los iban a matar) y que la mayoría prefirió marcharse (abandonando su misión y a los enfermos), por temor a que quedarse implicara pecar… Es decir, eligieron sufrir un mal (el peligro de muerte, aunque no tuvieran certeza de él) antes que el peligro de hacer un mal (pecar): esta decisión que convierte en santo a cualquiera que afronta así la muerte, convierte en mártir a quien sufre muerte por odio a la fe. Y no hace falta ninguna otra condición. Ni la de ir cantando, ni la de gritar viva Cristo Rey, ni la de manifestar el perdón o rezar el credo, ni la de no rebelarse: de aquí que no importe que, al oír los tiros, salgan corriendo tratando de salvarse, estos que en un principio no se aferraron a la salvación de sus vidas: salir corriendo es una reacción natural que no anula la decisión tomada cuando realmente podían salvar su vida, a nadie se le exige impasibilidad, y menos si queda un resquicio legítimo para escapar. Incluso pedir a los asesinos piedad en el último momento no es renegar de la fe, como veremos que hicieron dos cuyos nombres no se dan, lo mismo que no lo era quedarse en el sanatorio (aunque a la mayoría pareciera riesgo mayor que el irse).

Y tras esta reflexión un tanto larga vaya un resumen de lo expuesto por el postulador de las causas hospitalarias, Félix Lizaso Berruete: En el Santuario Marítimo de San Juan de Dios de Calafell convivían, además de los enfermos, en su gran mayoría niños, una comunidad y el noviciado. El 22 de julio de 1936, la parroquia del pueblo fue profanada. El 24 de julio, sobre las dos y media de la tarde, el Sanatorio se vio invadido por un grupo de milicianos armados, que los registraron buscando armas sin encontrar nada. Se fueron prometiendo volver al día siguiente con personal para el Hospital y les exigieron que se quitaran los hábitos: “Ya nadie viste hábitos; todos somos iguales”.

Pasaron la noche de preparación y de reparación; confesiones, adoración. Durmieron muy poco, esperaban que esa noche fuera la última que pasarían allí. El sábado 25 muy de madrugada celebraron la misa, durante el día los religiosos se recogían visitando al Señor con cierto nerviosismo. Hacia las seis de la tarde aparecieron los milicianos, pidieron las llaves al Superior y se hicieron cargo de todo.

Los religiosos seguirían hasta que llegase el personal suplente, pero bajo las ordenes de los milicianos. El domingo día 26 ya no hubo misa y se rezaba en la capilla del noviciado. Al levantar los novicios a los niños y rezar se les prohibió hacerlo, burlándose y mofándose de la religión; les decían que a cambio de rezos tendrían juguetes y cine en la capilla, y que en adelante serian despertados con el grito: “¡No hay Dios!” y contestarían “¡Viva el comunismo!”. Pasaron el día con un gran temor, mientras por la noche y orientados por el maestro de novicios -hermano Braulio María-, se hicieron actos de desagravio.

El lunes 27 a las tres de la madrugada se celebró misa y todos comulgaron. A media mañana llegaron algunas mujeres como enfermeras, pero en vez de preocuparse de los enfermos, comían y bebían sin cesar, hasta ponerse ebrias y decir: “Estos frailes son nuestros criados; ya era hora de que esto cambiara”.

El martes 28 de madrugada celebraron también la misa; los milicianos se dedicaron a eliminar todas las señales religiosas y profanándolas decían: “Con este Cristo tenemos que acabar”. Mientras los religiosos prepararon su equipaje e incluso se les proporcionó documentación para viajar a Francia, ante la creencia de que saldrían libres ese mismo día.

El jueves día 30 celebraron la ultima misa muy de madrugada; antes de comulgar el hermano Braulio María les predicó: “Amadísimos hermanos; vais a recibir de mis manos pecadoras el Cuerpo adorable de Nuestro Señor Jesucristo, oculto en esta pequeña Hostia. Yo no lo se, pero tal vez sea la ultima vez que le recibimos oculto bajo estos velos de pan, en este miserable destierro de lágrimas. Avivemos por lo tanto nuestra fe; digámosle con los apóstoles: Señor aumenta en nosotros la fe. Pronto, muy pronto vamos a tener la inefable dicha de verle sin velos, tal cual Él es y poseerle sin temor a perderle.¡Oh amadísimos hermanos! ¡Que dicha la nuestra si el Señor nos concediera tanta felicidad! Y ¿quien la rehusará cuando en estos momentos parece como que nos conducen en triunfo a este final glorioso? ¡Animo y adelante, hasta el martirio si es preciso!”.

A las nueve los reunió el jefe de los milicianos y les dijo: “Los que quieran marcharse pueden hacerlo, pero no les podemos dar salvoconducto, ni documentación alguna, ni respondemos de sus vidas una vez salgan de la Casa. Los que quieran pueden quedarse con nosotros”. La mayoría optó por salir, “pues si nos quedamos corremos el peligro de perder nuestras almas”. Los novicios se despidieron con un beso a la imagen de la Virgen del noviciado y dándose un abrazo. Los milicianos determinaron dejar ocho hermanos para el servicio del Sanatorio. Los otros salieron en dos grupos hacia las estaciones del tren de Sant Vicenç de Calders (El Vendrell) y Calafell. De camino, los milicianos separaron al hermano Constancio y junto a la vía lo ametrallaron. Después recogieron a los dos grupos en una camioneta y siguieron juntos hasta el final.

Fueron llevados primero a la Plaza de Vendrell, donde un gran gentío estaba profanando la iglesia; y mientras los jefes decidían qué hacer, el gentío quiso apoderarse de ellos. De nuevo en la camioneta se los llevaron en dirección a Barcelona. A pocos kilómetros, observando el hermano Braulio María que les seguían otros coches les advirtió: “Hijos mios, ahora nos van a matar; haced un acto de contrición que os voy a dar la absolución”; y absolvió a todos. Sin salir del término de Calafell pararon las camioneta, y los bajaron. Cuatro jóvenes fueron excluidos y los dejaron libres; otros dos más expresaron su deseo de unirse a ellos sin recibir respuesta alguna. Casi una veintena de milicianos dispararon a la orden de fuego, mientras los 14 religiosos gritaban ¡Viva Cristo Rey! Eran sobre las cinco de la tarde. Registrados los cadáveres, encontraron algún Detente del Sagrado Corazón. Los milicianos burlándose decían “Detente bala” y golpeaban los cadáveres con los fusiles. Los enterraron en el cementerio de Calafell, donde permanecieron hasta 1940.

El novicio Enrique Beltrán salió a la carrera al producirse los disparos, siendo alcanzado y muriendo. También el novicio Domingo Pitarch trató de huir ante el tiroteo y cayó herido, manchando con su sangre un crucifijo y un rosario que, antes de que lo remataran, entregó a un miliciano con el ruego de que se lo llevara a su madre. Uno de los liberados, Daniel Asunce, relató que tal deseo no se cumplió, sino que tiraron al suelo allí mismo esos objetos y los patearon.

Del actual abandono del sanatorio dan idea estas fotos.

Más sobre los 1.523 mártires beatificados, en “Holocausto católico”.