23.11.13

Cristo es la consumación de todo

A las 2:24 AM, por Guillermo Juan Morado
Categorías : General

 

Cristo es la consumación de todo. Por Él y para Él fueron creadas todas las cosas, “celestes y terrestres, visibles e invisibles” (Col 1,16). Su dominio abarca el cosmos entero y su sangre, derramada en la Cruz, reconcilia con Dios todos los seres.

Es justamente en la Cruz donde ya no caben los malentendidos, donde ya es posible proclamar sin ambigüedades su realeza. Así lo atestigua un letrero y así lo testimonia uno de los crucificados con Él: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (cf Lc 23,35-43).

En el Via Crucis del Viernes Santo de 2005 el Papa Benedicto XVI – entonces Cardenal Ratzinger – comentaba: “Sobre la cruz – en las dos lenguas del mundo de entonces, el griego y el latín, y en la lengua del pueblo elegido, el hebreo – está escrito quien es Jesús: el Rey de los judíos, el Hijo prometido de David. Pilato, el juez injusto, ha sido profeta a su pesar. Ante la opinión pública mundial se proclama la realeza de Jesús. Él mismo había declinado el título de Mesías porque habría dado a entender una idea errónea, humana, de poder y salvación. Pero ahora el título puede aparecer escrito públicamente encima del Crucificado. Efectivamente, él es verdaderamente el rey del mundo. Ahora ha sido realmente «ensalzado». En su descendimiento, ascendió. Ahora ha cumplido radicalmente el mandamiento del amor, ha cumplido el ofrecimiento de sí mismo y, de este modo, manifiesta al verdadero Dios, al Dios que es amor. Ahora sabemos que es Dios. Sabemos cómo es la verdadera realeza”.

La verdadera realeza tiene que ver con la potencia del amor, que atrae hacia sí todas las cosas y se concreta en el servicio: “Un servicio que no se mide por los criterios mundanos de lo inmediato, lo material y vistoso, sino porque hace presente el amor de Dios a todos los hombres y en todas sus dimensiones, y da testimonio de Él, incluso con los gestos más sencillos” (Benedicto XVI, “Homilía en la Plaza del Obradoiro”, 6-XI-2010).

Para entrar en el paraíso, para ser ciudadanos de su Reino, es preciso compartir su Cruz, viviendo en conformidad con esa vocación de servicio. La santa Cruz, la señal del cristiano, no es un símbolo de las tiranías de este mundo, sino un emblema del amor de Dios que resplandece en Cristo. Glorificamos la Cruz, la ensalzamos y la adoramos, cuando nos convertimos voluntariamente en servidores de todos los hombres, especialmente de los pobres y de los que sufren.

Los cristianos cumpliremos esa misión de servicio si vencemos en nosotros mismos el reino del pecado, si nos dejamos ganar por la libertad regia de Jesucristo, una libertad que se identifica con la obediencia al Padre y con la renuncia a todos los ídolos, reconociendo únicamente la divinidad de Dios.

De esta conversión al Señor brota una energía capaz de transformar el universo, capaz de infundir alma donde no hay alma, de apostar por la vida donde reina la muerte, de luchar por la justicia donde parece triunfar la injusticia. El Reinado de Cristo no es de este mundo, porque no es una creación mundana, pero sí tiene la virtud de renovar la tierra mientras esperamos el cielo.

Por eso la Iglesia no se cansa ni se desentiende de este mundo y, al evangelizar sin cesar a los hombres, trabaja para que puedan “informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive” (Apostolicam actuositatem, 13), suscitando en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Nada hay que temer de la realeza de Cristo.

Como decía el Papa en la Inauguración de su pontificado: “No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo. Quien se da a Él, recibe el ciento por uno. Sí, abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo, y encontraréis la verdadera vida”.

Guillermo Juan Morado.