23.11.13

 

Veinte siglos después de que Dios enviara a su Hijo a rescatarnos, las cosas no han mejorado sustancialmente. Cierto que en muchas naciones no tenemos la lacra de la esclavitud, que era el pan nuestro de cada día en tiempos en que nuestro Señor estuvo entre nosotros. Pero ha sido sustituida por el holocausto del aborto, que hace palidecer a esas sociedades paganas que sacrificaban a sus hijos a ídolos de piedra. Y no hay más que leer los periódicos o ver las noticias por televisión para darse cuenta que sigue siendo cierto lo que dijo Jesús, a saber, que Satanás es el príncipe de este mundo.

El Espíritu Santo tuvo a bien inspirar a San Pablo para escribir una carta a los gálatas, en la que les advertía los límites de la voluntad humana a la hora de cambiar las cosas. La ley mosaica había ejercido de maestra que preparaba el camino al Señor, a la gracia que transforma de verdad a las personas. Los preceptos de la ley eran buenos, pero por sí mismos no cambiaban el corazón de los miembros del pueblo de Dios. Era necesario algo mejor: dejarse guiar por el Espíritu. Así lo explica el apóstol:

Os digo, pues: Andad en espíritu y no deis satisfacción a la concupiscencia de la carne. Porque la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu, y el espíritu tendencias contrarias a las de la carne, pues uno y otro se oponen de manera que no hagáis lo que queréis. Pero si os guiáis por el Espíritu, no estáis bajo la Ley. (Gal 5,17-18)

En Romanos el propio San Pablo explicó aquello de que “no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom 7,19). No hablaba un hombre desconocedor de la ley divina. Desde la caída de los primeros padres, el hombre es incapaz por sí mismo de obrar el bien de forma continua en su vida. Necesita de la asistencia del Espíritu Santo, único que puede convertir al ser humano de un instrumento de iniquidar en herramienta de construcción del Reino de Dios.

El problema es que muchos que se dicen cristianos siguen demasiado atados a los deseos de la carne. El apóstol describe cuáles son los frutos de esa esclavitud:

Ahora bien, las obras de la carne son manifiestas, a saber: fornicación, impureza, lascivia, idolatría, hechicería, odios, discordias, celos, iras, ambiciones, disensiones, facciones, envidias, embriagueces, orgías y otras como éstas, de las cuales os prevengo, como antes lo hice, que quienes tales cosas hacen no herederán el reino de Dios. (Gal 5,19-21)

Todas esas actividades, y más, las tenemos delante de nuestros ojos. Y no podemos caer en la ingenuidad -o algo peor- de aquellos que, incomprensiblemente, han llegado a pensar y decir que los hombres, aun por sí solos, están propensos a condenar las obras de la carne, singularmente aquellas costumbres de vida que desprecian a Dios y a su ley. Ni que los hombres no vayan a caer en una excesiva confianza en los progresos de la técnica y el bienestar fundado exclusivamente sobre las comodidades de la vida. Hay cosas que no cambian, por más buenismo y falso humanismo que se le quiera echar a la realidad.

Sin embargo, hay un camino mejor:

Los frutos del Espíritu son: caridad, gozo, paz, longanimidad, afabilidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza. Contra éstos no hay Ley. (Gal 5,22)

¿Se imaginan ustedes un mundo regido por esas características? ¡Qué maravilla sería! Pero “lasciate ogni speranza". Tal cosa es imposible si todos los hombres no son de Cristo y no viven del Espíritu de Dios:

Los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con sus pasiones y concupiscencias. Si vivimos del Espíritu, andemos también según el Espíritu. (Gal 5,23-24)

Ahora bien, que el mundo incrédulo sea incapaz de andar en los caminos del Señor es algo lógico. El drama está en aquellos que en algún momento de sus vidas han puesto su rodilla en tierra para reconocer el señorío de Cristo y ahora viven como si siguieran arrodillados ante el príncipe de este mundo.

La mayor parte de los cristianos viven en una constante lucha entre esa parte de ellos que tira hacia el mundo y la gracia que les conduce hacia el Reino de Dios. Unos andan más cerca de la carnalidad que otros, pero lo fundamental es que todos sean conscientes dónde está la meta. Es preferible un cristiano carnal que reconoce el pecado en su vida y confía en la labor santificadora de Dios en su vida, a uno que comete la necedad de creerse ya lo suficientemente santo.

Cuando Cristo regrese, lo que queda de este mundo entregado a Satanás llegará a su fin. Mientras tanto, nos corresponde a nosotros ser testigos del Reino de Dios en la tierra. Solo así muchos podrán escapar de la condenación para venir a la salvación que el Señor nos consiguió en la Cruz y se atestiguó en su gloriosa resurrección.

Luis Fernando Pérez Bustamante