28.11.13

Francisco. Una respuesta a ciertos críticos

A las 12:23 AM, por Andrés Beltramo
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Cuando se publicó la primera gran entrevista periodística al Papa Francisco, concedida a la revista jesuita “La Civiltà Cattolica", un terremoto sacudió a la Iglesia. Por muchas razones. Entre ellas por la franqueza con la cual el obispo de Roma abordó muy diversos temas. Y por el enfoque innovativo con el cual enfocó asuntos clave de la actualidad eclesiástica. Al leerla, más de uno salto de la silla. La naturalidad (y en cierto sentido crudeza) de las frases de Bergoglio despertaron no pocas alarmas. Y multiplicaron los críticos, que ya venía arrastrando el Sumo Pontífice.

Para algunos aquella entrevista fue un “desastre". Existe quien todavía lo piensa. Uno de sus pasajes tocó sensibilidades entre notables exponentes del pensamiento católico que estaban muy cómodos durante el papado de Benedicto XVI. O al menos se sentían justificados, animados, sostenidos. En un sector del amplio mundo de los activistas católicos pro-vida y pro-familia a nivel internacional, aquellos que dan todos los días la batalla para defender los valores “no negociables” para la Iglesia (el matrimonio heterosexual o la protección de la vida, desde su concepción hasta su fin natural), las palabras de Francisco fueron percibidas como un gancho al hígado.

Cayó como un balde de agua fría un párrafo en concreto, en el cual el Papa sostuvo: “No podemos seguir insistiendo solo en cuestiones referentes al aborto, al matrimonio homosexual o al uso de anticonceptivos. Es imposible. Yo no he hablado mucho de estas cuestiones y he recibido reproches por ello. Pero si se habla de estas cosas hay que hacerlo en un contexto. Por lo demás, ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia, pero no es necesario estar hablando de estas cosas sin cesar".

Es cierto, una buena parte de la prensa secular leyó esas palabras como la firma, por escrito, de una “rendición” a defender aquellos valores “no negociables” por parte de quien más debería defenderlos. A casi nadie interesó destacar la segunda parte del párrafo, en la cual Francisco propuso: “Tenemos, por tanto, que encontrar un nuevo equilibrio, porque de otra manera el edificio moral de la Iglesia corre peligro de caer como un castillo de naipes, de perder la frescura y el perfume del Evangelio".

El pontífice habló de “nuevo equilibrio", no de sucumbir ante el modernismo y el progresismo, ese que (según él mismo dijo tiempo después en una homilía en Santa Marta) busca justamente negociar todo, inclusive los valores no negociables, y condena al sacrificio a miles de inocentes. Léase, por ejemplo, el aborto.

Es entendible (aunque no justificable, cuando se trata de periodistas) que quien está fuera de la Iglesia y carece de contexto, tienda a leer los dichos de Bergoglio de manera plana. Y no advierta matices. Pero eso no debería ocurrir entre los católicos. Al menos en teoría. Aún así sucedió. Por aquí y por allá se extendió la duda, la angustia, el recelo. Los otrora férreos defensores de la institución papal brillaron por su ausencia. Prolíficos pensadores de ayer, lloraron en público sus miserias. Y hasta en la Curia Romana cundió el desconcierto. “El Papa había tirado la toalla, transado con el mal". Un escenario desolador pareció imponerse.

Empero quienes han seguido el pasado el vicario de Cristo, sobre todo su servicio como arzobispo de Buenos Aires y presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, saben bien que es un hombre sin pelos en la lengua. Que no tiene empacho de decir las verdades de frente, sea quien sea el interlocutor. Pero saben también que lejos está de ser un “radical". Uno que no se obsesiona con ciertas luchas, aunque estas sean de primordial urgencia.

Las explicaciones a esa forma de actuar de Bergoglio eran múltiples. Para unos su estilo era (y es) producto de una decisión meramente estratégica. Otros lo consideran un sello pastoral. De todas maneras existía casi un consenso unánime respecto de que no eran casuales ciertos silencios suyos. Silencios que a veces incomodaban, sobre todo cuando se discutían en su natal Argentina asuntos capitales como el aborto, el “matrimonio homosexual” y otros similares.

¿Por qué actuó así? ¿Tienen razón los críticos que lo consideran tibio, poco jugado, acomodaticio ante temas espinosos? Una sorprendente respuesta a quienes levantaron legítimas perplejidades la dio el mismo Papa en su exhortación apostólica “Evangelii gaudium". Citando a San Agustín, al Concilio Vaticano II y a los padres de la Iglesia, Francisco precisó el punto. Abajo ofrecemos los parrafos en cuestión. Se comentan sólos, como también el documento papal, que nunca nos cansaremos de recomendar. En estos párrafos está más que claro que el Papa no es ni un ingenuo, ni un imporvisado.

III. Desde el corazón del Evangelio

34. Si pretendemos poner todo en clave misionera, esto también vale para el modo de comunicar el mensaje. En el mundo de hoy, con la velocidad de las comunicaciones y la selección interesada de contenidos que realizan los medios, el mensaje que anunciamos corre más que nunca el riesgo de aparecer mutilado y reducido a algunos de sus aspectos secundarios. De ahí que algunas cuestiones que forman parte de la enseñanza moral de la Iglesia queden fuera del contexto que les da sentido.

El problema mayor se produce cuando el mensaje que anunciamos aparece entonces identificado con esos aspectos secundarios que, sin dejar de ser importantes, por sí solos no manifiestan el corazón del mensaje de Jesucristo. Entonces conviene ser realistas y no dar por supuesto que nuestros interlocutores conocen el trasfondo completo de lo que decimos o que pueden conectar nuestro discurso con el núcleo esencial del Evangelio que le otorga sentido, hermosura y atractivo.

35. Una pastoral en clave misionera no se obsesiona por la transmisión desarticulada de una multitud de doctrinas que se intenta imponer a fuerza de insistencia. Cuando se asume un objetivo pastoral y un estilo misionero, que realmente llegue a todos sin excepciones ni exclusiones, el anuncio se concentra en lo esencial, que es lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más necesario. La propuesta se simplifica, sin perder por ello profundidad y verdad, y así se vuelve más contundente y radiante.

36. Todas las verdades reveladas proceden de la misma fuente divina y son creídas con la misma fe, pero algunas de ellas son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado. En este sentido, el Concilio Vaticano II explicó que «hay un orden o “jerarquía” en las verdades en la doctrina católica, por ser diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana». Esto vale tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de las enseñanzas de la Iglesia, e incluso para la enseñanza moral.

37. Santo Tomás de Aquino enseñaba que en el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden. Allí lo que cuenta es ante todo «la fe que se hace activa por la caridad» (Ga 5,6). Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu: «La principalidad de la ley nueva está en la gracia del Espíritu Santo, que se manifiesta en la fe que obra por el amor». Por ello explica que, en cuanto al obrar exterior, la misericordia es la mayor de todas las virtudes: «En sí misma la misericordia es la más grande de las virtudes, ya que a ella pertenece volcarse en otros y, más aún, socorrer sus deficiencias. Esto es peculiar del superior, y por eso se tiene como propio de Dios tener misericordia, en la cual resplandece su omnipotencia de modo máximo».

38. Es importante sacar las consecuencias pastorales de la enseñanza conciliar, que recoge una antigua convicción de la Iglesia. Ante todo hay que decir que en el anuncio del Evangelio es necesario que haya una adecuada proporción. Ésta se advierte en la frecuencia con la cual se mencionan algunos temas y en los acentos que se ponen en la predicación. Por ejemplo, si un párroco a lo largo de un año litúrgico habla diez veces sobre la templanza y sólo dos o tres veces sobre la caridad o la justicia, se produce una desproporción donde las que se ensombrecen son precisamente aquellas virtudes que deberían estar más presentes en la predicación y en la catequesis. Lo mismo sucede cuando se habla más de la ley que de la gracia, más de la Iglesia que de Jesucristo, más del Papa que de la Palabra de Dios.

39. Así como la organicidad entre las virtudes impide excluir alguna de ellas del ideal cristiano, ninguna verdad es negada. No hay que mutilar la integralidad del mensaje del Evangelio. Es más, cada verdad se comprende mejor si se la pone en relación con la armoniosa totalidad del mensaje cristiano, y en ese contexto todas las verdades tienen su importancia y se iluminan unas a otras. Cuando la predicación es fiel al Evangelio, se manifiesta con claridad la centralidad de algunas verdades y queda claro que la predicación moral cristiana no es una ética estoica, es más que una ascesis, no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores. El Evangelio invita ante todo a responder al Dios amante que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer! Todas las virtudes están al servicio de esta respuesta de amor. Si esa invitación no brilla con fuerza y atractivo, el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes, y allí está nuestro peor peligro. Porque no será propiamente el Evangelio lo que se anuncie, sino algunos acentos doctrinales o morales que proceden de determinadas opciones ideológicas. El mensaje correrá el riesgo de perder su frescura y dejará de tener «olor a Evangelio».

Cuidar la fragilidad

213. Entre esos débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo. Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano. Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos, que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno. La sola razón es suficiente para reconocer el valor inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe, «toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre».

214. Precisamente porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana. Pero también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas situaciones de tanto dolor?