Evangelización y pobreza

 

Hemos de evangelizar a todos los hombres; ricos y pobres; débiles y enfermos o sanos; jóvenes o viejos; sabios o ignorantes. Todos son almas redimidas por Cristo, al precio infinito de su sangre. Nos interesan todas las almas, sin otra distinción o matiz.

10/02/14 6:11 PM


Evangelización y pobreza.

Un reciente lema episcopal, Evangelizar a los pobres, me hace poner por escrito unas reflexiones personales. No tanto por el lema en sí, sin duda lleno de los más loables proyectos apostólicos, como porque los pobres, la pobreza, se han convertido en conceptos tan reiterados que pueden resultar confusos o restrictivos.

Doy por supuesto que sabemos en qué consiste evangelizar; me pregunto, sin embargo, por el concepto pobres; ¿quiénes son pobres?. La mayor pobreza, sin duda, es no conocer a Cristo; en ese caso el lema me parece reiterativo e innecesario. Sería tanto como decir: evangelizar, es decir, dar a conocer a Cristo a los que no le conocen; plenamente de acuerdo, sin duda, pero basta con decir, simplemente, evangelizar.

Si el término pobres describe una determinada situación económica, situar sus límites me parece tarea imposible. ¿Qué baremo o cifra estableceremos para fijar el límite de la pobreza?. Es pobre el que carece de bienes, pero ¿cuántos y hasta qué punto?. Y el que tiene bienes, pero vive desprendido de ellos, como si fuese simple administrador, y los usa también en servicio de los demás, ¿no es acaso pobre, aunque sea rico?. El debate sería tan largo y nos llevaría a conclusiones tan dispares que no me parece oportuno plantearlo; ni siquiera creo que aporte luz a la verdadera cuestión.

Aceptemos pobres en la forma que cada cual quiera emplearlo. No es esa la cuestión que me hace reflexionar, sino esta otra: hay que evangelizar a los ricos, a lo que nosotros consideremos ricos, o no?. Tal exclusión me parece disparatada, absurda y contraria al Evangelio.

Sí, contraria al Evangelio. De ser así, Marta, María y Lázaro no habrían sido los grandes amigos del Señor en esta tierra; ni habría comido en casa de Zaqueo, y tantos otros ricos, ni habría llamado al apostolado a Mateo y a buena parte de sus Apóstoles y discípulos; ni José de Arimatea y Nicodemo, hombres ricos e influyentes, habrían podido gastar una considerable cantidad de dinero parda embalsamar el cuerpo muerto del Señor.

Si no hubiesen sido evangelizados los ricos y poderosos, el Imperio Romano habría seguido siendo pagano y el Cristianismo una religión ilícita. Si no lo hubiesen sido los jefes de los pueblos germanos instalados en el Imperio, Clodoveo no se habría bautizado, ni ninguno de los demás tampoco, desde Britania a Germania o Hispania. Según ese criterio, nos veríamos privados de, al menos, las tres cuartas partes de los Papas, de gran parte del episcopado de la Iglesia Universal y de parte muy considerable de su santoral.

Si los miembros de familias influyentes no hubiese recibido el Evangelio no tendríamos a Santos como Benito de Nursia o Bernardo de Claraval, ni monacato, en consecuencia; ni Tomás de Aquino habría expuesto la más acabada exposición de la fe; ni Teresa de Cepeda sería doctora de la Iglesia, o Ignacio de Loyola el creador de la disciplinada milicia vigilante de la ortodoxia. Ni tantos mártires de la primera Iglesia y grandes hombres y mujeres de todos los tiempos, santos gigantes, pero, lamentablemente, de orígenes ilustres o familias poderosas.

Hemos de evangelizar a todos los hombres; ricos y pobres; débiles y enfermos o sanos; jóvenes o viejos; sabios o ignorantes. Todos son almas redimidas por Cristo, al precio infinito de su sangre. Nos interesan todas las almas, sin otra distinción o matiz.

Lo otro me parece empobrecedor, restrictivo, poquita cosa. Sobre todo cuando recuerdo, todavía estremecido por la sacudida que me produjeron, la primera vez que las oí, directamente de su boca, las palabras de la homilía de aquél Atleta de la fe, el papa Juan Pablo II, en su primera intervención del Pontificado en la Plaza de San Pedro, aquél domingo 22 de octubre de 1978:

¡Hermanos y hermanas! ¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!

¡Ayudad al Papa y a todos los que quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a la humanidad entera!

¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! .

En su versión italiana esta frase es aun más rotunda:

Aprite, anzi, spalancate le porte a Cristo! . Abrid, más aún, «desquiciad» las puertas a Cristo. Y a continuación abría un panorama atractivo, impresionante, seductor, como el Evangelio mismo:

Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura. de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo El lo conoce!.

Comparado con esto, los conceptos reiterados que venimos repitiendo, los estribillos acuñados, qué poca cosa me parecen, qué reduccionistas, qué pequeños.

 

Vicente Ángel Álvarez Palenzuela

Catedrático de Universidad