14.02.14

 

Lo que acaba de ocurrir en Bélgica, por salvaje y aberrante que nos parezca, no es sino un paso más en un camino de destrucción de una civilización que, alguna vez, tuvo raíces cristianas. En ese país, otrora católico, se ha decidido que a los niños que están sufriendo una enfermedad incurable y que les causa mucho sufrimiento, pueden ser matados si ellos -pobrecillos, ¿cómo van a poder decidir libremente?- y/o los padres así lo solicitan. El actual estado de la medicina hace que no haya un solo paciente que tenga que pasar por un sufrimiento físico indecible. La sedación permite evitar ese dolor. Por tanto, lo que se plantea es matar antes que sedar.

La eutanasia es el penúltimo escalón en la cultura de la muerte. Primero fue la proliferación de la anticoncepción. Le siguió el aborto en determinados supuestos, algunos de ellos claramente eugenésicos. Luego llegó el “derecho” al aborto en determinados plazos (en algunos estados de EE.UU hasta el día antes de dar a luz). Ahora vemos como la eutanasia va extendiéndose cual chapapote asesino por todo el continente europeo. En algunos países, caso de Holanda, los ancianos prefieren no ir al hospital por tener miedo a que les quiten de en medio. De hecho, en el caso en que sufran algún tipo de demencia, no les corresponde a ellos tomar le decisión de si siguen viviendo o no.

Todo este tipo de “progresos” se llevan a cabo sin apartarse ni un milímetro de los principios de la democracia liberal. Es decir, un gobierno lleva a un parlamento una propuesta de ley, la misma se vota, se aprueba, y pasa a ser aplicada. Por medio de la democracia, el derecho a la vida desaparece. La institución familiar se convierte en una farsa y llega hasta la aberración de considerarse matrimonio la unión de personas del mismo sexo, que además tienen derecho a adoptar niños, que se encuentran con que en vez de tener un padre y una madre, tienen dos padres o dos madres.

Además, poco a poco van apareciendo leyes que buscan desarmar a aquellos que, por principios morales, se oponen a este avance de la obra de Satanás en Occidente. En Francia un anciano de 84 años ha sido declarado culpable por un tribunal por el “delito” de dar a una mujer embarazada un par de zapatos de bebé con el fin de disuadirla de abortar. En España vemos como se pide encausar a un cardenal electo por osar decir que la homosexualidad puede ser tratada. Y no olvidemos la polémica por un libro que, mal o bien, sostenía un modelo de relación entre el marido y la mujer basado en una interpretación de la Escritura y -eso no admite duda- en la Tradición de la Iglesia Católica y las iglesias ortodoxas. También pidieron retirarlo de la venta y la fiscalía abrió diligencias.

Los últimos Papas han hablado en repetidas ocasiones sobre la democracia. Aceptan la misma pero no sin condiciones. Ejemplos:

Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo.
El absolutismo de Estado (que no debe ser confundido, en cuanto tal, con la monarquía absoluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erróneo principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y de que frente a ésta -incluso cuando da libre curso a sus intenciones despóticas, sobrepasando los límites del bien y del mal- no se admite apelación alguna a ley superior moralmente obligatoria.
(Pío XII, Radiomensaje de Navidad de 1944)

“…la misma ley natural que rige las relaciones de convivencia entre los ciudadanos debe regular también las relaciones mutuas entre las comunidades políticas.
Este principio es evidente para todo el que considere que los gobernantes, cuando actúan en nombre de su comunidad y atienden al bien de la misma, no pueden, en modo alguno, abdicar de su dignidad natural, y, por tanto, no les es lícito en forma alguna prescindir de la ley natural, a la que están sometidos, ya que ésta se identifica con la propia ley moral.”
(Juan XXIII, Pacem in terris, nº 80-81)

“La Iglesia promueve el valor de la democracia, entendida como gestión participativa del Estado a través de órganos específicos de representación y control, al servicio del bien común; una democracia que, más allá de sus reglas, tenga un alma, constituida por aquellos valores fundamentales sin los cuales “se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto” -Centesimus annus, 46-”
(Juan Pablo II: Discurso al mundo de la cultura en Riga, 9 de septiembre de 1993).

“La historia demuestra con gran claridad que las mayorías pueden equivocarse. La verdadera racionalidad no queda garantizada por el consenso de una mayoría, sino sólo por la transparencia de la razón humana ante la Razón creadora y por la escucha de esta Fuente de nuestra racionalidad. Cuando están en juego «las exigencias fundamentales de la dignidad de la persona humana, de su vida, de la institución familiar, de la justicia del ordenamiento social, es decir, los derechos fundamentales del hombre, ninguna ley hecha por los hombres puede trastocar la norma escrita por el Creador en el corazón del hombre, sin que la sociedad quede golpeada dramáticamente en lo que constituye su fundamento irrenunciable".
(Benedicto XVI, discurso a los miembros de la Comisión Teológica Internacional, 5 de octubre del 2007)

Como vemos, los Papas han dicho “democracia sí, pero no absoluta”. Hay una serie de principios predemocráticos -básicamente la ley natural-, que no pueden ser quebrados. Es evidente que el derecho a la vida es el primero de todos. Pues bien, ese derecho no existe en prácticamente ninguna de las democracias existentes en Occidente. Y hay otros derechos igualmente irrenunciables que van siendo minados poco a poco desde la “legitimidad” democrática que emana de los gobiernos y parlamentos elegidos por los ciudadanos.

El problema que, en mi opinión, tiene hoy la Iglesia, es que apelar a la ley natural es poco más o menos lo mismo que hacer un brindis al sol. Porque lo primero que preguntan los que se oponen a la misma es “¿Dónde aparecen los artículos de esa ley?", “¿Quién dice lo que es ley natural o no?", “¿Dónde se ha votado?". Por tanto, por más que gritemos “ley natural, ley natural", ellos permanecerán sordos. No creen que exista y si lo creen, no están dispuestos a que alguien ajeno a ellos mismos sea el responsable de marcar sus límites.

Se apela mucho al diálogo y al consenso. Pero, sinceramente, ¿qué consenso puede haber con quienes creen que se puede matar a un ser humano antes de nacer o se puede unir en matrimonio a dos personas del mismo sexo? O como decía San Pablo: “… ¿qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿qué comunidad entre la luz y las tinieblas? ¿qué concordia entre Cristo y Belial?” (2 Cor 6,14-15).

No nos engañemos. Por más que estemos dispuestos a dialogar, siempre habrá un abismo insalvable con los adalides de la cultura de la muerte. No hay terreno intermedio en el que podamos caminar juntos. O se puede abortar o no. O la familia es lo que es, o deja de serlo. O se admite que se pueda matar a enfermos que lo piden o que estorban, o no se admite.

No cabe connivencia alguna de la Iglesia de Cristo con las democracias occidentales tal y como están planteadas y funcionando en este momento. Si alguna excepción hay, confirma la regla. Es el sistema en sí mismo, lo que está corrupto. Toca fijar los ojos en San Juan el Bautista, que murió mártir por denunciar a un rey corrupto. Toca fijar los ojos en Santo Tomás Moro, que prefirió derramar su sangre por Cristo antes que ceder ante otro rey inmoral. Toca fijar los ojos en los mártires cristeros de México y en la miriada de mártires durante la Guerra Civil española.

Todavía no estamos como en tiempos del nazismo, cuando la protesta de unos obispos holandeses contra la deportación de judíos, provocó una reacción aun más virulenta de los nazis y por tanto, más dolor a los que se pretendía defender. Lo cual, dicho sea de paso, convenció a Pío XII de que debía ser prudente, y por tanto sabio, a la hora de hablar de ese régimen despótico. Su actitud, lejos de ser cobarde -como algunos necios le acusan- salvó muchas vidas. Pero hoy la Iglesia puede, no sé por cuánto tiempo, alzar la voz de forma mucho más contundente denunciando a los gobiernos y parlamentos que han machacado los principios elementales por los que se debe regir una civilización que merezca sobrevivir. Y si en esa denuncia se encuentra con la oposición de la sociedad que apoya esos gobiernos y parlamentos, ¿cuál es el problema? ¿Acaso los primeros cristianos no eran despreciados por la sociedad en las que vivían? ¿No eran acusados de todas las barbaridades habidas y por haber?

Alguno me preguntará “¿y qué sistema político propones a cambio?” Pues sencillamente, no tengo ni idea. Solo sé que el actual es infame, nefasto, satánico, despreciable y condenable. Y que como cristiano fiel a Cristo y a su Iglesia no puedo callar. Eso sí, diré una cosa más. Hubo otros papas que nos avisaron de lo que pasaría. Pronunciaron discursos y escribieron encíclicas que hoy son objeto de desprecio o de desdén. No se equivocaron en nada. Fueron verdaderos profetas.

Para que no quede un poso demasiado amargo en este post, recomiendo vivamente la lectura de la serie que el P. José María Iraburu escribió sobre “Católicos y política” (primer post de un total de treinta). Merece mucho la pena y da tanto una visión de la doctrina católica sobre el tema como una serie de indicaciones sobre lo que los católicos podemos hacer dentro de este sistema perverso. En otras palabras, que no basta con denunciar. Hay que actuar, al menos mientras nos lo permitan. Cuando no nos lo permitan, llegará la hora del martirio.

Luis Fernando Pérez Bustamante