24.02.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Adoración eucarística de San Alfonso Mª de Ligorio

San Alfonso Mª de Ligorio

Señor mío Jesucristo, que por amor a los hombres estás noche y día en este sacramento, lleno de piedad y de amor, esperando, llamando y recibiendo a cuantos vienen a visitarte: creo que estás presente en el sacramento del altar. Te adoro desde el abismo de mi nada y te doy gracias por todas las mercedes que me has hecho, y especialmente por haberte dado tu mismo en este sacramento, por haberme concedido por mi abogada a tu amantísima Madre y haberme llamado a visitarte en esta iglesia.

Adoro ahora a tu Santísimo corazón y deseo adorarlo por tres fines: el primero, en acción de gracias por este insigne beneficio; en segundo lugar, para resarcirte de todas las injurias que recibes de tus enemigos en este sacramento; y finalmente, deseando adorarte con esta visita en todos los lugares de la tierra donde estás sacramentado con menos culto y abandono.

La adoración eucarística es un instrumento espiritual que enriquece sobre manera a los creyentes que la practican. San Alfonso Mª de Ligorio, amante de la Eucaristía, no puede, por menos, que dirigirse a Cristo porque es Él quien, con la entrega de su vida, procuró para sus discípulos un recuerdo, un traer al ahora mismo, lo que supuso aquel sacrificio.

A Jesús, hermano nuestro, a quien tenemos siempre en el Sagrario a la espera de ser visitado, le solemos pedir mucho o, lo que es lo mismo, tenemos mucho que pedirle pero en ocasiones, como es la que provoca esta oración, podemos decirlo lo que sentimos por estar ahí y las razones por las cuales lo amamos y queremos.

Es bien cierto que, para poder pedir a Cristo en tal forma debemos creer que, en efecto, está presente en el Santísimo Sacramento del altar. Sólo así, cumpliendo tan importante premisa, podremos seguir adelante con nuestra adoración.

No debemos adorar a Cristo desde un pensamiento soberbio. Eso está totalmente alejado de lo que se supone que somos y que no es otra cosa que humildes seres humanos creados por el Todopoderoso. Por eso le pedimos a Cristo, que, no siendo nada ante Él sabemos agradecer, sin embargo (por eso mismo) lo que nos ha concedido (a nosotros o a las personas por las que hayamos pedido en otras ocasiones) pues de bien nacidos es, como sabemos, ser agradecidos.

Lo que hacemos, esta adoración, la llevamos a cabo porque hemos sido llamados por Cristo a estar ante Él y, entonces, hemos manifestado, con un “sí” particular, que nada mejor que estar ante quien es la Vida, ante quien es el Camino y ante quien es la Verdad.

Pero por qué adoramos al Corazón de Cristo, podemos preguntarnos. Bien lo dice, en esta oración, san Alfonso Mª de Ligorio. Son fines que nos llevan, directamente, desde nuestro corazón, al que lo es del Hijo de Dios.

Antes que nada por el propio beneficio que supone poder adorar a Quien dio su vida por cada uno de sus hermanos, los hombres. Eso es lo básico y de lo que parte todo lo demás.

Pero también porque sabemos que muchas personas blasfeman contra Cristo y contra Dios. Por eso, en tal sentido, adoramos su corazón: para desagraviarlo y pedir perdón, a lo mejor, por lo poco que hacemos cuando eso pasa.

Pero no sólo Cristo es agraviado, así dicho, directamente, por acciones de hombres sino que, en multitud de lugares ni siquiera se tiene conocimiento del Hijo de Dios, de lo hizo y hace y si se tiene, en muchas ocasiones, se abandona su culto y el hecho mismo de dirigirse al Maestro, Enviado de Dios y Mesías del Creador.

Adoración eucarística que es necesaria tanto más cuando en el mundo muchos han olvidado que en el Sagrario está presente Quien es Todo y está en todos.

Eleuterio Fernández Guzmán