1.03.14

Ave verum Corpus, motete eucarístico de Gabriel Fauré.

A las 4:42 PM, por Raúl del Toro
Categorías : General

 

Después de unas cuantas semanas de ausencia –demasiadas, sin duda- traigo al blog un hermoso motete del compositor francés Gabriel Fauré (1845-1924): su Ave verum Corpus para dos voces y órgano. Aprovecharé para tratar un poco acerca del contexto histórico de la pieza, época interesante donde las haya en lo que toca a la música sacra.

En la versión que les presento el motete Ave verum Corpus es cantado por dos voces agudas, llamadas también tiples o voces blancas. Dentro de la clasificación de las voces, las de los niños y las mujeres cantan en el registro agudo debido a la particular configuración fisiológica de su aparato fonador. Existe una notable cantidad de música sacra compuesta para voces blancas debido a la importancia que las escolanías y coros infantiles de parroquias, colegios y comunidades religiosas han tenido históricamente: como lugares de educación musical y como actores fundamentales en la vida litúrgica de sus comunidades respectivas.

Esta importancia de las voces infantiles en la música sacra aumentó notablemente a partir de la segunda mitad del siglo XIX, dado que las instituciones musicales de la Iglesia quedaron en su mayor parte destruidas o reducidas a su mínima expresión por las revoluciones liberales, hostiles a la Iglesia. Debido a la falta de recursos económicos, la Iglesia tuvo que prescindir en muchos lugares de los cantores adultos especializados, quienes venían posibilitando el florecimiento del tesoro de la música sacra al menos desde los tiempos de San Gregorio Magno.

En Francia, como es sabido, el proceso revolucionario fue especialmente destructivo. La música religiosa quedó devastada: las capillas musicales y sus escuelas de formación musical fueron disueltas, no pocos órganos fueron inutilizados, y los que quedaron en uso tuvieron que limitarse durante años a entonar las más variopintas canciones patrióticas de la paraliturgia revolucionaria.

Según se fue estabilizando el ambiente social surgieron voces que planteaban la necesidad de corregir tan lamentable estado de cosas. Este reordenamiento sociopolítico en Francia coincidió en el tiempo con otros factores. Dentro de Francia, con el gran movimiento espiritual y litúrgico liderado por Dom Prosper Guéranger (1805-1875) que condujo al restablecimiento de la vida monástica en la abadía de Solesmes y a la restauración del canto gregoriano. En el contexto general europeo, con el movimiento general de restauración de la música litúrgica católica gestado a lo largo del siglo XIX y que contó entre sus capitanes nada menos que a Franz Liszt (1811-1886). Este gran músico, figura fundamental del romanticismo alemán, se debatió toda su vida entre una intensa vida espiritual y los placeres mundanos a los que le inclinaba su condición de apuesto virtuoso del piano y compositor de éxito. En su etapa de madurez Liszt abandonó las glorias como concertista, recibió las órdenes menores y se ofreció al Papa para trabajar en la restauración de la música del culto católico. Espero poder tratar en algún artículo próximo sobre esta interesantísima figura musical.

En Francia el movimiento restaurador tuvo un carácter propio al que concurrieron también factores musicales extra-religiosos. El siglo XIX estaba musicalmente bajo el dominio de dos grandes estilos: el de la ópera italiana y el romanticismo germánico (Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn, Brahms, etc.), que alcanzó una de sus cimas más identificativas en las óperas de Wagner. El estilo wagneriano, grandioso, sentimental y extremadamente expresivo, chocaba con la tradición musical francesa, que se había caracterizado siempre por lo que podríamos llamar una discreta elegancia, más inclinada al equilibrio de lo agradable que al rugido ancestral de las pasiones. Pero los mejores compositores franceses de la segunda mitad del siglo XIX habían quedado seducidos en mayor o menor medida por la formidable altura artística del romanticismo alemán, destacando en este punto la figura de César Franck (1822-1890). Como reacción fue surgiendo en Francia una reivindicación del estilo musical genuinamente francés, que culminará con Claude Debussy (1862-1918) y Maurice Ravel (1875-1937).

Esta evolución musical en Francia es de especial interés en el campo de la música sacra entre otras razones porque contó con una notable influencia del canto gregoriano. La abadía de Solesmes se había convertido en el principal centro de estudio para el restablecimiento de la pureza original del canto gregoriano, oculta entonces por las amputaciones y deformaciones que había operado en él la sucesión de modas y estilos musicales.

Conforme fue emergiendo el brillo original del gregoriano las más grandes personalidades musicales se acercaban a Solesmes para contemplarlo. Y allí lo encontraban, en su tejido vivo, dentro de las celebraciones litúrgicas. El descubrimiento de la antigua sonoridad medieval y su perfecta adecuación al texto sagrado abrió un mundo nuevo de posibilidades creativas, a las que se unió el conocimiento de tradiciones musicales lejanas a través de las Exposiciones Universales celebradas en París. A mi juicio, fue gracias a esta coincidencia de factores por lo que la música sacra logró su más sabia y coherente revitalización en la Francia del primer tercio del siglo XX.

Gabriel Fauré es uno de los protagonistas de esta evolución. Se formó como músico de iglesia en la École Niedermeyer, una de las diversas instituciones fundadas en Francia con el objetivo expreso de cultivar la buena música religiosa y separarla del estilo profano que por entonces estaba muy extendido. A lo largo de su vida Fauré fue organista en diversas iglesias, dado que las organistías cualificadas fueron uno de los pocos elementos que quedaron en pie de las antiguas instituciones musicales eclesiásticas.

El estilo de Fauré es muy particular, y está considerado por diversos estudiosos como el fundamento del renacimiento musical francés frente a la hegemonía ítalo- teutona. Quizá para Fauré la música sacra no fuera una prioridad, pero por una de esas carambolas con que la Providencia hace florecer grandes bienes, su enorme talento musical fue fecundado por un contexto litúrgico, espiritual y eclesiástico lo suficientemente vigoroso como para que nos haya podido dejar piezas de música sacra tan bellas como este motete que hoy les presento:

Los recursos musicales necesarios para cantar este motete son mínimos: dos voces acompañadas de órgano o armonio. Esta economía de medios está muy en consonancia con la precariedad músico-litúrgica de su época, tan lejos de los tiempos en que un Palestrina, un Tomás Luis de Victoria o un Francisco Guerrero podían contar con un número suficiente de cantores capaces de ejecutar polifonía a 4, 5 6 y hasta 8 voces.

No encontramos en este motete una explícita influencia del canto gregoriano, puesto que el esplendor renovado del canto litúrgico romano tardaría todavía unos años en llegar. Pero sí aparecen otras notas características de la buena música sacra. En primer lugar, la claridad y fluidez con que el texto es pronunciado. Esta era una de las carencias de la música inmediatamente anterior, en la que el despliegue autónomo de la música ahogaba con frecuencia la lógica de las expresiones verbales mediante repeticiones y divisiones fraseológicas carentes de sentido.

En lo musical, a pesar de no encontrar ecos de la sonoridad gregoriana, tanto la sutil belleza de sus armonías como lo suavísimo del vuelo melódico orientan al entendimiento a una actitud de rendida contemplación, de apertura a lo más grande que llega de lo alto. Como ya he dicho en anteriores ocasiones, este aspecto de adoración y contemplación ante el Misterio ha sido característica del culto cristiano desde el principio. Y esta orientación es muy diferente del énfasis en la comunidad reunida que se expresa a sí misma ante Dios, surgido muy posteriormente en el mundo protestante e imitado actualmente en amplios sectores del catolicismo occidental.

Pero bueno, como no es cuestión de estar siempre hablando de lo mismo, les dejo ante esta hermosa miniatura sacra de Fauré, confiando en que su finísima belleza se haga presente, verdadera y accesible para todos los que la acojan.

 

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