3.03.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Visita a San José

A lo largo de este mes de marzo, por ser en el que celebramos, de una forma especial, a la persona de San José, esta seríe sobre la oración, va a estar dedicada, todo el mes, a este crucial santo para la vida del creyente.

San José

¡Oh castísimo esposo de la Virgen María, mi amantísimo protector San José! Todo el que implora vuestra protección experimenta vuestro consuelo. Sed, pues, Vos mi amparo y mi guía. Pedid al Señor por mí; libradme del pecado, socorredme en las tentaciones y apartadme del mal y del pecado. Consoladme en las enfermedades y aflicciones. Sean mis pensamientos, palabras y obras fiel trasunto de cuanto os pueda ser acepto y agradable para merecer dignamente vuestro amparo en la vida y en la hora de la muerte. Amén.

Jaculatoria.-¡Oh glorioso San José! Haced que sea constante en el bien; corregid mis faltas y alcanzadme el perdón de mis pecados.

Nada mejor, pues, que empezar por la visita que podemos hacer a San José, Padre de nuestra fe y ejemplo, de todas-todas, a seguir.

Visitar a San José es, por decirlo así, como hacer una especie de antesala de su Hijo y, entonces, ante Dios mismo. Por eso le pedimos como lo que fue en vida, antes de subir a la Casa del Padre.

San José es muchas cosas, espiritualmente hablando.

Podemos decir que, además de ser esposo de María, aquella joven que dijo “sí” a dios y que supo llevar, en su corazón, lo que le iba sucediendo a su hijo Jesús, es, seguramente por eso mismo, protector de todos los que nos consideramos hijos de Dios y hemos sido bautizados en el seno de la Iglesia católica. Y por eso le pedimos con fervor sobre todo aquello que nos acaece.

San José no se ha de quedar impasible ante nuestras peticiones sino que, con toda seguridad, moverá cielo y cielo para que nuestras necesidades sean atendidas. Por eso lo consideramos, también, intercesor ante Dios Nuestro Señor y le pedimos consuelo ante nuestras aflicciones.

Queremos que nos ampare… y que, por tanto, nos sirva de luminaria con la que caminar hacia el definitivo Reino de Dios. Y que lo haga ayudándonos en todo aquello que nos aleja de Dios como, por ejemplo, el pecado en el que podemos caer si no sabemos evitar las tentaciones que tantas veces el Maligno nos presenta como buenas y mejores para nuestra vida.

Pero San José también es un gran consolador ante aquellas situaciones por las que podamos pasar y que nos produzcan sufrimientos físicos o espirituales. Y a él le pedimos, maestro de Jesús en tantas cosas, que nos asista en tan especiales circunstancias donde suele ser frecuente que flaquee nuestra fe o no se muestre tan firme como debería mostrarse.

Por otra parte, a San José está bien que le pidamos acerca de nuestras necesidades pero a tan fiel esposo y fiel creyente ha de parecerle de lo mejor que nuestro comportamiento, aquello que hacemos y decimos tenga un marchamo de fidelidad al Creador de la que pueda estar orgullo quien tanto amó a Dios. Y eso se lo pedimos… para poder ofrecérselo.

Y, por último, una jaculatoria que debe estar en nuestro corazón siempre pues nos permite acercarnos a San José con aquello que más necesitamos: que nuestras faltas sean corregidas, que actuemos siempre haciendo el bien y, por último, que Dios, a través suyo, nos perdone los pecados.

Y es que José, aquel hombre humilde de fe firme, ha de estar siempre a nuestro lado y, también, de nuestra parte. Por eso le tenemos, también, como padre espiritual y a él nos dirigimos con devoción, afecto y amor.

Eleuterio Fernández Guzmán