15.03.14

Lo mudable y lo inmutable en la Iglesia (Joseph Ratzinger)

A las 11:49 AM, por Daniel Iglesias
Categorías : Teología dogmática

(…) En la tensión entre lo mudable y lo inmutable, todos acabaremos por topar con la Iglesia. Por un lado, ella es lo mudable, marcada a lo largo de los tiempos por cambiantes generaciones humanas. Pero, en todo esto, debe seguir siendo también “la Iglesia” y, por ende, también el sujeto portador del cambio que, por tanto, permanece idéntico a sí mismo. Por eso es, en cierto modo, comparable al hombre que, a tenor de los criterios fisiológicos y psicológicos, sólo podemos detectar como una secuencia de situaciones, pero que sabe, con total certeza, que sigue siendo él mismo en todas estas fluctuantes circunstancias.

Debemos, pues, preguntarnos: ¿Qué es lo que constituye a la Iglesia como sujeto? ¿Por qué, o a través de qué, es lo que es? Si recordamos ahora que ya Pablo ha formulado la idea de la Iglesia como un sujeto que permanece a través de los cambios, cuando la llamó un “cuerpo” (un “sí mismo”), podemos hallar, también a partir del propio Pablo, una respuesta: la Iglesia, a partir de una masa amorfa de hombres, se constituye en un solo sujeto mediante lo que el Apóstol ha llamado su cabeza: Cristo. Esto significa que la Iglesia permanece como magnitud cohesionada sólo desde Él. Existe como Iglesia en virtud de su adhesión a Él. Es Iglesia porque se deja modelar y configurar por Él como su Señor y así se entrega a Él. Tiene su ser de sujeto no desde sí, sino en virtud del “enfrente” que la hace sujeto. Esta respuesta, a primera vista tan especulativa, adquiere una dimensión absolutamente práctica apenas nos preguntamos: ¿Cómo sucede esto? La entrega, la adhesión a Cristo, sólo puede acontecer en la práctica en cuanto que la Iglesia como un todo y cada uno de sus miembros en particular ora a Cristo y con Cristo. Se hace Iglesia a través del culto divino, en el que entra en la oración de Jesucristo y así se sitúa, con Él, en la esfera del Espíritu Santo y se dirige al Padre. Se hace Iglesia a través de la adoración, una adoración que, contemplada desde Cristo, es forzosamente trinitaria. Éste es su nervio vital más auténtico, sin el que cesa de correr por ella el torrente de la vida. Hay aquí una relación mutua: sólo la oración de cada uno en comunión con los otros puede vivificar la liturgia, el culto comunitario. Y sólo este culto puede, desde su plenitud, sustentar la oración de cada uno y darle su fuerza.

Éste debería ser el punto de orientación cuando, en el sentido del Concilio, se busca una jerarquía de verdades, por así decirlo un nudo de conexión, a partir del cual unas cosas se deducen de las otras. Porque así sucede de hecho: en la liturgia, cristológicamente entendida, se descubre, por un lado, la Trinidad, que incluye en sí la confesión de fe fundamental; con ella se expresa, por otra parte, la orientación de cada persona concreta a Dios; en ella se hallan insertos también los sacramentos, porque son la expresión de que aquí no sólo hay que intentar avanzar a tientas hacia la trascendencia, sino que el otro lado está abierto a nosotros y actúa en nosotros. Hay en ella, en fin, seguimiento de Cristo, participación en su quehacer, ya que en Cristo la palabra es acción en sumo grado. Cuando dice “Esto es mi cuerpo”, hay aquí anticipación de su muerte y, por consiguiente, el acto más radical del ser humano, un acto que sólo puede ser llevado a cabo por aquel que es, al mismo tiempo, el Hijo.

Con lo dicho se ha dado ya, básicamente, respuesta a la pregunta de si todo esto no resulta en exceso intra-cristiano y beatería, a muchas leguas de las duras realidades del presente. Bastaría con aludir a las palabras eucarísticas de Jesús para hacer ver cuán seria y recia es la acción y el sufrimiento que se sigue de esta actitud. Pero quisiera añadir aún, para concluir, una observación a propósito del problema del realismo humano que subyace en esta intelección de lo cristiano. Una observación que tal vez nos obligue a reflexionar de nuevo sobre lo que es, estrictamente hablando, realidad para el hombre. No hace mucho tiempo, recibí la visita de dos obispos sudamericanos, con los que dialogué tanto sobre sus proyectos sociales como sobre sus experiencias y sus fatigas pastorales. Me hablaron de la intensa campaña de propaganda desarrollada por las cien denominaciones cristianas reformadas en aquel país tradicionalmente católico, que estaban cambiando la faz religiosa de la nación. La conversación recayó sobre una curiosa anécdota que ellos consideraban sintomática y que les forzó a un examen de conciencia sobre el rumbo seguido por la Iglesia de Sudamérica desde el fin del Concilio. Me contaron que visitaron al obispo los delegados de una aldea, para comunicarle que se habían pasado a una comunidad evangélica. Aprovecharon la ocasión para agradecerle todos sus esfuerzos sociales, todas las cosas hermosas que había hecho por ellos durante todos aquellos años y que ellos sabían apreciar en todo su valor. “Pero necesitamos además –añadieron– una religión, y por eso nos hemos hecho protestantes.” En estos encuentros, me dijeron mis dos huéspedes, habían redescubierto la profunda religiosidad que los indios –y en general las gentes de su tierra– llevan en su interior y que ellos habían pasado un tanto por alto, cuando pensaban que primero había que conseguir su desarrollo material y sólo después su evangelización.

Es bien cierto que no sólo de pan vive el hombre, y que lo otro no puede esperar hasta que el pan no ofrezca ya ningún problema. Bajo esta sentencia subyace una realidad mucho más profunda de la que capta nuestra mentalidad occidental. Lo genuino y permanente del cristianismo nos lleva muy por encima de lo que de ordinario llamamos realidad. Precisamente en esto se apoya su poder salvador.

(Joseph Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder Editorial, Barcelona 1985, pp. 155-157).