20.03.14

 

En Ajalvir, un pueblito cercano a Madrid, existe un milagro patente que se llama centro Miguel Montalvo, y que es básicamente un centro para adultos con discapacidad intelectual. Digo milagro porque todo fue posible gracias a Mari Carmen y a un grupo de familias que decidieron embarcarse en un proyecto que diera vida y esperanza a lo que yo llamo “niños grandes”. Adultos, hombres y mujeres de una vez, pero con unas mentes que decidieron mantener la inocencia de la niñez toda su vida. Aproximadamente sesenta internos a los que se añaden los que acuden al centro de día que brinda ocupación y entretenimiento.

Tuve la suerte, casualidades de la vida, de celebrar la misa de inauguración del centro y desde entonces paso por ahí de vez en cuando para estar un rato con los chicos, hablarles de Dios, rezar juntos o celebrarles la misa. Una maravilla.

Hace unos días falleció Emilio, uno de ellos, al que cariñosamente llamaban “el abuelo”, ya que fue el primero en ingresar en el centro. Me pidieron celebrar una misa por su eterno descanso en el centro. Cómo no.

Hay que imaginar esa misa. Sesenta, setenta niños grandes de los cuales unos cuantos en sillas de ruedas. Junto a ellos, la dirección, trabajadores del centro y algunas familias. Un par de voluntarios, acompañados de sus guitarras, animan el canto ¿canto? de los chicos al que se entregan con todo convencimiento.

Quise leer ese pasaje del evangelio según san Mateo que dice eso de “te doy gracias, Padre, señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. Dije a los mayores que son los niños, los sencillos, los pequeños, los más capacitados para comprender la palabra. Que los adultos somos tan listos y tan preparados que nos reímos de todo y relativizamos todo. Por eso la homilía la iban a hacer los chicos, que son los que tienen el corazón más limpio.

Fue muy sencillo. A ver chicos ¿dónde está ahora Emilio? Varios y a voces: “¡en el cielo!” ¿Y cómo será el cielo? Uno, desde su silla de ruedas: “en el cielo no hay sillas, ni enfermedades, ni duele nada… es un lugar muy bonito”. Una última pregunta: ¿al cielo va todo el mundo? Otra vez a voces: “no, hay que portarse bien”.

Yo sé que Emilio está en el cielo, lo sé porque Emilio es “inocente” y estos inocentes tienen el camino siempre abierto. Otra cosa somos nosotros, los grandes. Ahí está el cielo, que es vida, gozo y paz, pero tenemos que portarnos bien…

Los niños son los niños: claros de ideas, simples para comprender. En ellos puedo comprobar cada día cómo realmente el Señor se revela a los sencillos mientras que los que nos creemos más listos tenemos tantas dificultades para aceptar su palabra. No acabamos de aceptar las cosas de Dios con naturalidad. Así nos va.