21.03.14

Escudo papal Francisco

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, “es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles” (Lumen Gentium, 23)

El pasado 19 de febrero de 2014 el Papa Francisco se dirigió a los participantes en la Asamblea General de la Academia Pontifica para la Vida pues celebraba su 20 aniversario. Y lo hizo diciendo esto que sigue:

” Al venerado hermano
Monseñor Carrasco de Paula
Presidente de la Academia pontificia para la vida

Le envío mi cordial saludo a usted, a los señores cardenales y a todos los participantes en la asamblea general de la Academia pontificia para la vida, en el vigésimo aniversario de su institución. En esta ocasión, nuestro pensamiento agradecido se dirige al beato Juan Pablo II, que instituyó dicha Academia, así como a los presidentes que han promovido su actividad y a todos los que, en todas partes del mundo, colaboran en su misión. La tarea específica de la Academia, expresada en el motu proprio ‘Vitae mysterium’, es ‘estudiar, informar y formar en lo que atañe a las principales cuestiones de biomedicina y derecho, relativas a la promoción y a la defensa de la vida, sobre todo en las que guardan mayor relación con la moral cristiana y las directrices del magisterio de la Iglesia’ (n. 4). De este modo, os proponéis dar a conocer a los hombres de buena voluntad que ciencia y técnica, puestas al servicio de la persona humana y de sus derechos fundamentales, contribuyen al bien integral de la persona.

Los trabajos que realizáis durante estos días tienen por tema: ‘Envejecimiento y discapacidad’. Es un tema de gran actualidad, que interesa mucho a la Iglesia. En efecto, en nuestras sociedades se observa el dominio tiránico de una lógica económica que excluye y a veces mata, y de la que hoy muchísimos son víctimas, comenzando por nuestros ancianos. ‘Hemos dado inicio a la cultura del “descarte” que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son “explotados” sino desechos, “sobrantes”’ (Evangelii gaudium, 53). La situación socio-demográfica del envejecimiento nos muestra claramente esta exclusión de la persona anciana, especialmente si está enferma, con discapacidad, o es vulnerable por cualquier otro motivo. En efecto, se olvida con mucha frecuencia que las relaciones entre los hombres son siempre relaciones de dependencia recíproca, que se manifiesta con grados diversos durante la vida de una persona y emerge mayormente en las situaciones de ancianidad, de enfermedad, de discapacidad, de sufrimiento en general.

Esto requiere que, tanto en las relaciones interpersonales como en las comunitarias, se ofrezca la ayuda indispensable para tratar de responder a la necesidad que tiene la persona en ese momento. Pero en la base de la discriminación y la exclusión hay una cuestión antropológica: cuánto vale el hombre y en qué se funda su valor. La salud es ciertamente un valor importante, pero no determina el valor de la persona. La salud, además, no es por sí garantía de felicidad. En efecto, esta puede experimentarse cuando se tiene una salud precaria. La plenitud a la que tiende toda vida humana no está en contradicción con una condición de enfermedad o de sufrimiento. Por lo tanto, la falta de salud o la discapacidad no son nunca una buena razón para excluir o, peor aún, para eliminar a una persona; y la privación más grave que sufren las personas ancianas no es el debilitamiento del organismo y la discapacidad que deriva de ello, sino el abandono, la exclusión, la privación del amor.

Maestra de acogida y solidaridad es, en cambio, la familia: precisamente en el seno de la familia la educación se inspira de manera esencial en las relaciones de solidaridad; en la familia se puede aprender que la pérdida de la salud no es una razón para discriminar algunas vidas humanas; la familia enseña a no caer en el individualismo y a equilibrar el yo con el nosotros.

Es en ella donde ‘cuidar’ se convierte en un fundamento de la existencia humana y en una actitud moral que se debe promover a través de los valores del compromiso y de la solidaridad. El testimonio de la familia llega a ser crucial frente a toda la sociedad para confirmar la importancia de la persona anciana como sujeto de una comunidad que tiene una misión que cumplir y que sólo aparentemente recibe sin ofrecer nada. ‘Cada vez que intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos. Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a no repetir tontamente los mismos errores del pasado’ (ib., n. 108).

Una sociedad es verdaderamente acogedora de la vida cuando reconoce que ella es valiosa también en la ancianidad, en la discapacidad, en la enfermedad grave e, incluso, cuando se está extinguiendo; cuando enseña que la llamada a la realización humana no excluye el sufrimiento, más aún, enseña a ver en la persona enferma un don para toda la comunidad, una presencia que llama a la solidaridad y a la responsabilidad. Este es el evangelio de la vida que, a través de vuestra competencia científica y profesional, y apoyados por la gracia, estáis llamados a anunciar.

Queridos amigos, bendigo el trabajo de la Academia para la vida, a menudo arduo porque requiere ir a contracorriente, pero siempre valioso porque presta atención a conjugar rigor científico y respeto por la persona humana. Esto es lo que he podido constatar conociendo vuestras actividades y publicaciones, y este mismo espíritu deseo que os anime en el futuro de vuestro servicio a la Iglesia y a toda la familia humana. Que el Señor os bendiga y la Virgen os proteja siempre.”

Como era de esperar, el tema de la vida, en el Magisterio del Papa Francisco, iba a tener un lugar muy especial. No obstante, si no existe la realidad de la existencia, lo demás de poco importa al no poder recaer, por ejemplo, derechos y deberes en seres humanos que puedan gozar o responder de los mismos.

Si hay, además, un momento en la vida de la persona en la que se hace, si eso es posible, más importante la defensa de la misma existencia humana, es el que corresponde, por una parte, a una situación de enfermedad, de sufrimiento y, por otra, a la ancianidad que es el momento crucial para comprender qué hemos hecho y, sobre todo, lo que nos espera más allá de este mundo.

Pues bien, el Santo Padre Francisco, aprovechando las personas a las que va dirigido el Mensaje aquí traído (una Academia que tiene por objeto la defensa de la vida y a sus propios defendidos) y que tiene que ver, además con lo citado arriba (ancianidad o/y discapacidad) no hace más que reafirmar la doctrina que la Iglesia católica tiene al respecto de tan importantes asuntos.

El caso es que el Papa Francisco comprende y explica muy bien lo que aquí pasa. Por eso la cita que trae de su Exhortación apostólica (“Evangelii gaudium”), parte del número 53 de la misma, se encuentra dentro del Capítulo Segundo que lleva como título “En la crisis del comportamiento comunitario” pues, en realidad, no se trata de otra cosa el tema del trato que se pretende dar a la ancianidad o a la discapacidad que no sea lo propio de una sociedad en la que el “otro” ha dejado de tener importancia. Si, además, el prójimo puede suponer una “carga social” el resultado es el que se teme el Papa argentino que es, exactamente, el que se está dando.

La verdad es que se está produciendo una perversión del sentido básico de vida humana. Por eso se desprecia, a veces hasta legalmente (ejemplos como Bélgica y Holanda son claros al respecto de la eutanasia) la vida de quien no “sirve” para el devenir economicista de la sociedad. Y el resultado es, como dice el Papa, la simple exclusión: se separa a quien no rinde, a quien no tiene, al parecer, nada que aportar a la economía nacional o mundial.

En realidad, lo que sucede es que se considera plena la vida de una persona si goza, la misma, de plena salud y tiene sus “capacidades humanas” a pleno rendimiento. Sin embargo, bien sabemos que no siempre manifestar una salud de hierro quiere decir ser plenamente feliz pues una cosa no lleva aparejada la otra. Y ejemplos tenemos muchos ante los cuales sólo cabe pensar que lo que puede parecer imposible es alcanzable con fe, con perseverancia y con inspiración divina rectamente escuchada y encauzada.

Sabe, por otra parte, el Papa Francisco, que si hay un ámbito, precisamente, acogedor donde no se mira a la persona según se manifieste su salud sino porque es persona, es la familia. Sólo en ella es posible hacer real el ideal (al parecer inalcanzable según podemos ver a nivel de sociedad) según el cual quien se encuentra pasando por unos momentos en su vida en los que la salud se ha resquebrajado ha de ser muy especialmente tenido en cuenta. No olvidamos, por eso, aquello de que “los sanos no necesitan médico, sino los enfermos” (Mt 9, 12)

Por eso, además de por otras realidades, se pretende destruir una institución que, como la familia, ha procurado el bienestar de sus miembros siendo, no por casualidad, los más disminuidos físicos o psíquicos o, simplemente, entrados en años, los más protegidos y cuidados.

¿Cómo, pues, manifiesta una sociedad que puede darse a sí misma tal nombre?

Para el Papa Francisco (como para la Iglesia católica) una sociedad puede darse a sí misma tal nombre si demuestra que acoge, sobre todo, a quien pudiera considerarse excluido de la misma. Así como Jesús acogió a los que estaban enfermos (de espíritu o de cuerpo) y les dio verdadera dimensión humana integrándolos en la sociedad, la que quiera ser considerada como tal ha de hacer lo propio con los ancianos o/y los discapacitados. Hacer otra cosa como, por ejemplo, procurar su muerte “legal” (aberración intrínsencamente perversa ésta) es poner sobre la mesa la existencia de una sociedad perdida y de un devenir social que agrandará la fosa en la que, sin duda alguna, caerá la misma con todos nosotros dentro.

De todas formas, bastaría con tener en cuenta, siempre, lo que el profeta Oseas escribe en 6, 6 y que no es otra cosa que aquello que recuerda Yahvé acerca de que quiere “amor, no sacrificios”.

Es bien cierto que una sociedad que se quiere alejar de Dios porque, por ejemplo, recuerda cosas como ésta, difícilmente volverá sus ojos a personas que escribieron tales palabras hace muchos siglos. Sin embargo, al menos los hijos de Dios que sabemos que lo somos nunca deberíamos olvidar tales palabras. Por eso el Papa Francisco recuerda lo que a todas luces es evidente y, seguramente por eso mismo, tan olvidado.

Eleuterio Fernández Guzmán