24.03.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Consagración a San José ante las tribulaciones

San José

¡Oíd, querido San José, una palabra mía!… Yo me veo abrumada de aflicciones y cruces, y a menudo lloro… Despedazada bajo el peso de estas cruces, me siento desfallecer, ni tengo fuerzas para levantarme y deseo que mi Bien me llame pronto. En la tranquilidad, empero, entiendo que no es cosa difícil el morir… pero si el bien vivir. ¿A quién, pues, acudiré sino a Vos, que sois tan bueno y querido, para recibir luz… consuelo… y ayuda? A Vos, pues, consagro toda mi vida, y en vuestras manos pongo las congojas, las cruces, los intereses de mi alma… de mi familia… de los pecadores… para que, después de una vida tan trabajosa, podamos ir a gozar para siempre con Vos de la bienaventuranza del Paraíso. Amén.

Jaculatoria: San José, Protector de atribulados y de los moribundos, rogad nosotros.

Podemos imaginar que José, aquel hombre que admitió a María en su corazón de tal forma que aceptó lo dicho por Dios a pesar de lo que él mismo pudiera pensar al respecto de su embarazo, también sufrió a lo largo de su vida. Y que también se dirigió a Dios pidiéndole ayuda en determinados momentos de su existencia.

José, seguramente, era escuchado por el Creador porque lo tenemos, al carpintero de Nazaret, por un hombre de profunda y arraigada fe y que se supeditaba a la voluntad de Dios. Por eso también podemos dirigirnos a él pues sabemos que, con gozo (de Padre en la fe) ha de recibir nuestras solicitudes de auxilio y con entusiasmo las ha de encaminar hacia el corazón del Todopoderoso.

Y bien tenemos por cierto que pasamos malos momentos a lo largo de nuestra vida que es, como bien decimos muchas veces, un peregrinar por un valle de lágrimas o, como diría Santa Teresa de Jesús, una mala noche en una mala posada. Por eso está más que bien saber que nos puede escuchar quien tanto debió escuchar, por ejemplo, a María, aquella joven que aceptó colaborar con la salvación de la humanidad.

¿Qué nos puede hacer querer la muerte?

Seguramente, en los malos momentos, muy malos, por los que podemos pasar sólo la desesperación nos puede impeler a tener tal deseo. Sin embargo, tal estado espiritual supone un grave pecado para un hijo de Dios que siempre se ha sentir amparado por la Providencia del Creador. Y por eso le pedimos a San José que nos consuele en tales situaciones y que él, que es hombre justo, ampare nuestro corazón e ilumine nuestro devenir si es que tan negro como, por equivocación, podemos llegar a pensar y creer.

Y es que consagrarse a San José es saber que todo aquello que nos pueda afligir y que nos depare situaciones espirituales de duda o que nos alejen de Dios, puede ser mitigado por la fe grande del padre adoptivo de Jesús. Y hacer eso con todo aquello que sepamos aflige a nuestro prójimo, con sus malos momentos o con las asechanzas del enemigo que no siempre sabe enfrentar…

Gozar, queremos, de las praderas del definitivo Reino de Dios. Por eso San José, que ya disfruta de ellas, puede servirnos de introductor en las mismas cuando seamos llamados por el Creador a su presencia. Sea, también, abogado nuestro para derretir el corazón del Todopoderoso en amor por cada uno de nosotros y sepa perdonar el mal que podamos haber hecho o infringido.

Al fin ya al cabo nosotros, que somos hijos espirituales de San José, y que lo sabemos protector de todo aquel que pasa un mal momento físico o espiritual, lo tenemos como auxiliador de los necesitados, Padre en la tribulación, orgullo de Dios. Y por eso lo miramos con aprecio pues tenemos por más que cierto que cualquier petición hecha con verdadera fe y verdadero sometimiento a la voluntad de Quien todo lo creó y mantiene, no puede caer en saco roto.

Eleuterio Fernández Guzmán