5.04.14

Sagrada Biblia

Dice S. Pablo, en su Epístola a los Romanos, concretamente, en los versículos 14 y 15 del capítulo 2 que, en efecto, cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia, y los juicios contrapuestos de condenación o alabanza. Esto, que en un principio, puede dar la impresión de ser, o tener, un sentido de lógica extensión del mensaje primero del Creador y, por eso, por el hecho mismo de que Pablo lo utilice no debería dársele la mayor importancia, teniendo en cuenta su propio apostolado. Esto, claro, en una primera impresión.

Sin embargo, esta afirmación del convertido, y convencido, Saulo, encierra una verdad que va más allá de esta mención de la Ley natural que, como tal, está en el cada ser de cada persona y que no podemos olvidar.

Lo que nos dice el apóstol es que, al menos, a los que nos consideramos herederos de ese reino de amor, nos ha de “picar” (por así decirlo) esa sana curiosidad de saber dónde podemos encontrar el culmen de la sabiduría de Dios, dónde podemos encontrar el camino, ya trazado, que nos lleve a pacer en las dulces praderas del Reino del Padre.

Aquí, ahora, como en tantas otras ocasiones, hemos de acudir a lo que nos dicen aquellos que conocieron a Jesús o aquellos que recogieron, con el paso de los años, la doctrina del Jristós o enviado, por Dios a comunicarnos, a traernos, la Buena Noticia y, claro, a todo aquello que se recoge en los textos sagrados escritos antes de su advenimiento y que siempre se nos ofrece con toda su fuerza y desea ser recibido en nuestros corazones. Y también, claro está, a lo que aquellos que lo precedieron fueron sembrando la Santa Escritura de huellas de Quien tenía que venir, del Mesías allí anunciado.

Por otra parte, Pedro, aquel que sería el primer Papa de la Iglesia fundada por Cristo, sabía que los discípulos del Mesías debían estar

“siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3, 15)

Y la tal razón la encontramos intacta en cada uno de los textos que nos ofrecen estos más de 70 libros que recogen, en la Antigua y Nueva Alianza, un quicio sobre el que apoyar el edificio de nuestra vida, una piedra angular que no pueda desechar el mundo porque es la que le da forma, la que encierra respuestas a sus dudas, la que brota para hacer sucumbir nuestra falta de esperanza, esa virtud sin la cual nuestra existencia no deja de ser sino un paso vacío por un valle yerto.

La Santa Biblia es, pues, el instrumento espiritual del que podemos valernos para afrontar aquello que nos pasa. No es, por así decirlo, un recetario donde se nos indican las proporciones de estas o aquellas virtudes. Sin embargo, a tenor de lo que dice Francisco Varo en su libro “¿Sabes leer la Biblia “ (Planeta Testimonio, 2006, p. 153)

“Un Padre de la Iglesia, san Gregorio Magno, explicaba en el siglo VI al médico Teodoro qué es verdaderamente la Biblia: un carta de Dios dirigida a su criatura”. Ciertamente, es un modo de hablar. Pero se trata de una manera de decir que expresa de modo gráfico y preciso, dentro de su sencillez, qué es la Sagrada Escritura para un cristiano: una carta de Dios”.

Pues bien, en tal “carta” podemos encontrar muchas cosas que nos pueden venir muy bien para conocer mejor, al fin y al cabo, nuestra propia historia como pueblo elegido por Dios para transmitir su Palabra y llevarla allí donde no es conocida o donde, si bien es conocida, no es apreciada en cuanto vale.

Por tanto, vamos a traer de traer, a esta serie de título “Al hilo de la Biblia”, aquello que está unido entre sí por haber sido inspirado por Dios mismo a través del Espíritu Santo y, por eso mismo, a nosotros mismos, por ser sus destinatarios últimos.

Aceptación de la voluntad de Dios (Adán-Eva y Jesús-María)

Eva-María-Adán-Jesús

Entre nuestros primeros padres y nuestro hermano Jesús y Madre nuestra y suya, María, existen unas indudables relaciones. Entre ellas creo que no es lo menos importante la aceptación de la voluntad de Dios, tanto por parte de unos como de otros.

a) Por voluntad de Dios fueron Adán y Eva fueron los primeros seres humanos. El hecho de que Adán proceda de ‘âdam, palabra que viene de suelo, ‘adâmah, de donde procede, del barro, el hombre, deja bien a las claras explicado su nombre y su origen. Pero fue por ellos, Adán y Eva, por los que entró el pecado en el mundo. Y entró el pecado porque, frente a lo manifestado por Dios, incumplieron su voluntad, se dejaron someter por la serpiente de la “soberbia y avaricia” y sucumbieron a esas maliciosas opresiones. Con ellos se inició una verdadera creación y, con ellos, una desgraciada realidad: el hombre, categoría genérica del ser humano, abusó de la confianza que el Padre puso en él. El caso de la manzana es, al fin y al cabo, una forma de dar a entender que la verdadera razón de su expulsión del paraíso no fue que comieran tal fruto, sino lo que supuso el querer comerlo y el hacerlo: que preponderase su voluntad sobre la de Dios.

b) Tanto María, primero, como Jesús, más tarde, manifiestan, justo al contrario que Adán y Eva, una aceptación de la voluntad de Dios. Y esto es lo que posibilita una nueva creación. María lo hace cuando le comunica a Gabriel su aceptación, su fiat, hágase en mí según tu 1palabra, que supone, por eso, una respuesta a la pregunta de Dios: sí. Con esta contestación al enviado por Dios, María no sólo se comporta de forma absolutamente contraria a Eva sino que, además, eso mismo confirma al Padre que su elección había sido correcta.

Quizá pueda pensarse que Dios, en su sabiduría, no podía equivocarse al escoger a María como Madre de su Hijo. Sin embargo, también conocía Dios, porque él mismo lo había establecido para su semejanza creada, que tenía la libertad para aceptar la propuesta que le llevaba Gabriel, al igual que Eva también la tenía para elegir un comportamiento u otro. El sí de María era lo que no defraudó a Dios frente a ese no, por su forma de actuar, de la primera mujer compañera de Adán. Ambas tuvieron la oportunidad de manifestar su acatamiento a la voluntad de Dios. Es evidente que lo hicieron de forma distinta, muy distinta y la actitud de esta nueva Eva nos salvó a todos.

Jesús, por otra parte, y ya en el momento decisivo de su vida, ante la tentación de mundo y, luego, ante lo inminente de su sufrimiento, se somete al Padre: que no se haga mi voluntad sino la tuya. En Gethsemaní, huerto de los olivos, Jesús no desea hacer otra cosa sino lo que Abbá quiera que no era, por cierto y como puede llegar a pensarse, que tuviera una muerte tan cruel como la tuvo, en cruz, sino que esa voluntad era que manifestara esas entrañas de misericordia que caracterizan a Dios y que perdonara a sus captores. Esa era la voluntad del Creador y no otra. Por eso murió, porque el perdón dado por Jesús era lo querido por Dios y la comprensión hacia los que lo maltrataban una gracia para los que, Jesús mismo lo dijo, no sabían lo que hacían. Y si esto lo hizo colgado en una cruz es, evidentemente, una muestra de misericordia suma.

Si antes, en el Jordán, al iniciar su ministerio público, le dijera a Juan, primo y bautista, que era su obligación hacer lo que Dios quería, lo que estaba establecido, ahora, en este momento crucial de su vida, confirma lo dicho. Así da paso, con su Pasión, a la redención de nuestros pecados, al perdón de la ofensa de Adán y Eva, a ese nuevo mundo que, ahora, nace, nueva creación del hombre nuevo, sostenido en las manos amorosas de la Palabra de Dios, que, con el fiat de María y su misma entrega, llenó de gozo el corazón del Padre.

Eleuterio Fernández Guzmán