15.04.14

Un amigo de Lolo - Nuestros pecados hacen llorar a Dios

A las 12:46 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Un amigo de Lolo

Presentación

Yo soy amigo de Lolo. Manuel Lozano Garrido, Beato de la Iglesia católica y periodista vivió su fe desde un punto de vista gozoso como sólo pueden hacerlo los grandes. Y la vivió en el dolor que le infringían sus muchas dolencias físicas. Sentado en una silla de ruedas desde muy joven y ciego los últimos nueve años de su vida, simboliza, por la forma de enfrentarse a su enfermedad, lo que un cristiano, hijo de Dios que se sabe heredero de un gran Reino, puede llegar a demostrar con un ánimo como el que tuvo Lolo.

Sean, las palabras que puedan quedar aquí escritas, un pequeño y sentido homenaje a cristiano tan cabal y tan franco.

Nuestros pecados hacen llorar a Dios

“ ¿Dónde están, Señor, sus lágrimas, que no te las veo en público, aunque tu dolor sea como para arrancarle rayos, y terremotos, a la Naturaleza?”
Manuel Lozano Garrido, Lolo
Bien venido, amor (969)

Es posible que haya muchos hijos de Dios que crean o tengan por buena la teoría según la cual pecar, cuando pecan, poco tiene que ver aquello que hacen o dejan de hacer y el Creador. Creen, por eso, que se trata de cosas suyas y que tampoco va a verse afectado quien es Todopoderoso porque pequen más o menos.

En realidad, tal forma de pensar no es que esté equivocada sino que, por una parte, muestra un claro alejamiento de Dios y, por otra parte, parece desconocer que el Padre no lo sería de no querer ser amado por los hijos y que el pecado es, justamente, manifestación de falta de amor y desapego filial.

Un ejemplo de esto, por ejemplo, lo tenemos en lo que aconteció en una semana muy especial de la historia de la humanidad. Y, en concreto, en los últimos días de aquella semana. Nos referimos a la Pasión de Nuestro Señor.

Es bien cierto que lo que le pasó a Jesucristo le pasó a Él y pudiera parecer que, al fin y al cabo, no son cosas nuestras o, mejor, que nada tenemos que ver con aquello. Fueron otros, podemos pensar, quienes le mataron y otros, pues, los culpables.

Y eso es cierto y no lo es.

Es cierto en cuanto, en efecto, fueron unas personas muy concretas las que hicieron todo lo posible para que Jesús fuera azotado, escupido, vilipendiado y, al fin, condenado a la infamante muerte de la Cruz. Eso no puede ser negado más que por los que tienen aquello que pasó por algo imaginario pero no por los que estamos más que seguros, y a las pruebas nos remitimos, que Jesús vivió, amó, perdonó y murió colgado en unos postes de madera.

Pues bien, si bien esto es cierto no lo es poco que lo que somos nosotros, lo que fueron aquellos otros nosotros y lo que serán aquellos que vengan cuando nosotros no estemos aquí somos más que culpables de aquella muerte.

Alguien dirá que eso es ilusorio y que tiene poca base. Pero, la verdad, es que tener en cuenta las razones de la muerte de Jesús, es más que suficiente como para que no dejemos de darnos golpes el en pecho recordando aquello de “por mi culpa, por mi culpa y por mi gran culpa”.

Esto es así porque si bien Jesús murió en un momento determinado y en un tiempo determinado, no es menos cierto que aquella muerte se repite cada vez que pecamos y que renunciamos, expresamente, a su amor. Es como una muerte que es reincidente porque lo es nuestra tendencia al pecado. Y así, Jesús está crucificado siempre y no queda nunca completo el dolor, su dolor, porque no somos capaces, casi nunca, de hacer lo propio con sacrificios entregados a tal fin o, por decirlo así, con la voluntad de que se consiga lo que dijo San Pablo acerca de eso acerca de completar en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo.

Por eso aquello que, pecando, hacemos hace llorar a Dios. Y le hace llorar no porque pueda sentirse afectado en su poder (es Todopoderoso) o en acción y mantenimiento de su creación sino porque se da cuenta, ve, aprecia, conoce en nuestro corazón, que su criatura se hace daño porque quiere. Y eso, a un padre, ¡a un Padre! le debe apenar bastante.

Beato Manuel Lozano Garrido, Lolo, ruega por nosotros.

Eleuterio Fernández Guzmán