24.04.14

Juan XXIII - Juan Pablo II: Santos de hoy mismo

A las 12:28 AM, por Eleuterio
Categorías : General, Defender la fe

Canonizaciones

La Iglesia católica, fundada por un hombre que cosechó un fracaso total, en cuanto a lo que muchos esperaban de Él, pero que resultó vencedor ante la muerte (¿Dónde está tu victoria?) sabe hacer las cosas porque tiene un Maestro en quien fijarse. No podemos dudar de eso pues tenemos pruebas más que suficientes como para decir otra cosa.

Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos santos. Es más, mucho antes el Salmo 34 (10-11) dice

“Temed a Yahveh vosotros, santos suyos, que a quienes le temen no les falta nada. Los ricos quedan pobres y hambrientos, mas los que buscan a Yahveh de ningún bien carecen”.

También, en Levítico, 19, 2:

“Habla a toda la comunidad de los israelitas y diles: Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo”.

Pero, como era de esperar (Jesús vino a confirmar la Ley de Dios y a darle total cumplimiento) en el Nuevo Testamento, también se recogen momentos en los que se llama santos a quienes lo eran. Así, por ejemplo, en Rom 1, 7

“a todos los amados de Dios que estáis en Roma, santos por vocación, a vosotros gracia y paz, de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.”

O en 1 Pe 1 (14-16)

Como hijos obedientes, no os amoldéis a las apetencias de antes, del tiempo de vuestra ignorancia, más bien, así como el que os ha llamado es santo, así también vosotros sed santos en toda vuestra conducta, como dice la Escritura: ‘Seréis santos, porque santo soy yo’.

Vemos, por tanto, que ser santo es tarea y obligación de todo discípulo de Cristo.

Pero hay creyentes, hermanos nuestros, que se tomaron muy en serio lo de ser santos o, lo que es lo mismo, que supieron darse cuenta de lo que significaba ser hijo de Dios y lo que se quería decir cuando Jesús dijo que fuéramos santos como su Padre es santo (cf. cf. Mt 5, 48) Ellos mismos, de esto estamos más que seguros, no se veían en los altares pues desarrollaron su labor, su trabajo y la función que les encomendó el Espíritu Santo con los ojos y el corazón puesto en Uno solo: Jesucristo.

Y eso es lo que pasa con quienes fueran sucesores de Pedro y Vicarios de Cristo y que tomaron el nombre de Juan XXIII y Juan Pablo II. Ambos Beatos de la Iglesia católica están a punto de subir el escalón segundo que los hará subir a los altares de una forma, por decirlo así, definitiva. En concreto, el próximo domingo, 27 de abril.

A este respecto, y es lógico que esto pase, no es poco común que a determinado Papa se le tenga por el “Papa de nuestra vida” pues, a lo mejor por el tiempo que ocupó la silla de Pedro o bien por su especial carisma, ha ocupado un lugar muy especial en nuestro corazón. Y esto también pasa, como es de esperar, con Juan XXIII y Juan Pablo II.

San Juan XXIII

El que esto escribe no conoció, en su Papado al que fue Santo Padre antes de los dos. Juan XXIII queda, y espero que no se tome eso a mal, muy lejos en la vida de muchos católicos y, aunque su obra siempre quedará (¡Qué decir del Concilio Vaticano II!) o de su Magisterio (Encíclicas como Pacem in terris o Mater et Magistra, sus Exhortaciones, Constituciones o Cartas Apostólicas, sus Discursos o sus Homilías, etc.) no es poco cierto que sólo las personas de más edad de la que tiene este que escribe (50) pueden tener recuerdos “personales” de Angelo Giuseppe Roncalli, nombre secular de quien sería llamado el “Papa bueno” por sus especiales características íntimas y personales.

No obstante lo dicho sobre San Juan XXIII es tan cierto como que el sol sale por el este que también se profesa un gran amor por este hermano en la fe que supo, en un momento difícil de la vida de la Iglesia católica, comportarse como sólo saben comportarse los grandes en la fe.

San Juan Pablo II

Por eso, no extrañe a nadie que sea Karol Józef Wojtyła, también conocido entre los sumos como “Lolek” (apodo que recibiera procedente de su madre) y, luego, como Juan Pablo II, el que sea considerado como el tal “Papa de mi vida”.

Seguramente podría traer aquí mucho de lo que he escrito sobre este santo varón de Dios. Pero, la verdad, como estoy más que seguro que hay muchas, muchísimas personas, que harán eso y lo harán mucho mejor que yo, no voy a cometer ese error pues, en realidad, lo que diga el que esto escribe de San Juan Pablo II sería, al fin y al cabo, poca cosa.

Sin embargo, sí que digo (a título personal, claro) es que quien ocupara la silla de Pedro muchos años y diera ejemplo de entrega a la especial función para que fue elegido tras la repentina muerte de Juan Pablo I, es un hermano en la fe muy a tener en cuenta y a recordarlo siempre. No se trata de que se haya demostrado que, por su intercesión, se han acreditado los milagros necesarios para poder ser declarado santo sino que, a lo largo de su vida y, muy especialmente, mientras fue el Primer Pastor de entre los pastores de Dios, supo pastorear muy bien la grey de Dios que se acoge a las manos de la Iglesia católica, única verdadera y santa.

Pasa con San Juan Pablo II como con muchas personas conocidas que, cuando fallecen se dice que se ha estado con ellas o que, al menos, se le ha visto de cerca. Pues también eso me pasó a mí cuando vino a Valencia en 1982 en aquella inolvidable visita que hiciera a España. En la Alameda de la capital del Turia iba a presidir una ordenación multitudinaria. Y allí que me trasladé.

Fue en el momento en el que llegaba al recinto preparado al efecto cuando pasó ante mí (y ante miles de personas, claro está) con su Papa móvil (ya había sufrido el intento de magnicidio un año antes y se tomaron las lógicas precauciones). Me cuidé de estar en primera fila para tal ocasión y pasó, no muy rápido, saludando con aquella forma tan característica que tenía de mostrar su bondad.

Ya sé que eso es poco pero, ¡qué quieren que les diga!, es lo que marca la vida de una persona que, aún sin saberlo, iba a tratar de este hombre en muchas páginas de la red de redes.

Y es que los caminos de Dios son inescrutables o, por decirlo pronto, tan misteriosos como nosotros queremos que lo sean.

Por último, y teniendo en cuenta lo aquí dicho, está más que bien recordar lo que, en verdad, nos debe interesar más que nada en el mundo. Es más, lo único que nos debería preocupar. Lo dejó dicho muy bien San Bernardo, abad, en un Sermón de título “Apresurémonos hacia los hermanos que nos esperan”. Y dice esto que sigue:

“El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan deseable, y de llegar a ser conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación de los confesores con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos atención.

Despertémonos, por fin, hermanos; resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma. Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de compartir su gloria”.

¡Alabado sea Dios que suscita, de entre sus hijos, a los mejores, para ejemplo y glorificación suya.

Amén, amén y amén.

Eleuterio Fernández Guzmán