12.05.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración a María, de Sto. Tomás de Aquino.

María

Oh bienaventurada y dulcísima Virgen María, Madre de Dios, toda llena de misericordia, hija del Rey supremo, Señora de los Ángeles, Madre de todos los creyentes: hoy y todos los días de mi vida, deposito en el seno de tu misericordia mi cuerpo y mi alma, todas mis acciones, pensamientos, intenciones, deseos, palabras, obras; en una palabra, mi vida entera y el fin de mi vida; para que por tu intercesión todo vaya enderezado a mi bien, según la voluntad de tu amado Hijo y Señor nuestro Jesucristo, y tú seas para mi, oh Santísima Señora mía, consuelo y ayuda contra las asechanzas y lazos del dragón y de todos mis enemigos.

Dígnate alcanzarme de tu amable Hijo y Señor nuestro Jesucristo, gracias para resistir con vigor a las tentaciones del mundo, demonio y carne, y mantener el firme propósito de nunca más pecar, y de perseverar constante en tu servicio y en el de tu Hijo. También te ruego, oh Santísima Señora mía, que me alcances verdadera obediencia y verdadera humildad de corazón, para que me reconozca sinceramente por miserable y frágil pecador, impotente no sólo para practicar una obra buena, sino aun para rechazar los continuos ataques del enemigo, sin la gracia y auxilio de mi Creador y sin el socorro de tus santas preces. Consígueme también, oh dulcísima Señora mía, castidad perpetua de alma y cuerpo, para que con puro corazón y cuerpo casto, pueda servirte a ti y a tu Hijo en tu Religión. Concédeme pobreza voluntaria, unida a la paciencia y tranquilidad de espíritu para sobrellevar los trabajos de mi Religión y ocuparme en la salvación propia y de mis prójimos. Alcánzame, oh dulcísima Señora, caridad verdadera con la cual ame de todo corazón a tu Hijo Sacratísimo y Señor nuestro Jesucristo, y después de él a ti sobre todas las cosas, y al prójimo en Dios y para Dios: para que así me alegre con su bien y me contriste con su mal, a ninguno desprecie ni juzgue temerariamente, ni me anteponga a nadie en mi estima propia. Haz, oh Reina del cielo, que junte en mi corazón el temor y el amor de tu Hijo dulcísimo, que le dé continuas gracias por los grandes beneficios que me ha concedido no por mis méritos, sino movido por su propia voluntad, y que haga pura y sincera confesión y verdadera penitencia por mis pecados, hasta alcanzar perdón y misericordia.

Finalmente te ruego que en el último momento de mi vida, tú, única madre mía, puerta del cielo y abogada de los pecadores, no consientas que yo, indigno siervo tuyo, me desvíe de la santa fe católica, antes usando de tu gran piedad y misericordia me socorras y me defiendas de los malos espíritus, para que, lleno de esperanza en la bendita y gloriosa pasión de tu Hijo y en el valimiento de tu intercesión, consiga de él por tu medio el perdón de mis pecados, y al morir en tu amor y en el amor de tu Hijo, me encamines por el sendero de la salvación y salud eterna. Amén.

Que el llamado Aquinate o Buey mudo tuviera un amor profundo por la Madre de Dios a nadie debería extrañar. Tal era así que, entre otras muestras de devoción hacia la Inmaculada, escribió un tratado (comentario) sobre el Ave María.

Pues bien, en la oración aquí traída, Sto. Tomás de Aquino muestra su amor a María de forma perfecta porque muestra, entre otras realidades espirituales, su total confianza en la Mediadora.

Dejar en el corazón de María todo aquello que somos y lo que anhelamos ha de ser la voluntad de quien tiene fe en lo que la Virgen pueda llevar a cabo por tal personal. Por eso Sto. Tomás de Aquino, y nosotros con él, todo pone bajo su manto y todo lo que ha de ser su vida y existencia (su vida entera, dice) la deja en manos de quien sabe cuidará con mino de Madre de Cristo y madre, también, suya.

Pero, además, al igual que hace este Doctor de la Iglesia católica, debemos someter nuestra existencia (con todos sus quehaceres) a la Santa Providencia de Dios que, en Jesucristo, tomamos como la misma.

La confianza en Cristo se puede manifestar de muchas formas. Tal es esencia de la fe y sin ella no se entiende que nos digamos discípulos de Cristo e hijos de Dios. Por eso en esta oración se le pide a María que ella, a su vez, pida a su Hijo por nosotros. Y que pida por mucho que, en realidad, necesitamos muchas veces, eso es cierto, sin darnos cuenta de tales necesidades.

Así, por ejemplo, para evitar las tentaciones que el mundo nos ofrece para alejarnos de Dios.

Así, por ejemplo, para procurar, para nuestra vida, que esté exenta de pecado (¡ay, cuánto debemos pedir esto!) y que siempre tengamos a Dios como fuente de la misma. Y es que, en realidad, somos pecadores y más que pecadores.

Así, por ejemplo, y aunque esto pueda parecer fuera de lugar para las personas que no tenga un estado espiritual en tal sentido, le podemos pedir a María por nuestra castidad (que tiene más de una forma de ser entendida) o por nuestra pobreza o por nuestra caridad (que ha de ser perfecta si queremos mostrar, con ella, nuestra filiación divina).

Pero es que no debemos olvidar, de ninguna de las maneras, el agradecimiento que debemos a Dios y a su Hijo Jesucristo por todo aquello que nos ha dado y que nos da… ciertamente sin nosotros merecerlo (somos nada ante Quien todo lo es) tan sólo porque quiere y así le parece.

Debemos, no obstante después de pedir a María por todo lo que es posible pedir en la vida terrena, hacer lo propio para el momento más sublime de nuestra existencia: la muerte.

Todos queremos tener un “buen morir”. Esto no ha de querer decir que sea una muerte indolora ni nada por el estilo sino que suponga que nuestra alma está limpia, que no se ha alejado de Dios en tal momento y que, si antes nos hemos procurado cierta suciedad de la misma la hayamos limpiado en el Sacramento de la Reconciliación. Así podremos morir de una forma adecuada para alcanzar aquello que tanto anhelamos: la vida eterna.

Por eso Sto. Tomás de Aquino, y nosotros con él, le pide a María un auxilio muy especial: que en tal momento no haya habido desvió de la fe que tanto hizo vivir al Aquinate y que el corazón inmaculado de la Virgen de Nazaret interceda, Mediadora como es María, ante su Hijo Jesucristo y perdone, le perdone, los pecados que en tal momento no haya podido ser limpiados. Y, así, se abra el camino recto que lleva al definitivo Reino de Dios.

Y es que Sto. Tomás de Aquino sabía pedir como debe pedir un hijo de María.

Eleuterio Fernández Guzmán