31.05.14

 

Mi primer teléfono móvil lo adquirí cuando me nombraron párroco de dos pueblos. Desde entonces hay algo que me angustia especialmente: que alguien me necesite y no me pueda localizar. Por eso en el teléfono fijo de la parroquia, si no podemos atenderlo y salta el contestador, se facilita mi número de móvil particular que jamás está apagado. Solo sin sonido durante misas y algunas reuniones.

Una de las grandezas del sacerdote es la capacidad de estar de guardia las 24 horas, la disponibilidad total. Que los fieles sepan que siempre tendrán un sacerdote a su disposición sin importar fecha, hora o cualquier otra circunstancia. Una razón fundamental es la atención a enfermos o moribundos, pero no la única. Una familia en grave necesidad, un problema en el pueblo, la iglesia incendiada o destruida, sucesos imprevistos. Ahí se necesita al sacerdote. Y no podemos decir que somos pocos, mayores y necesitados de descanso. La mayor pobreza que podemos regalar al mundo es una vida que no nos pertenece.

Dicho esto, estoy consternado por las palabras del obispo de Lérida, Joan Piris, hace unos días: “los servicios permanentes de 24 horas en la Iglesia han terminado”, y que recoge Germinans germinabit. No es esto en absoluto un reproche ni al obispo ni a sus curas. Bastante duro tiene que ser para ellos haber llegado a esta situación. Los sacerdotes son los que son y llegan a lo que llegan. Es un llanto de impotencia ante una situación que desborda por todas partes.

Sin embargo yo he de decir que no me resignaría. Obispos y clero tendrán que ver cómo hacerlo, pero claudicar no, por favor. Antes que afirmar que se acabaron servicios de 24 horas, quizá fuera conveniente buscar formas. Desde mi nada de cura párroco de ciudad, me atrevo a sugerir cosas por si sirvieran.

El problema es de base y necesita una reflexión serena sobre las causas que nos han llevado a esto. Por eso quizá lo primero sea una revisión de la vida de los mismos sacerdotes y de la forma de ejercer el ministerio pastoral en estos últimos años y que tan escasos frutos parece que está dando. No digo que no se haya trabajado. Cuántas veces nos deslomamos y el fruto fue cero. Habrá que ver si es cero porque tiene que ser cero o porque no se hicieron las cosas bien.

No vendría mal una redistribución del clero. Siempre nos encontramos con bastante en las ciudades y poquísimo en los pueblos. No solo eso, mucho clero dedicado a asuntos administrativos y de curia que tal vez pudieran hacer otros. Pues si somos pocos, a lo fundamental: predicar y celebrar los sacramentos.

Junto con esto, seglares preparados y comprometidos en tantos campos: administrativo, caridad, mantenimiento de templos.

A los compañeros les pediría mucha generosidad. Qué se le va a hacer. Tal vez ahora, con la facilidad de los coches, guardias por días o semanas. Si en cada pueblo hay una persona voluntaria, que las suele haber, como vínculo de unión entre párroco y feligreses, ante cualquier emergencia es tan fácil como acudir a la persona y ella sabrá a quién avisar. En pocos minutos, un sacerdote.

Cualquier cosa antes que tener que escuchar eso de que se acabaron los servicios 24 horas. Eso no, que sería acabar con lo más grande que tenemos los curas: la capacidad de estar.

Y a los compañeros de esas diócesis desbordadas, a los que no saben cómo multiplicarse para llegar a todas partes, a los rotos por una vida de trabajo y que en su ancianidad ahí están al pie del cañón, deciros que sois unos héroes y que un día recibiréis la corona prometida a los que entregaron la vida por Cristo y los hermanos.