2.06.14

Orar

No sé cómo me llamo…
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
De júbilo o dolor…
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor!

Este poema de Ernestina de Champurcin habla de aquella llamada que hace quien así lo entiende importante para su vida. Se dirige a Dios para que, si es su voluntad, la voz del corazón del Padre se dirija a su corazón. Y lo espera con ansia porque conoce que es el Creador quien llama y, como mucho, quien responde es su criatura.

No obstante, con el Salmo 138 también pide algo que es, en sí mismo, una prueba de amor y de entrega:

“Señor, sondéame y conoce mi corazón,
ponme a prueba y conoce mis sentimientos,
mira si mi camino se desvía,
guíame por el camino eterno”

Porque el camino que le lleva al definitivo Reino de Dios es, sin duda alguna, el que garantiza eternidad y el que, por eso mismo, es anhelado y soñado por todo hijo de Dios.

Sin embargo, además de ser las personas que quieren seguir una vocación cierta y segura, la de Dios, la del Hijo y la del Espíritu Santo y quieren manifestar tal voluntad perteneciendo al elegido pueblo de Dios que así lo manifiesta, también, el resto de creyentes en Dios estamos en disposición de hacer algo que puede resultar decisivo para que el Padre envíe viñadores: orar.

Orar es, por eso mismo, quizá decir esto:

-Estoy, Señor, aquí, porque no te olvido.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero tenerte presente.

-Estoy, Señor, aquí, porque quiero vivir el Evangelio en su plenitud.

-Estoy, Señor, aquí, porque necesito tu impulso para compartir.

-Estoy, Señor, aquí, porque no puedo dejar de tener un corazón generoso.

-Estoy, Señor, aquí, porque no quiero olvidar Quién es mi Creador.

-Estoy, Señor, aquí, porque tu tienda espera para hospedarme en ella.

Pero orar es querer manifestar a Dios que creemos en nuestra filiación divina y que la tenemos como muy importante para nosotros.

Dice, a tal respecto, san Josemaría (Forja, 439) que “La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios. —¡Sí!, toda tu vida puede y debe ser oración”.

Por tanto, el santo de lo ordinario nos dice que es muy conveniente para nosotros, hijos de Dios que sabemos que lo somos, orar: nos hace eficaces en el mundo en el que nos movemos y existimos pero, sobre todo, nos hace felices. Y nos hace felices porque nos hace conscientes de quiénes somos y qué somos de cara al Padre. Es más, por eso nos dice san Josemaría que nuestra vida, nuestra existencia, nuestro devenir no sólo “puede” sino que “debe” ser oración.

Por otra parte, decía santa Teresita del Niño Jesús (ms autob. C 25r) que, para ella la oración “es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como desde dentro de la alegría”.

Pero, como ejemplos de cómo ha de ser la oración, con qué perseverancia debemos llevarla a cabo, el evangelista san Lucas nos transmite tres parábolas que bien podemos considerarlas relacionadas directamente con la oración. Son a saber:

La del “amigo importuno” (cf Lc 11, 5-13) y la de la “mujer importuna” (cf. Lc 18, 1-8), donde se nos invita a una oración insistente en la confianza de a Quién se pide.

La del “fariseo y el publicano” (cf Lc 18, 9-14), que nos muestra que en la oración debemos ser humildes porque, en realidad, lo somos, recordando aquello sobre la compasión que pide el publicano a Dios cuando, encontrándose al final del templo se sabe pecador frente al fariseo que, en los primeros lugares del mismo, se alaba a sí mismo frente a Dios y no recuerda, eso parece, que es pecador.

Así, orar es, para nosotros, una manera de sentirnos cercanos a Dios porque, si bien es cierto que no siempre nos dirigimos a Dios sino a su propio Hijo, a su Madre o a los muchos santos y beatos que en el Cielo son y están, no es menos cierto que orando somos, sin duda alguna, mejores hijos pues manifestamos, de tal forma, una confianza sin límite en la bondad y misericordia del Todopoderoso.

Esta serie se dedica, por lo tanto, al orar o, mejor, a algunas de las oraciones de las que nos podemos valer en nuestra especial situación personal y pecadora.

Durante todo el mes de junio vamos a dedicar esta serie al Sagrado Corazón de Jesús por ser, digamos, un mes muy especial para el mismo y, así, para nosotros, discípulos de Cristo.

Serie Oraciones – Invocaciones: Oración de consagración al Sagrado Corazón de Jesús, de Santa Margarita María de Alacoque.


Me entrego, y al Sagrado Corazón de Nuestro Señor Jesucristo consagro sin reservas, mi persona, mi vida, mis obras, mis dolores y sufrimientos. Me comprometo a no usar parte alguna de mi ser sino es para honrar, amar y glorificar al Sagrado Corazón. Este es mi propósito inmutable: ser enteramente suyo y hacer todas las cosas por su amor. Al mismo tiempo renuncio de todo corazón a todo aquello que le desagrade.

Sagrado Corazón de Jesús, quiero tenerte como único objeto de mi amor. Se pues, mi protector en esta vida y garantía de la vida eterna. Se fortaleza en mi debilidad e inconstancia. Se propiciación y desagravio por todos los pecados de mi vida. Corazón lleno de bondad, se para mí el refugio en la hora de mi muerte y mi intercesor ante Dios Padre. Desvía de mí el castigo de Su justa ira. Corazón de amor, en Ti pongo toda mi confianza. De mi maldad todo lo temo. Pero de tu Amor todo lo espero. Erradica de mí, Señor, todo lo que te disguste o me pueda apartar de Ti. Que tu amor se imprima tan profundamente en mi corazón que jamás te olvide yo y que jamás me separe de Ti.

Señor y Salvador mío, te ruego, por el amor que me tienes, que mi nombre esté profundamente grabado en tu sagrado Corazón; que mi felicidad y mi gloria sean vivir y morir en tu servicio.
Amén.

Sabemos, los hijos de Dios y discípulos de Cristo, qué llena el Corazón de nuestro hermano y Dios hecho hombre. No es nada malo ni nada que nos pueda hacer daño.

También sabemos, y así lo decimos, que Dios tiene entrañas de misericordia. Lo mismo, claro está, decimos de Cristo pues está más que sentado y aceptado que forman parte, Padre e Hijo, de la Santísima Trinidad.

Es del todo importante reconocer eso pues, de otra forma, la consagración al Sagrado Corazón de Jesús no tendría sentido o, al menos, no tendría todo el sentido que ha de tener.

Digamos, antes de empezar, que cuando un discípulo de Cristo se consagra al Corazón del Maestro (hagámoslo ahora mismo, por cierto) no hace cualquier cosa ni se somete (sometimiento, éste, gozoso) a nadie poco importante. Al contrario es la verdad pues tenemos por bueno y benéfico, para nuestra alma y nuestra vida, considerar que nadie hay mejor que Jesucristo como ejemplo de corazón puro, manso, limpio y jovial.

Pues bien, consagrarse al Sagrado Corazón de Jesús supone, en primer lugar, mostrar una absoluta confianza en el mismo. Lo hacemos así porque estamos en la seguridad que Cristo es nuestro protector, que nos da fortaleza y que, por último, es un refugio más que recomendable para asentar nuestra existencia.

Consagrarse al Corazón de Cristo supone, en segundo lugar, entregar toda nuestra persona al mismo. Así, deberemos huir de todo aquello que pueda disgustar al Hijo de Dios: lo que no suponga honrar a Dios, amar al Todopoderoso, odiar al prójimo y no amarlo como a nosotros mismos y, en definitiva, seguir lo mandado por el Creador en tales aspectos, momentos y circunstancias.

Pero consagrarse al Corazón de Cristo es, en tercer lugar, renunciar, desde ya, a todo aquello que nos aleja del Creador y, así, del Hijo. Queremos, así, permanecer con Cristo y que Cristo permanezca en nosotros como, por cierto, lo pidió en la Última y Santa Cena cuando dijo, por ejemplo, que nada podíamos hacer sin Él que es, además, una realidad que tenemos más que conocida por verdadera como la vida misma.

En realidad, sabemos que Cristo es, para nosotros, un puente por el que podemos pasar a la vida eterna. Por eso, consagrarse a su corazón ha de suponer, para nosotros, una garantía de cumplimiento de la voluntad de Dios consistente en que todos seamos salvados y nosotros, aceptando, en nuestra vida, la impronta del Corazón de Cristo, manifestamos voluntad de ser salvado y aceptamos, por tanto, lo que supone ser discípulos de un tal Maestro.

Consagrarse al Sagrado Corazón de Jesús, como lo hacemos con esta oración de Santa Margarita María de Alacoque, ha de suponer, para nosotros, un antes y un después: un antes que dejamos atrás y un después que ofrecemos a Dios como vida ofrecida a Quien nos la dio y nos la mantiene. Así, por eso, queremos que el Corazón de Cristo, Sagrado misterio de dulce nombre, nos contenga a nosotros, pecadores como somos. Y así, también, procurarnos una existencia que pueda ser digna de llamarse propia de un discípulo de Cristo.

Consagrarse, por último, al Sagrado Corazón de Jesús, es saber que todo lo podemos esperar del mismo y que, por mucho que podamos creernos indignos de hacer tal cosa, somos más que esperados por Quien todo lo espera de nosotros.

¡Hagámoslo ahora!

Eleuterio Fernández Guzmán