11.06.14

Los novísimos

En Cristo brilla
la esperanza de nuestra feliz resurrección;
y así, aunque la certeza de morir nos entristece,
nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de los que en Ti creemos, Señor,
no termina, se transforma;
y al deshacerse nuestra morada terrenal,
adquirimos una mansión eterna en el cielo

Prefacio de Difuntos.

El más allá desde aquí mismo.

Esto es, y significa, el título de esta nueva serie que ahora mismo comenzamos y que, con temor y temblor, queremos que llegue a buen fin que no es otro que la comprensión del más allá y la aceptación de la necesidad de preparación que, para alcanzar el mismo, debemos tener y procurarnos.

Empecemos, pues, y que sea lo que Dios quiera.

En el Credo afirmamos que creemos en la “resurrección de los muertos y la vida eterna”. Es, además, lo último que afirmamos tener por cierto y verdadero y es uno de los pilares de nuestra fe.

Sin embargo, antes de tal momento (el de resucitar) hay mucho camino por recorrer. Nuestra vida eterna depende de lo que haya sido la que llevamos aquí, en este valle de lágrimas.

Lo escatológico, aquello que nos muestra lo que ha de venir después de esta vida terrena no es, digamos, algo que tenga que ver, exclusivamente, con el más allá sino que tiene sus raíces en el ahora mismo que estamos viviendo. Por eso existe, por así decirlo, una escatología de andar por casa que es lo mismo que decir que lo que ha de venir tiene mucho que ver con lo que ya es y lo que será en un futuro inmediato o más lejano.

Por otra parte, tiene mucho que ver con el tema objeto de este texto aquello que se deriva de lo propiamente escatológico pues en las Sagradas Escrituras encontramos referencias más que numerosas de estos cruciales temas espirituales. Por ejemplo, en el Eclesiástico (7, 36) se dice en concreto lo siguiente: “Acuérdate de tus novísimos y no pecarás jamás". Y aunque en otras versiones se recoge esto otro: “Acuérdate de tu fin” todo apunta hacia lo mismo: no podemos hacer como si no existiera algo más allá de esta vida y, por lo tanto, tenemos que proceder de la forma que mejor, aunque esto sea egoísta decirlo, nos convenga y que no es otra que cumpliendo la voluntad de Dios.

Existen, pues, el cielo, el infierno y, también, el purgatorio y de los mismos no podemos olvidarnos porque sea difícil, en primer lugar, entenderlos y, en segundo lugar, hacernos una idea de dónde iremos a parar.

Estos temas, aún lo apenas dicho, deberían ser considerados por un católico como esenciales para su vida y de los cuales nunca debería hacer dejación de conocimiento. Hacer y actuar de tal forma supone una manifestación de ceguera espiritual que sólo puede traer malas consecuencias para quien así actúe.

Sin embargo se trata de temas de los que se habla poco. Aunque el que esto escribe no asiste, claro está, a todas las celebraciones eucarísticas que, por ejemplo, se llevan a cabo en España, no es poco cierto ha de ser que si en las que asiste poco se dice de tales temas es fácil deducir que exactamente pase igual en las demás.

A este respecto, San Juan Pablo II en su “Cruzando el umbral de la Esperanza” dejó escrito algo que, tristemente, es cierto y que no es otra cosa que “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de ‘amenazar con el infierno’. Y quizá hasta quien los escuche haya dejado de tenerle miedo” porque, en realidad, hacer tal tipo de amenaza responde a lo recogido arriba en el Eclesiástico al respecto de que pensando en nuestro fin (lo que está más allá de esta vida) no deberíamos pecar.

Dice, también, el emérito Benedicto XVI, que “quizá hoy en la Iglesia se habla demasiado poco del pecado, del Paraíso y del Infierno” porque “quien no conoce el Juicio definitivo no conoce la posibilidad del fracaso y la necesidad de la redención. Quien no trabaja buscando el Paraíso, no trabaja siquiera para el bien de los hombres en la tierra".

No parece, pues, que sea poco real esto que aquí se trae sino, muy al contrario, algo que debería reformarse por bien de todos los que sabiendo que este mundo termina en algún momento determinado deberían saber qué les espera luego.

A este respecto dice San Josemaría en “Surco” (879) que

“La muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre… No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin. Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno”.

Se habla, pues, poco, pero ¿por qué?

Quizá sea por miedo al momento mismo de la muerte porque no se ha comprendido que no es el final sino el principio de la vida eterna; quizá por mantener un lenguaje políticamente correcto en el que no gusta lo que se entiende como malo o negativo para la persona; quizá por un exceso de hedonismo o quizá por tantas otras cosas que no tienen en cuenta lo que de verdad nos importa.

Existe, pues, tanto el Cielo como el Infierno y también el Purgatorio y deberían estar en nuestro comportamiento como algo de lo porvenir porque estando seguros de que llegará el momento de rendir cuentas a Dios de nuestra vida no seamos ahora tan ciegos de no querer ver lo que es evidente que se tiene que ver.

Mucho, por otra parte, de nuestra vida, tiene que ver con lo escatológico. Así, nuestra ansia de acaparar bienes en este mundo olvidando que la polilla lo corroe todo. Jesús lo dice más que bien cuando, en el Evangelio de San Mateo, dice (6, 19)

“No amontonéis riquezas en la tierra, donde se echan a perder, porque la polilla y el moho las destruyen, y donde los ladrones asaltan y roban”.

En realidad, a continuación, el Hijo de Dios da muestras de conocer qué es lo que, en verdad, nos conviene (Mt 6, 20) al decir

“Acumulad tesoros en el cielo, donde no se echan a perder, la polilla o el mono no los destruyen, ni hay ladrones que asaltan o roban”.

Por tanto, no da igual lo que hagamos en la vida que ahora estamos viviendo. Si muchos pueden tener por buena la especie según la cual Dios, que ama a todos sus hijos, nos perdona y, en cuanto a la vida eterna, a todos nos mide por igual (esto en el sentido de no tener importancia nuestro comportamiento terreno) no es poco cierto que el Creador, que es bueno, también es justo y su justicia ha de tener en cuenta, para retribuirlas en nuestro Juicio partícula, las acciones y omisiones en las que hayamos caído.

En realidad, lo escatológico no es, digamos, una cuestión suscitada en el Nuevo Testamento por lo puesto en boca de Cristo. Ya en el Antiguo Testamento es tema importante que se trata tanto desde el punto de vista de la propia existencia de la eternidad como de lo que recibiremos según hayamos sido aquí. Así, en el libro de la Sabiduría se nos dice (2, 23, 24. 3, 1-7) que

“Porque Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del diablo, y la experimentan sus secuaces.

En cambio, la vida de los justos está en manos de Dios y ningún tormento les afectará. Los insensatos pensaban que habían muerto; su tránsito les parecía una desgracia y su partida de entre nosotros, un desastre; pero ellos están el apaz. Aunque la gente pensaba que eran castigados, ellos tenían total esperanza en la inmortalidad. Tras pequeñas correcciones, recibirán grandes beneficios, pues Dios los puso a prueba y lo shalló dignos de sí; los probo como oro en crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como el fuego en un rastrojo”.


Aquí vemos, mucho antes de que Jesús añadiese verdad sobre tal tema, la realidad misma como ha de ser: la muerte y la vida eternas, cada una de ellas según haya sido la conducta del hijo de Dios. El tiempo intermedio, el purgatorio (“tras pequeñas correcciones”) que terminará con el premio de la vida eterna (o con la muerte también eterna) tras el Juicio, el Final, propio del tiempo de nuestra resurrección.

Abunda, también, el salmo 49 en el tema de la resurrección cuando escribe el salmista (49, 16) que

“Pero Dios rescata mi vida,
me saca de las garras de la muere, y me toma consigo”.

En realidad, como dice José Bortolini (en Conocer y rezar los Salmos, San Pablo, 2002) “Aquello que el hombre no puede conseguir con dinero (rescatar la propia vida de la muerte), Dios lo concede gratuitamente a los que no son ‘hombres satisfechos’” que sería lo mismo que decir que a los que se saben poco ante Dios y muestran un ser de naturaleza y realidad humilde.

Todo, pues, está más que escrito y, por eso, se trata de una Escatología de andar por casa pues lo del porvenir, lo que ha de venir tras la muerte, lo construimos aquí mismo, en esta vida y en este valle de lágrimas.
Lo que somos y hacemos

“Por eso, también vosotros estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombres”.

Estas palabras de Cristo, recogidas en el versículo 33 del capítulo 24 del evangelio de San Mateo, nos ponen sobre la pista de qué es lo que tenemos que hacer ahora, que aún estamos en el mundo, para estar preparados al ser llamados por Dios para ir al otro mundo, al más allá, a la vida (esperamos) eterna.

Lo que nos quiere decir el Hijo de Dios es, primero, que debemos hacer lo posible para estar preparados y, en segundo lugar, que no sabemos cuándo será el importante y crucial momento de ser llamados. Y tanto una realidad como otra tienen mucho que ver con nuestro hacer y, en realidad, con lo que somos en este valle de lágrimas.

Podemos decir, para empezar, que en este tema tan importante lo que importa es nuestra vida espiritual pues ha de ser nuestra alma la que tenga un destino u otro tras la muerte del cuerpo. Por tanto, depende mucho lo que de ella sea del hecho mismo de qué tipo de existencia espiritual llevamos.

A este respecto, podemos decir que tenemos, en nosotros mismos, muchas potencias espirituales o, lo que es lo mismo, que Dios nos ha dotado de un fondo espiritual no desdeñable y del que podemos echar mano (del que deberíamos echar mano) en cada uno de los momentos de nuestra vida en el siglo. Y, aunque es cierto que podemos hacer lo contrario no es menos cierto que nos conviene, como veremos en su día, lo primero.

Para esto contamos con lo siguiente (Mt 28,20):

“He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”.

Es importante esto porque debemos tener en cuenta que no nos salvaremos a base de algún “abracadabra” que nos impulse al definitivo Reino de Dios y a la consiguiente vida eterna sino como consecuencia de un ser, de un estar en el mundo del que Dios pueda entender que ha sido, verdaderamente, merecedor de la salvación. Y es que será el Creador, que nos creó y nos mantiene, Quien determine, tras el llamado juicio particular, qué camino tomamos o, lo que es lo mismo, si estamos aptos para la visión beatífica o es nuestro caer en el fuego que no salva ni se consume lo que será nuestro final destino.

A este respecto, dice el Catecismo de la Iglesia Católica, que

“1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: ‘Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran’ (Mt 7, 13-14):

‘Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’” (Lumen gentium 48).

“Llanto y rechinar de dientes”. Tal expresión es sinónimo de terrible futuro de las almas que ahí se puedan encontrar. Y, para no llegar esta situación, como nos dicen en el Catecismo, hay que procurar situarse ante la puerta estrecha.

Para evitar, para no caer en, tal llanto y rechinar de dientes (consecuencia de una situación más que peor) debemos mantener una vida espiritual digna de ser llamada propia de un discípulo de Cristo, ejemplo de perfecta santidad y dotado de entrañas de excelsa voluntad de ser Santo.

Pues bien, en primer lugar, debemos sostener nuestra existencia espiritual (que tendrá reflejo, sin duda en nuestra vida carnal, material) en una serie de pilares que son, por ejemplo:

1. La santidad.

A este respecto, ser santos no es, sólo, una meta a lo que se aspira sino, en efecto, un ser ahora mismo, un serlo y con plena voluntad de serlo.

2. La oración.

Es bien cierto que la vida de un creyente que aspira a la vida eterna pero sin la correspondiente oración (los tiempos dedicados a ella) no puede estar completa.

3. La Eucaristía dominical (o con más frecuencia).

El domingo es un día muy especial para un discípulo de Cristo. En tal día resucita el Señor, en tal día se aparece a sus discípulos y en tal día se hace presente al mundo

4. El Sacramento de Reconciliación.

Pedir perdón, cuando nos hemos equivocado y hemos caído en manos del Maligno y del Mal es algo más que recomendable. De otra forma, tratar de aspirar a aparecer con el alma limpia ante Dios es, simplemente, ilusorio. Nos conviene la limpieza del alma que nos proporciona la confesión.

5. La primacía de la gracia.

Nosotros, sin duda, podemos procurar nuestro bien espiritual pero, en verdad, no debemos olvidar que sin Cristo “no podemos hacer nada” (cf. Jn 15, 5) que es lo que les pasó a los apóstoles que habiendo estado pescando toda la noche no habían pescado nada (cf. Lc 5,5) y sólo con Jesucristo pueden obtener fruto de su trabajo.

6. Escucha de la Palabra.

La escucha de la Palabra de Dios es esencial en nuestra vida espiritual. Centrar la misma en lo que el Todopoderoso nos ha dicho y han recogido las Sagradas Escrituras es un requisito más que imprescindible en nuestra vida espiritual.

7. Anuncio de la Palabra.

Cuando Jesús le dice a su amiga Marta “Tú te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo sólo una es necesaria” (Lc 10, 41 - 42) le quiere poner sobre la pista de qué es lo que importa en la vida del discípulo. Así, anunciar la Palabra es hacer efectivo aquello que hemos escuchado y, al fin y al cabo, mostrar que somos discípulos del Hijo de Dios.

Tenemos, pues, un camino qué seguir. Así, lo que somos y lo que hacemos ha de tener no algo sino todo que ver con Cristo. Así, el Hijo de Dios es el ideal que debemos seguir, nuestro mejor ejemplo. Él, siendo manso y humilde de corazón, es, además

Luchador infatigable,

Máximo exponente del Amor,

Servidor del prójimo,

Obediente a Dios hasta el extremo,

Fiel cumplidor, por tanto, de la misión encomendada por el Creador,
 

O, también,

Compresivo y paciente.

Por eso, nuestra vida ha de atenerse a tales parámetros espirituales que tienen, en sí mismos, el fuego del Amor de Dios en sus entrañas y, también, la expresión más certera acerca de lo que debemos ser en cuanto semejanza de Dios.

Todo esto apenas dicho puede procurarnos, según seamos, una respuesta positiva (espiritualmente hablando) para nuestra vida. Así, por ejemplo,

-Si somos en exceso materialistas, acude en nuestro auxilio aquello de “¿De qué le vale al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma?” (cf. Mc 8, 36; Mt 16, 26)

-Si somos demasiado cómodos y huimos del sacrificio en nuestros deberes espirituales, aquello que dice “El que quiera venir en pos de mí, tome su cruz y sígame” (cf. Mt 16, 24; Lc 9, 23)

O, también,

-Si somos rencorosos y no perdonamos, esto otro que dice “Padre, perdónales porque no saben lo que hacen” (cf. 23, 34)

Y así podríamos poner muchos ejemplos acerca de lo que debe ser una vida espiritual que se atenga a la voluntad de Dios y al ejemplo de Cristo y no de lo que, en demasiadas ocasiones, es.

Todo esto, de todas formas, podría resumirse en una frase que es muy conocida y que nos pone en el camino por el que caminar de forma correcta y no torcida. La dijo una joven judía en Nazaret cuando un Ángel (el del Señor, a más señas) de nombre Gabriel le dijo lo que podía pasar si ella quería que pasase: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (cf. Lc 1,38) que es una muy buena forma de manifestarse con humildad al reconocer que no se es nada ante Dios y se es un esclavo, una esclava del Creador.

¿Cómo ser, pues? También, ¿qué hacer de nuestra vida?

El Cardenal Francisco Xavier Nguyen Van Thuan, vietnamita de nacimiento y universal por su fe, nos habla de los “cinco defectos de Jesús”. En realidad, más que defectos (lo pueden ser para el mundo) son verdaderas virtudes de las que aprender.

Dice esto que sigue:

“Primer defecto: Jesús no tiene buena memoria

En la cruz, durante su agonía, Jesús oyó la voz del ladrón a su derecha:

‘Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino’. Si hubiera sido yo, le habría contestado: ‘No te olvidaré, pero tus crímenes tienen que ser expiados, al menos, con 20 años de purgatorio’. Sin embargo Jesús le responde: ‘Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso’. Él olvida todos los pecados de aquel hombre. La parábola del hijo pródigo nos cuenta que éste, de vuelta a la casa paterna, prepara en su corazón lo que dirá: ‘Padre, pequé contra el cielo y ante ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros’. Pero cuando el padre lo ve llegar de lejos, ya lo ha olvidado todo; corre a su encuentro, lo abraza, no le deja tiempo para pronunciar su discurso, y dice a los siervos, que están desconcertados: ‘Traed el mejor vestido y vestidle, ponedle un anillo en la mano y unas sandalias en los pies. Traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y celebremos una fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado’. Jesús no tiene una memoria como la mía; no sólo perdona, y perdona a todos, sino que incluso olvida que ha perdonado.

Segundo defecto: Jesús no sabe matemáticas

Si Jesús hubiera hecho un examen de matemáticas, quizá lo hubieran suspendido. Lo demuestra la parábola de la oveja perdida. Un pastor tenía cien ovejas. Una de ellas se descarría, y él, inmediatamente, va a buscarla dejando las otras noventa y nueve en el redil. Cuando la encuentra, carga a la pobre criatura sobre sus hombros. Para Jesús, uno equivale a noventa y nueve, ¡y quizá incluso más! ¿Quién aceptaría esto? Cuando se trata de salvar una oveja descarriada, Jesús no se deja desanimar por ningún riesgo, por ningún esfuerzo.

Tercer defecto: Jesús no sabe de lógica

Una mujer que tiene diez dracmas pierde una. Entonces enciende la lámpara para buscarla. Cuando la encuentra, llama a sus vecinas y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. ¡Es realmente ilógico molestar a sus amigas sólo por una dracma! ¡Y luego hacer una fiesta para celebrar el hallazgo! Y además, al invitar a sus amigas ¡gasta más de una dracma! Ni diez dracmas serían suficientes para cubrir los gastos…

Jesús, como conclusión de aquella parábola, desvela la extraña lógica de su corazón: ‘Os digo que, del mismo modo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta’.

Cuarto defecto: Jesús es un aventurero

El responsable de publicidad de una compañía o el que se presenta como candidato a las elecciones prepara un programa detallado, con muchas promesas. Nada semejante en Jesús. Su propaganda, si se juzga con ojos humanos, está destinada al fracaso. Él promete a quien lo sigue procesos y persecuciones. A sus discípulos, que lo han dejado todo por él, no les asegura ni la comida ni el alojamiento, sino sólo compartir su mismo modo de vida. A un escriba deseoso de unirse a los suyos, le responde: ‘Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza’.

El pasaje evangélico de las bienaventuranzas, verdadero ‘autorretrato’ de Jesús, aventurero del amor del Padre y de los hermanos, es de principio a fin una paradoja, aunque estemos acostumbrados a escucharlo:

‘Bienaventurados los pobres de espíritu…, bienaventurados los que lloran…, bienaventurados los perseguidos por… la justicia…, bienaventurados seréis cuando os injurien y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos’.

Pero los discípulos confiaban en aquel aventurero. Desde hace más de dos mil años y hasta el fin del mundo no se agota el grupo de los que han seguido a Jesús. Basta mirar a los santos de todos los tiempos. Muchos de ellos forman parte de aquella bendita asociación de aventureros. ¡Sin dirección, sin teléfono, sin fax…!

Quinto defecto: Jesús no entiende ni de finanzas ni de economía

Recordemos la parábola de los obreros de la viña: ‘El Reino de los Cielos es semejante a un propietario que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña. Salió luego hacia las nueve y hacia mediodía y hacia las tres y hacia las cinco.., y los envió a sus viña’. Al atardecer, empezando por los últimos y acabando por los primeros, pagó un denario a cada uno.

Si Jesús fuera nombrado administrador de una comunidad o director de empresa, esas instituciones quebrarían e irían a la bancarrota: ¿cómo es posible pagar a quien empieza a trabajar a las cinco de la tarde un salario igual al de quien trabaja desde el alba? ¿Se trata de un despiste, o Jesús ha hecho mal las cuentas? ¡No! Lo hace a propósito, porque -explica-: ‘¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero?, ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?’.

Y nosotros hemos creído en el amor

Pero preguntémonos: ¿por qué Jesús tiene estos defectos?

- ¡Porque es Amor¡. El amor auténtico no razona, no mide, no levanta barreras, no calcula, no recuerda las ofensas y no pone condiciones.”

Vemos, por tanto, que lo que pudiera parecer algo negativo para el mundo es, al fin y al cabo, algo más que positivo; es más, que es lo que debemos poner en práctica en nuestra vida de discípulos de Aquel que parece tener tantos “defectos”.

Lo que hacemos, por tanto, y lo que somos, tiene todo que ver con lo que puede ser nuestra vida futura, el más allá que, sin duda, estamos destinados a ocupar.

El caso es que todo se podría resumir en una expresión que podría parecer en exceso lapidaria pero que es totalmente verdad: hacer el bien y evitar el mal. Y aunque el número 1811 del Catecismo de la Iglesia Católica nos dice que

“Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal”,

no es poco cierto que contamos con la gracia de Dios para llevar un comportamiento adecuado a nuestra filiación divina y que no nos debe cabe duda alguna de que así es.

Bien podríamos decir, sin temor a equivocarnos, que aquello que pueda afectar, lo que al fin sea de ella, a nuestra vida eterna depende, absolutamente, de lo que somos en el mundo y lo que hacemos en el mundo. Seguramente podrá pensarse que lo repetimos mucho pero nunca será suficiente hasta que entre en el corazón del discípulo de Cristo la idea según la cual, como dijo San Agustín, Dios, que nos creó sin nosotros no nos salvará sin nosotros. No sin nosotros y no, por tanto, sin un hacer, un ser y un estar perfectamente acordes a la Ley de Dios.

Eleuterio Fernández Guzmán